Giordano y la Reina

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REINA Y LA

MANUEL MIRA CANDEL

MADRID. AEROPUERTO ADOLFO SUÁREZ.

10 DE OCTUBRE, 2016

El avión en el que voy a volar a Roma es un asteroide de mínimas dimensiones. Así lo imagino. En su lomo refulge una curva de luz asimétrica. Es observarlo desde el vestíbulo de la sala de embarque y acceder de inmediato al pensamiento de que algo importante está a punto de suceder. «Volar a Roma», me digo entre dientes, y la onda expansiva de esas tres palabras estremece mis labios. Por el bolsillo de la chaqueta que acabo de estrenar asoma el boarding pass. Lo palpo, lo acaricio con la palma de la mano y hasta llego a creer que es la llave egipcia de la vida. Tranquilo, Martín Nublos. Afuera, el otoño ha estrenado un sol de tan extraño resplandor que parece transgénico. No puedo evitar una leve sonrisa cuando silabeo de nuevo: «¿Y si en el camino me encuentro con Giordano viajando con su amante la reina?».

Entre bostezos (apenas pude dormir la última noche, supongo que por los nervios), me conmueve la certeza de que dirijo mis pasos hacia el teatro donde he de asistir al estreno mundial de mi obra El Hombre de la Luna. Inevitable que cientos, miles de sensibilidades ocultas se desboquen en mi interior. Me complace especialmente pensar que estoy sentado

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en un palco del teatro Tordinona, a orillas del Tíber, atento al momento en el que se descorre el telón y Giordano Bruno, vistiendo una brillante túnica blanca, sobrevuela el escenario acunado por la música de las estrellas. Así fue como lo concebí y así espero verlo. No le pregunté a Giuda cómo se llama el actor que lo encarna.

La obra estaba sepultada , me digo entre dientes. Salvada in extremis del fuego. ¿La arrojé al fuego? No estoy seguro. Yo estaba dominado por la ira. Frustrado. Hace tantos años.

Creía que no la había concluido. Y, sin embargo, hoy, sé que está viva.

Ayer pude conversar por teléfono con Paolo Giuda. Era la primera vez que lo hacía. Se alegró cuando le confirmé que, muy pronto, nos veríamos en Roma. Me dijo también que había presenciado el ensayo general de la representación. Estaba excitado y percibí en el tono de sus palabras un íntimo bienestar.

¡La luna enrojece el escenario! —evocó, eufórico—. Imagínese. La «Cabeza de Medusa» de Caravaggio presidiendo el salón de los jueces inquisidores con sus togas de rojo sangre...

¿De veras?

Tampoco le pregunté por el actor que encarnaba a Caravaggio. ¿Y la mujer que hacía de reina?

¡Qué belleza, profesor Nublos! —exclamó el presidente del Circolo.

Le dije a Giuda que había conocido, hacía mucho tiempo, a don Luigi Noccioli.

—También él fue presidente del Circolo —comenté.

—Lo sé, lo sé —respondió.

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Tenía curiosidad por conocer su reacción. Había tenido noticias de que el padre de Giuda fue amigo de il doctore Noccioli.

—Ese hombre cambió mi vida —dije.

Tuve la impresión de que Paolo Giuda entendió mi interés por hacerle saber que mis relaciones con el Circolo Popolare Giordano Bruno se remontaban a varias décadas atrás, cuando mi primer viaje a Italia, en 1975. ¿Fue realmente en el 75? El año en que conocí al profesor.

—Don Luigi —dije— poseía una casa en la Campania. ¡Y un dogo! Grande como un caballo. Ya anciano, caminaba apoyándose en un bastón. Él supo antes que nadie que yo pretendía escribir una obra de teatro sobre Bruno. ¡Y también conocía la misteriosa relación entre nuestro Giordano y el gran Caravaggio! Y la historia de los amantes…

—Mi padre lo tenía por un hombre sabio —repuso Giuda.

—Lo era. ¡Sin duda!

Creo que sonrió al decir:

—Lo recuerdo, vagamente, de cuando mi padre me llevaba al Circolo y me abandonaba en una gigantesca biblioteca con una claraboya de cristales tintados de verde y rojo. Yo apenas tenía entonces diez años y lo aguardaba allí, rodeado de libros. Un día apareció con don Luigi, agarrados del brazo…

Calculé que ahora Giuda tendría unos cincuenta, aunque por su voz me pareció un hombre mayor.

Chapurreo el italiano, pero me alegré de que Paolo Giuda

hablara inglés.

Fue Olga, mi exsecretaria de cuando fui decano en la facultad de letras, la que me dijo que el presidente del Circolo era profesor de arte en una politécnica de Roma. Confieso

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que Paolo, llámeme así, me causó una grata impresión. Respiro hondo al recordar tan benevolente sensación; es un alivio admitir que todos mis temores eran infundados. Los contactos de Olga con la gente del Circolo constituyeron la definitiva evidencia de que nadie me había engañado, o quiso engañarme y no pudo. En algún momento llegué a creer que todo era falso en su apariencia de extraordinario, un montaje ideado por seres malvados que pretendían reírse de un solitario profesor jubilado. «Le tienen en una gran consideración y respeto, don Martín» me dijo Olga. Sus palabras me reconfortaron.

Ya estoy en la fila de embarque.

Hace un par de días encargué en una imprenta rápida que me encuadernaran los ciento cincuenta y seis folios del manuscrito original, con estampaciones doradas en portada y lomo y tapas de piel de ternera envejecida (eso me dijeron). Pagué una buena suma al joven que hizo el trabajo para que se esmerara y lo terminara en el plazo convenido. Quedó perfecto, una pequeña obra de arte. «Al Circolo, eternamente bruniano». Escribí la dedicatoria con una estilográfica cargada con tinta negra. La misma que utilizaba en el Decanato para firmar la correspondencia oficial. Me emocionó hacerlo. «Por fin la utilizo para algo serio», recuerdo que pensé.

Me había dicho Olga que los del Circolo iban a costear una edición de mi obra coincidiendo con su estreno mundial, pero sobre ello no hablé con Giuda. Quizá tendría que habérselo agradecido. Lo haré cuando lo vea. Al estampar la firma, bajo la dedicatoria, en el primer folio del original, me deslumbró un pensamiento: «No sucumbí a cuarenta años de cautividad; siempre fui leal a él». Ahora puedo dar fe de ello.

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Compruebo otra vez, antes de entrar en el finger, que todo sigue en su sitio en el exterior, que unos obreros con mono azul se afanan en llenar de combustible la panza del pequeño asteroide, con su enorme franja roja en el ala de cola rematada por otra de color violeta. Estoy solo, de pie, en el vértice de un círculo en el que cientos de murmullos entretejen los zumbidos de un panal de asteroides con forma de orca, bajo la colosal bóveda de un arcoíris sostenido por arbotantes amarillos. ¿De veras que voy a volar a Roma? ¿Y si el avión se pierde por las avenidas del espacio? Imposible que mi memoria pueda precisar ahora cuándo volé por última vez, pero sí cuándo lo hice a Praga. Recuerdo que mi buen amigo Gerardo Hervás me dijo, antes de emprender ese viaje, que me precipitaba en el abismo. ¡Oh, Praga, qué tumultuosa experiencia!

El abismo lo veo ahora.

Una azafata hace un nuevo llamamiento por los altavoces a los pasajeros del vuelo de Iberia con destino a Roma. Los últimos témpanos de dudas se deshielan. Me siento capaz de recomponer todas las notas del concierto que no he dejado de escuchar (confieso que al principio con cierta confusión) desde el pasado 22 de mayo (el día que recibí la carta con la invitación), ahora sin desafinar. En cada minuto que transcurre mis neuronas se agitan un poco más dispuestas a producir en el lugar más inaccesible de mi cerebro el plasma gaseoso de la vida. ¡De la vida! El solo de violín de mi vida que se desliza por la rampa aceitosa que conduce a la última puerta sin pestillo. Alguien me habló, hace tiempo, de esa puerta. ¿Amelia Yates? ¡Londres! Hay tanto que recordar… Regreso al pasado cuando el avión —el asteroide, la gran orca voladora— despega y creo levitar. Él levitaba. Y levitará

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en el montaje de mi obra el día del estreno. Hace unos días recordaba el momento en que lo hizo (impulsado por mí) en el acto tercero, ¿escena segunda? ¿O fue en el cuarto? Sigue injertado en mi parietal un minúsculo retoño del Método Universal de Bruno que intenté en vano aprender. ¡Qué importa ahora que no lo consiguiera! El Método, cuyo ejercicio perseverante me permitía escuchar su voz recitando versos en el valle de la luna que lleva su nombre. El Método para dotar al mundo de una nueva memoria.

Ocupo el asiento 4A del Airbus. Ventanilla. A mi derecha, una anciana, más o menos de mi edad (creo que soy más joven), se dirige en italiano a una de las azafatas. La anciana, con un foulard verde de seda enrollado a su cuello, está sorda y grita para hacerse oír. «¡Agua!». Por fin, la atienden. Sonríe acompañándose de un gesto casi dramático. Engulle hasta cinco cápsulas. «¡Magnífico!», le aplaudo. Rugen los motores. Yo saco del bolsillo un Lexatín, se lo muestro y lo trago, sin más. La mujer observa mi nuez. Se extraña de que ingiera la píldora sin agua. ¿Cómo es posible?, me interroga con ojos desorbitados. «¡Bravísimo!», exclama. ¡Es encantadora! Debo entrar en una especie de coma inducido dentro de diez minutos. Antes, tuerzo la cabeza y hablo moviendo con exageración los labios para hacerme entender, ella muy atenta, casi hipnotizada:

—A los sesenta y ocho años, mi elegante señora, los viajes son rutinarios, verificables, insustanciales, nada que ver con aquellos desplazamientos iniciáticos de hace cuatro décadas, cuando éramos jóvenes, ¿no le parece?

Ella escucha mis palabras con interés, suspira y luego asiente varias veces, pero no sé si me ha entendido.

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—¿Y si le dijera que doy comienzo en este instante a mi último viaje?

No, la mujer no entiende, o no sabe, o no escucha, pero le entusiasma (lo parece) no entender, o no saber lo que pretende comunicarle el autor de El Hombre de la Luna, invitado de honor al estreno mundial de la obra. Qué bien que suena.

—¿Ha oído usted hablar de Giordano Bruno? —pregunto, elevando el tono de voz.

¡Me ha entendido!

—¡Yo también soy de Nápoles! —exclama la anciana con alborozo—. Por cierto, ya se ha restaurado el Corpo di Napoli, en memoria del dios Nilo, monumento al que Giordano veneraba, antes de ser destruido. El resultado es maravilloso. ¿Lo conoce?

Sigo forzando el tono de voz:

—¡Yo intervine en su restauración!

—¿De veras? —pregunta ella, ingenua.

—Modestamente —contesto con gesto grave—. Le entregué mil liras a un joven que recogía dinero en una pequeña urna.

—¡Mil liras! —exclama la anciana, pendiente de mis labios.

—¡Hace más de cuarenta años!

—¡Una fortuna!

—Todo el dinero que llevaba encima. —Muevo la cabeza de arriba abajo y frunzo los labios.

—¿Y cómo se las arregló para regresar a casa?

—Un buen amigo de Nola me prestó dinero.

—¡Nola!

—Allí nació nuestro héroe —asiento con la cabeza.

—¡Oh, sí! ¿Sabe una cosa?

—Dígame, señora…

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—Creo que su rostro se le parece al de Giordano Bruno en una de sus estatuas.

La señora me observa con expresión de indefinible ternura. Che gioia incontrare qualcuno come te sulla strada —dice, y hace reposar varios segundos su mano en mi hombro. Propina varias palmaditas. Luego gira su cabeza, la apoya sobre el respaldo del asiento y cierra los ojos. Despierto y ella sigue dormida.

Miro por la ventanilla del avión: el azul del mar rompe la línea blanca de la costa italiana como ballenas enloquecidas que intentan suicidarse. Es inevitable recordar aquel día lejano en el que intenté quitarme la vida.

ROMA. AEROPUERTO DE FIUMICINO.

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Arrastro una maleta con ruedas en cuyo interior guardo el manuscrito de mi obra prensado entre dos camisas blancas y un esmoquin de solapas ajadas que incluí en el equipaje a sugerencia de Concha, mi asistenta, por si se terciaba utilizarlo. No sé cómo me quedará después de tanto tiempo. La última vez que me lo puse fue en un homenaje que me rindieron compañeros de la Complutense.

Me siento pequeño, lo soy, no tanto, un metro ochenta y dos, caminando hacia la salida sin saber dónde he de detenerme, reducido a una mínima expresión de mí mismo.

Me amenazan otra vez las dudas. Los aeropuertos son como el Laberinto de Creta, no sabes si va a aparecer de pron-

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to el Minotauro. Qué hago aquí, en este hormiguero de seres tan concentrados en sus tragedias personales, como hormigas teledirigidas por un infalible instinto.

Sigo las indicaciones, exit, las flechas, pero el punto de encuentro que busco no es el final sino el principio, siempre el principio, y vuelta a empezar.

Una fuerza interior me jalea, ánimo Martín, conforme avanzo entre grandes murales de monumentos que reconozco, de iglesias y palacios renacentistas que he visitado en otros viajes anteriores, ¡la Piazza Navona!, de rincones romanos en los que improvisé soliloquios iniciáticos cuando era joven. No hay ningún panel de la estatua de Giordano Bruno. ¿Seguirá siendo uomo pericoloso?

En el exterior se expande una neblina que se colorea de azul cuando se funde con la luz del vestíbulo hacia el que camino. Algunos de los murales reproducen las siluetas de los campanarios de Roma con sus cúpulas azucaradas. Desfilan ante mi cuerpo, que se desliza etéreamente por una cinta transportadora.

Supongo que alguien exhibirá, a la salida, un cartel con mi nombre: «Martín Nublos». Quizá quienes aguarden mi aparición en el vestíbulo me lleven directamente al teatro Tordinona. Me pregunto si conservará su antropología de prisión del terror. ¿Y si llego hasta la salida y nadie me espera?

Al final de la cinta se me acerca una gentil azafata de tierra con uniforme azul y gorra paramilitar.

¿Es usted Martín Núbilo?

Me encanta cómo ha pronunciado mi apellido. Dice que trabaja en la sala VIP del aeropuerto. Mi rostro experimenta tal sorpresa que provoca en el suyo, maquillado con pericia, una incontenible hilaridad.

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—Nublos… Pero me gusta más Nubilo, señorita. ¡Si pudiera cambiarlo lo haría, créame!

—Lo siento.

—¡Oh, no! Suena muy bien, de veras.

—Perdóneme, signore.

Habla un perfecto inglés, operístico. Detrás de la azafata aguarda un hombre que ha estado observándome con impaciencia. Se acerca con lentitud desenvainando una leve sonrisa y al mismo tiempo conteniendo, me parece, ese ardoroso despliegue de efusividad tan propio de los italianos cuando saludan por primera vez a un desconocido. El hombre viste traje de chaqueta con corbata negra y roja, me tiende la mano, enérgico, inclina la cabeza, la mantiene agachada varios segundos. Creo que se ha emocionado al verme.

Escucho mi nombre en dos gargantas que hablan a la vez: la de la azafata y la del hombre que la acompaña. Él se llama Constantino Melani y dice con cierta soltura, casi recitando un verso, que es miembro de la junta directiva del Circolo. Vicepresidente, resalta después. Me da la bienvenida en representación de la institución y del presidente Paolo Giuda, al que un inoportuno ataque de lumbalgia —explica con gesto de sincero disgusto— lo tiene postrado en la cama y lamenta no haber podido acudir en persona a recibirme, como hubiera sido su deseo. ¡Qué fatalidad! Yo también lo lamento, y reconozco mi torpeza al no saber expresar como debiera esa contrariedad.

—Gracias.

—Un gran honor —dice Constantino Melani.

—El honor es mío.

—Bienvenido a Roma, professore.

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Agarro el asa de mi maleta de mano. Avanzo entre la comitiva de recepción con aire de hidalgo. Giro la cabeza a derecha e izquierda. La gente, sorprendida por el tumulto que se ha originado de repente, tal vez imagina que soy alguien famoso, un actor de cine, pongo por caso, un político europeo, un poeta que regresa a casa tras una larga ausencia, un comisionado de los inmigrantes de Lampedusa, qué sé yo, todo menos un profesor universitario jubilado, un autor teatral que desconocía que lo era.

Junto a mí, Melani me invita con un gesto de la mano a seguir el camino que abre la azafata de tierra en una dirección que sospecho no es la de salida.

Se disipan mis dudas cuando, tras recorrer un centenar de metros por un pasillo flanqueado por curiosos, siempre precedidos por la elegante joven, esta abre la puerta de un salón que parece el luminoso vestíbulo de un hotel, y al instante mis ojos sufren el deslumbramiento de decenas de cámaras fotográficas que disparan sus flases a escasos metros de mi cara, ¡My God!, ¿y esto?, pregunto al anfitrión y orgulloso Constantino.

Distingo, al menos, tres cámaras de televisión. Y, por detrás, una docena de personas que aguardan de pie a saludarme.

—Son periodistas —dice Melani.

—Ya —respondo con sequedad.

—Hemos organizado una rueda de prensa, ¿le parece? Su presencia en Roma ha despertado un gran interés.

Mientras estrecho manos y se encadenan los disparos de las cámaras y de los móviles, la inercia de seguir los pasos de la azafata me conduce a un espacio ligeramente elevado con tres sillones de diseño. Por indicación de la azafata, me siento en

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el del centro. A la derecha lo hace Constantino Melani y a la izquierda la refinada joven, que ocupa su lugar con el recato de las pianistas antes de iniciar un concierto. Es precisamente ella la que empieza a hablar en medio de un silencio plúmbeo. Se llama Caterina y representa en la improvisada recepción a la autoridad del aeropuerto, muy honrada, explica, por la presencia en Italia del profesor español y autor teatral Martín, duda, Nublos, tuerce la cabeza, me observa, sonríe, yo asiento.

¡Nublos! —proclama, desinhibida.

Melani está nervioso, pero complacido por el despliegue. Sus manos en movimiento encuentran una primera fuente de inspiración:

—Es un honor —dice, mayestático— para el Circolo Giordano Bruno , para Roma, para Italia, contar con la presencia del autor de una magistral obra de teatro. Una obra dormida durante más de cuarenta años y rescatada por el Circolo , con revelaciones históricas que se anudan en una deslumbrante historia de amor.

Yo asiento, ingrávido, abducido por una extraña fuerza magnética. Me llama la atención una mujer. A lo lejos. Aparto de ella los ojos al percatarme de que Melani sigue hablando de mí.

El anfitrión recuerda a los periodistas que el estreno mundial de El Hombre de la Luna será pasado mañana, que el Circolo ha contado con las inestimables colaboraciones del Instituto Italiano para la Defensa del Renacimiento y el departamento de cultura del ayuntamiento de Roma.

—Y qué voy a decir yo —reflexiono en voz alta desde mi solitario sillón, atosigado por las miradas de quienes aguardan a que hable.

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—No se preocupe, diga cualquier cosa. Y luego, que pregunten ellos —me susurra al oído Constantino.

Creo que lo mejor es empezar como si estuviera en una de mis lecciones sobre don Pedro Calderón de la Barca. No tengo otra salida. Es lo que hago, carraspeo, templo la voz:

—Los dioses me envían para contar una historia escrita en el lenguaje de las estrellas.

Demasiado solemne, pienso. Pero puede resultar…

Un espumoso murmullo recorre la sala.

—Muy bien, muy bien, siga —insiste Melani. Lo miro y asiento con la mirada. Melani me propina una palmadita en el hombro. Tranquilo, amigo. Y vuelvo a hablar, en tono grave:

—No son palabras mías. Así empieza la obra que va a estrenarse en el Tordinona. Habla Giordano Bruno. Yo soy un viejo profesor de literatura clásica española. Es él quien se descuelga desde el espacio con su toga blanca. Véanlo en el escenario. Imagínenlo, si acaso. Giordano ha regresado. Es un dios humano. Un dios cargado de dudas. ¿Creen ustedes en Bruno? De veras. ¿Creen en él? Quien no cree en Bruno no cree en la libertad. Fueron varios jóvenes, como ustedes, amantes de la libertad, quienes reinsertaron a Bruno y su legado en la historia hace más de ciento cuarenta años, cuando se erigió su estatua en Campo dei Fiori. Costó mucho levantarla. Intrigas. Envidias. Fanatismo. Permítanme decirles que no será un personaje de ficción el que descienda sobre el escenario pasado mañana. Giordano regresa de verdad en uno de sus asteroides. Dispuesto a hacer una revolución universal. ¿Sabían ustedes que Bruno tiene su cráter propio en la luna? ¡Y dos asteroides que llevan su nombre! ¿Y que él hacía viajes astrales?

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El profesor Martín Nublos viaja de Madrid a Roma para asistir al estreno mundial de una obra de teatro, de la que es autor, en la que Giordano Bruno y la reina Isabel I de Inglaterra son sus amantes protagonistas. La obra la escribió hace cuarenta años, durante un proceso de alienación que le hizo creer que Bruno se había reencarnado en él. Tentado por el suicidio y la frustración al no entender el Método Universal del filósofo para implantar la Revolución de la Mente, quemó cientos de folios y documentos y enterró la obra.

Nada más llegar a Roma, gira una visita a Campo dei Fiori, donde el hereje fue quemado vivo por la Inquisición romana. A los pies de la estatua de Giordano, se encuentra con una atractiva y misteriosa mujer, Halina, cuya presencia da paso a un diálogo en el que se desvela que el encuentro ha sido minuciosamente preparado.

La oculta pasión que pudo cambiar el curso de la historia

mirahadas.com I N S PIR I N G UC R SOI I T Y ISBN 978-84-19723-64-2 9 788419 723642

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