A través del tiempo

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Mary Reguera A del tiempo

Capítulo 1

Iniciando…

Me acabo de despertar... ¡son las siete!

—¡Oh! Venga ya, ¿por qué no suenas? —dije desistiendo con el despertador, era ya la tercera vez en toda la semana que no sonaba—. «Es el antiguo despertador de Julia Roberts» —dije imitando a mi tía mientras me ponía la bata—. Pues ya sé por qué dejó de ser su despertador.

—¡Julia, pero qué horas son estas! En media hora viene Ricardo a buscarte.

Para empezar, Ricardo era el chofer, para seguir, esa es la manera en que mi padre da los buenos días.

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—Si tuviera un despertador que sonara a su hora, igual no tendríamos esta discusión, ¿no crees?

—Siempre te estás quejando, el despertador te lo regaló tu tía hace una semana.

Rodé los ojos y me fui a desayunar.

—¡Hola, cielo! Le he pedido a Ricardo que venga a las siete y media a buscarnos porque tengo que hacer unos recados. Aunque por lo que veo... —dijo mirando el reloj— vas algo apurada.

—¿Por qué lo dices? —Desvié la mirada al reloj. ¡Las siete y diez!—. ¡Oh, Dios mío! ¡Puf! Es tardísimo —dije derrumbándome sobre una silla.

—Oye, ¿por qué no le envías un mensaje a Álex y vais los dos en bus? —suspiré.

—Sí, supongo que eso haré.

Me apuré para preparar algo de desayunar, a continuación, subí, me duché rápido, me fui a vestir y cuando ya estaba lista abrí la ventana de mi habitación, cogí el palo que tenía siempre junto a la ventana (las ventanas de nuestras habitaciones quedaban enfrentadas) y le piqué. La luz de su habitación estaba encendida, así que rápidamente vi a un chico moreno de ojos verdes y pelo alborotado abrir la ventana, estaba somnoliento.

—Vaya pintas —le dije.

—¿No viene tu superlimusina o es que necesita gasolina?

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—Ja, ja. Mi despertador no suena, me he despertado tarde, ¿vienes conmigo en bus? —Sonrió.

—Claro, en cinco minutos paso a buscarte.

Cerró la ventana. Esa era una de las cosas que admiraba en él, siempre estaba disponible para ayudar a la gente. Cogí mi abrigo, los guantes que me regaló Cindy, una amiga de mi madre, y el gorro que me había cosido Fina, la asistenta de mi abuela, me colgué la mochila del hombro y sonó el timbre.

—¿Quién es?

—Álex.

—¡Aj! Ese muchacho otra vez —resopló mi padre.

—Hola —dije al abrirle la puerta—. ¿Me coges la mochila?

—Claro. —Se la colgó al hombro—. ¿Seguro que no te olvidas algo? —dijo al verme ponerme el gorro.

—¡Ostras! ¡La merienda y la bufanda! —Rápidamente me di la vuelta y fui a cogerlas.

—No entiendo qué encanto le puedes encontrar a ese chaval —refunfuñó mi padre.

—Tampoco yo entiendo qué te pudo encontrar mamá a ti. Ya estoy lista —dije cuando salí. Metí la merienda en la mochila y nos fuimos caminando a la parada.

—¿Qué le pasa a tu despertador?

—Pues la verdad, no lo sé, es que no suena cuando tiene que sonar. Mi tía dice que era de Julia Roberts.

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—Quizá el hecho de que no suene haya hecho que ahora sea tuyo.

—Ya, pues no quiero un despertador que no suena. —Álex rio con su característica risa fuerte.

—La señorita no quiere cosas obsoletas.

—¡Pues no! —Le di un codazo—. ¡Deja de reírte!

—Vale, vale, mira la parada del bus. ¿Sabes dónde tienes que posarte?

—Eh... sí... claro...

—Ah, ¿sí? ¿En cuál?

—¿En la de mi colegio? —aventuré. Álex soltó una risotada—. Venga ya, Álex.

—Le he preguntado a mi prima y ella se baja en la de la calle Falles, justo antes de tu colegio.

—Eres mezquino.

—¡Oh, no! ¡No me digas esas cosas! —dijo sarcásticamente.

—Qué tonto eres —dije rodando los ojos—. Mira el bus.

Los dos sacamos el dinero para el bus, pero él no me dejó pagar.

—¿Todavía estamos así? —le solté cruzándome de brazos.

—Mi madre me dijo que pagara yo, y tú me dices que le haga caso a mi madre. —Esbocé una sonrisa.

—Está bien... Pero estoy en deuda contigo.

—Pues me invitas un día al cine.

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—Vale, ¿qué peli quieres ver?

Buscamos la cartelera del cine, aunque no había ninguna película que nos llamase lo suficiente como para hacer todo el camino hasta el cine. Luego hablamos de películas que pudiésemos ver desde casa o de alguna que ya hubiésemos visto.

Mientras hablábamos, paseé los ojos por el bus, observando al resto de pasajeros… y reparé en que Álex no llevaba mochila.

—Álex, ¿y tu mochila?

—Me la lleva mi hermano.

—¿Cuál de los dos?

—¿Cuál crees?

—Pues vamos a ver, o tu hermano mayor, Miguel, que siempre se burla de ti o tu hermano pequeño Alberto, de quien siempre te ríes… creo que te la llevará tu madre.

—Has dado en el clavo.

Volvimos a hablar de películas, de aquellas más antiguas y de otras más modernas. Al bus se subió más gente, grupos de niñas pequeñas, chicos algo mayores, adultos…

—A mí también me gustan las películas antiguas, pero creo que los efectos especiales de ahora son una pasada.

—Estoy de acuerdo contigo… a veces me gustaría vivir en otra época, como en los años 50 u 80... o incluso más atrás en el tiempo.

—¿Y si hacemos una máquina del tiempo?

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Puede que sea este el momento de decir cómo Álex y yo nos hicimos amigos… Él se había mudado a la casa de al lado a la mía hacía unos seis o siete años. No nos conocíamos de nada en absoluto porque de hecho ni estudiamos en el mismo sitio. Habíamos cruzado algunas miradas desde las ventanas o en el jardín, pero nada más. Hasta una tarde en que salí a andar en bici por el barrio, al volver iba escuchando música y mirando a mi alrededor. Iba tan ensimismada que no vi que Álex estaba caminando por la misma acera que yo cargado con una caja, me aparté hacia la izquierda, la bici zigzagueó hasta que caí al suelo con la bici encima. Se acercó temeroso y me preguntó si estaba bien, yo estaba sangrando por la rodilla, y me dolía todo el cuerpo. Me ayudó a levantarme y me sentó en una silla del garaje, me curó la herida de la rodilla y me dio una bolsa fría para el brazo. Empezamos a hablar de la caída, incluso se ofreció a arreglarme la bici. Desde entonces quedábamos por las tardes después de clase para arreglar cualquier cosa o crear otras… y poco a poco, nos hicimos grandes amigos.

—¿Estás loco?

—Eso me dijiste cuando te propuse hacer una maqueta del coliseo romano, y fíjate, en apenas unos meses ya lo teníamos.

—Vale, y, en el caso de que fuese posible, ¿cómo lo vamos a hacer?

Próxima parada: Gran Mural de Papel.

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—Esa mi parada —dijo Álex—. ¿Hoy vienes por la tarde?

—Claro que sí.

—Genial —dijo con una sonrisa.

Al abrirse las puertas se bajó y yo permanecí sentada hasta que el conductor dijera: Próxima parada: Calle Falles.

Después de hablar con mi pequeña Julia, fui al despacho a ver a mi marido.

—Hola, querido, ¿estás muy ocupado?

—No, estoy revisando los fondos familiares, me ha llegado hace poco una carta en la que dice que debemos pagar un 20 % de lo que hemos tenido de beneficios en la viña en los últimos seis años. Esa suma ascendería a casi tres millones de euros.

—No suena bien.

—No, qué va, y para colmo nuestra única heredera en vez de preocuparse por su patrimonio se pasa el día reconstruyendo edificios con su amiguito.

—Oye, no hables así de Álex, es un buen chico.

—¡Eso, empieza tú también a ponerle apodos! —dijo sarcástico.

—Son adolescentes, no seas tan cruel.

—Vale, vale. Vete al médico a ver qué te dice. Llámame si tienes cualquier problema.

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—¡Solo es una revisión, Gruñón!

—¿Ya vale con los apodos, no? Él Álex y yo Gruñón.

—Está bien, Carlitos, me voy al médico y no te preocupes, ¿vale? —Sonrió y me dio un leve beso en los labios—. Chao.

Salí a la calle y vi la limusina.

—¿A dónde vamos, señora?

—A la clínica.

—¿Está todo en orden?

—Eso espero. —Ricardo sonrió y me cerró la puerta. Montó en el coche y arrancó. Condujo durante varias manzanas y luego, de pronto se paró frente a la clínica de nuestra familia.

—¿Quiere que la acompañe dentro? —La verdad es que estaba bastante asustada, resulta que la carta que me había llegado me dejó muy preocupada:

Señora Arce:

Hemos visto una anomalía en su sistema nervioso y nos gustaría asegurarnos de que no es nada grave.

Su cita: miércoles 3 de febrero de 2015. Gracias por su atención.

Clínica Ordóñez.

—¿Señora? —Meneé la cabeza—. ¿Quiere que la acompañe? —negué.

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—No, no te preocupes. Ve a aparcar y te llamaré cuando salga.

—Muy bien. No se preocupe, seguro que todo va sobre ruedas —asentí y sonreí.

Entré. La clínica tenía el mismo aire que un pequeño hospital, se trataba de una clínica privada, cuya dueña era mi cuñada.

—¡Buenos días, señora Arce! —dijo la recepcionista—. La doctora Ordóñez la está esperando.

—¿En qué sala es?

—Déjeme comprobarlo. —Empezó a mirar papeles—. Me parece que era en la quinta, pero ahora que lo pregunta, no lo sé seguro... ¡Aquí! Pues sí, es en la quinta. A ver si va todo bien y no es nada.

—Ojalá. —La recepcionista sonrió. Le dejé el abrigo, la bufanda, los guantes... etc.

—Pasa, querida —me dijo Alba—. ¿Qué tal?

—Bien, aunque me tienes un poco preocupada, ¿qué ocurre?

—Verás, revisando tus últimos informes vimos que había una serie de células cancerígenas en distintas partes de tu cuerpo, pudo ser porque el objetivo no estaba bien limpio, que una vez nos pasó, pero, ya sabes que no nos gusta quedarnos con la duda. Así que vente conmigo a la sala de «pruebas».

—Muy bien. Vamos.

Alba me llevó a la sala de pruebas y de la que estaba revisando los resultados, se quedó quieta, se quitó las gafas, se acercó a la pantalla y...

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—No puede ser...

—¿Qué pasa?

—Es posible que tengas un cáncer.

—¿¡¿Cómo?!?

De pronto me quedé helada. No dejaba de escuchar en mi cabeza las voces de Carlos, Ricardo y la recepcionista diciendo que todo iría bien... sentía que me costaba respirar.

—Te vamos a tener que ingresar, no está muy avanzado, pero... es peligroso, avanza con rapidez. ¡Mario! —Alba llamó a un enfermero al ver que estaba pálida.

—¿Sí? —Un chico moreno apareció por la puerta.

—Acompaña a la señora Arce a la habitación n.º 13.

—Sí, doctora.

El enfermero me acompañó a la habitación y me la preparó para que tuviese todas las necesidades.

—¿Quiere que llamemos a alguien?

—Sí, a mi marido —el chico asintió.

—Vale, mire, le explico, este telefonillo de la pared comunica con recepción. Cuando suene, Cris le dirá que está su marido al teléfono. Y, por otra parte, si se encuentra muy mal, pulsando el botón rojo de esta pulsera aparecerá una persona para atenderle. Voy a buscarle algo para tomar y le diré a Cris que llame a su marido.

—Gracias.

El enfermero se fue.

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Cuando me llamaron de la clínica no me podía ni imaginar lo que se me estaba viniendo encima, en cuanto Cristina me lo dijo, salí disparado hacia la clínica, Ricardo llegó al momento, entré y le pregunté a Cris por la habitación:

—La n.º 13 —me dijo.

Subí rápido por las escaleras y fui mirando por todas las puertas: 9, 10, 11, 5, 7, 3... y en la segunda planta, al fondo: la 13. Entré exaltado, le cogí la mano y se la apreté con fuerza, le besé la frente, me agarró las manos con dulzura.

—Tranquilo —me dijo—. Estoy bien. —Sonrió con ternura.

—¿Qué ha pasado?

—Tu hermana lo detectó al hacerme las pruebas, dice que es grave, pero que no es imposible. Por favor, no le digas nada a Julia hasta que estemos seguros —asentí. La puerta se abrió y entró mi hermana.

—¿Podemos hablar?

Salimos al pasillo.

—Dime.

—Tiene principios de metástasis, no sé cuánto le puede quedar, tenemos que asegurarnos.

Me quedé helado.

—¿Por qué le has mentido? —mascullé.

—Tú me conoces, sabes que soy incapaz de dar malas noticias.

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Eso era verdad, no podía, la miré a los ojos, estaban rojos, aunque intentara disimularlo.

—¿Qué hacemos? —Miró la puerta cerrada.

—Por ahora es mejor seguirle la corriente y que crea que puede salir adelante. Haré unas llamadas. ¿Te ha dicho algo de Julia?

—Sí, que no le diga nada.

—Hazle caso. Dile que le ha surgido un viaje en el trabajo y que estará un tiempo fuera.

—Vale, ¿y luego qué?

—Le dices que ha tenido un accidente y que en el hospital le han detectado el cáncer.

—¿No sería más fácil decir la verdad?

—Puede. —Dio media vuelta y se fue.

Volví adentro con mi mujer y traté de no hablar del tema.

Era ya sexta, última hora del día. Había sido un día un tanto exhaustivo: en el primer recreo una amiga, Marga, estaba frustrada porque un chico que le gustaba estaba hablando con otra chica que nos caía mal, Claudia. Pero en el segundo recreo... ¡ay, el segundo recreo! El chico se acercó a mi amiga Marga, y le pidió salir. Al sonar el timbre se quedaron un rato en el patio, luego entraron y llegaron tarde a inglés, por lo que la teacher les puso en la lista negra.

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Entonces todos le contamos lo que pasaba y así, la profe ya fue algo más benévola y les dejó sentarse juntos. Pero el negativo no se lo quitaba nadie.

¡Julia! When did the French Revolution start? The… ¿1789?

La profesora inspiró, espiró y asumió que había acertado. Pero no se paró ahí, siguió:

—And why?

—Because they believed in the ideas of the Enlightenment and tried to put them into practise as well as in the Estates General there was inequality so they were fed up of this.

—Who were they?

—The middle class and the peasantry. Asintió.

—Bien Julia, sigue así. —Y me sonrió—. Seguimos, página siguiente.

—Pero profe.

—Miguel, sé breve.

—Vale, es que no entiendo por qué damos la clase así. La profesora le miró y abrió la boca.

—¿Así cómo?

—Pues es que preguntas cada día lo que hemos dado el día anterior, pero algunos no lo podemos estudiar todo de un día para otro.

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Dos amigos deciden hacer una máquina del tiempo y contra todo pronóstico... ¡la máquina funciona! Pero a un alto precio. Ahora deberán encontrar la forma de reparar la línea temporal. Para ello viajarán a lo largo de la historia, haciendo grandes amigos y enfrentándose a temibles enemigos. mirahadas.com

I N S PIR I N G UC R SOI I T Y
9 788419 723444
ISBN 978-84-19723-44-4

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