Tras la sospecha

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TRAS LA SOSPECHA

Andrés García Sosa

Los psicólogos no me caen mal. No pesa sobre mí los prejuicios que tiene mucha gente sobre ellos. Loqueros, vividores, engañabobos… Me parecen una profesión más a respetar, y lo digo en parte por experiencia propia. Tengo ya cuarenta y ocho años, y he recurrido a ellos en tres etapas diferentes de mi vida. La primera en mi adolescencia, luego rozando la treintena y, por último, hace diez años.

Reconozco que no fueron tratamientos muy duraderos, pero dos de ellos me sirvieron para salir del socavón en el que estaba metido. El primero por ansiedad ante el colegio, y el último para vencer el divorcio en el que me vi metido en mi primer y único matrimonio.

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Sé que los testimonios de gente que ha recurrido a un psicólogo y que no les ha servido de nada son infinidad. Quizás fueran a ellos casi esperando resultados milagrosos, y no amigo, esto no funciona así. Milagros a Lourdes. Tienes que acudir a esos profesionales con una mentalidad totalmente abierta y sincerarte todo cuanto te sea posible, eso de guardarte el meollo de la cuestión por miedo o vergüenza no es un buen negocio. No voy a disertar más sobre la validez o no de los psicólogos, sé que se preguntarán por qué empiezo este relato así. Lo hago porque ayer mataron en su consulta a uno de ellos en la calle Ruiz de Alda.

Para los estadistas diré: Varón de treinta y nueve años, 1,76 de altura, 82 kilos, soltero, pero lo importante es lo siguiente:

Apareció muerto a las ocho y treinta y seis de la mañana, cuando la propietaria del piso de al lado encontró la puerta de su despacho abierta. Tocó a la puerta. Silencio. Volvió a tocar entrando unos pasos. Más silencio. Dobló hacia la izquierda y encontró al psicólogo tirado en el suelo tras las sillitas que hay ante su mesa de trabajo. Estaba tirado boca abajo y en una posición antinatural. El brazo derecho estirado hasta casi salirse del hombro, el otro brazo debajo casi soportando todo su peso y una pierna haciendo casi un ángulo de cuarenta y cinco grados respecto a la otra.

Ante el dantesco panorama, lo de siempre. La mujer que no toca nada porque no es tonta, salida en estampida hacia su casa, telefonazo a nosotros con voz temblorosa y un tanto atropellada…

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Llegó primero una patrulla que lo que hizo más que nada fue montar guardia ante aquella puerta. No es que fueran cortitos, pero a ellos no les pagaban por investigar muertes. El subinspector Ramírez llegó a las nueve y cinco e hizo un somero estudio del escenario del crimen. El psicólogo presentaba una brecha en la coronilla que casi parecía la cordillera andina, tenía un agujero enorme del que había manado un montón de sangre que se extendía hasta casi el pecho. No le hizo falta reflexionar mucho para sacar la conclusión que el hombre le dio la espalda a su agresor y este le golpeó con fuerza con un objeto contundente y romo, un objeto que Ramírez juraría que se había llevado para ponérnoslo un poco más difícil. Dos horas después lo pudimos confirmar. El hermano del muerto echó en falta un pisapapeles de su mesa, uno de bronce que casi serviría para inventar una nueva disciplina deportiva junto al martillo o disco. Ya cuando llegué yo, el forense y el juez, concluimos que los dos habían discutido y el pobre psicólogo tuvo la temeridad de dar la espalda a su asesino, posiblemente asqueado de discutir, y es que, según parece, era un hombre tranquilo que huía de la vulgaridad y la estulticia. Tras una hora de inspección del escenario, efectivamente no encontramos el objeto homicida. Los de la científica buscaron huellas por todos lados y tomaron muestras de la sangre, pero me jugué una cena con Ramírez que solo sería esa mancha sanguinolenta cosa del finado.

—¿Cómo estaba la cerradura? —pregunté a mi colega.

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—Intacta. Nadie la forzó. Veremos si hay huellas en ella.

Todo estaba en orden. Parece que no hubo forcejeo o lucha en aquel despacho de veintidós metros cuadrados. Era de decoración austera, pero me gustaban los cuadros en él, tres en concreto. Uno de una casita junto a un lago con abetos de fondo, otro de un jarrón con tres flores blancas y, por último, uno recreando La última cena de Jesús.

Una de las cosas que encontramos en su mesa fue su agenda. Nombres, fechas y horas. El ordenador se lo llevaron los informáticos, y esperaba que fuera tan interesante lo que hubiera en él como el informe Warren.

En el bolsillo derecho de su pantalón estaba su móvil. Se encontraba intacto. En las últimas 48 horas había recibido dieciséis llamadas y realizado once. Aún no hemos tenido tiempo de analizarlas, pero entre las entrantes había diez de su hermano. Lo convocamos este mismo día a las once y media en comisaría. El hombre insistió en recibirnos en su casa, pero no le dimos el gusto. En comisaría, las suturas de los nervios o miedo se deshacen y permiten que el interrogado meta la pata o se precipite. Las citas en domicilios las llamamos «blancas», esto es, cuando hay que comunicarle la muerte de un hijo a su madre o la de un amigo íntimo a su colega.

Una cosa de su teléfono sí nos llamó la atención. Tenía llamadas a prostitutas, a las cuales visitamos, tres en concreto, y nos dijeron que sí, que había contratado sus servicios sexuales, pero únicamente en sus respectivos burdeles. Nadie se escandalizó más de lo necesario porque el psicólogo era

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soltero, no lo retenía ningún compromiso de consorte. El hecho de ser putero a un par de amigas mías les parecería fatal, no aprobaban la explotación de mujeres, o en cualquier caso el consumo de prostitución, pero yo, qué quiere que les diga, habiéndome codeado con violadores y asesinos en serie, los puteros me parecen unos santos.

Entre su wasap también encontramos mensajes subidos de tono, muy subidos, diría yo. Eran con dos mujeres de más o menos su edad llamadas Carolina Mesas y María García. Se declararon amigas del muerto, y una de ellas, María, reconoció que se estaba acostando con la víctima. Lo dijo sin complejos, ella estaba soltera y tenía una mentalidad totalmente abierta para practicar cualquier experiencia sexual que le viniera en gana. La otra, Carolina, con cara a veces de enfado y otras de vergüenza nos dijo que ella era amiga del psicólogo, pero que de los mensajes no pasaba, solo era diversión, le daban morbo. Ella era casada y no quería cometer un estúpido desliz con alguien que le caía bien, pero que en realidad físicamente no le gustaba.

Entre la estantería del lado derecho del despacho había diez libros de una escritora tinerfeña de novela negra. Los libros estaban perfectamente delineados y colocados con mucho tacto. Los otros libros parecían estar puestos al azar, pero estos aparentaban que merecían un trato especial. Vimos que dos estaban dedicados, el primero con recato, la típica dedicatoria escueta sin saber bien qué decir, y la segunda ya era mucho más personal y profunda.

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Yo conocía a esa autora, Mercedes Playés, y no solo porque tuviera un físico que abducía a cualquiera por lo agraciada que era, sino porque me había leído un libro de ella. Soy un buen lector, aunque la novela negra ocupa un diez por ciento solo de mis lecturas. Nada que ver lo que aparece en esos textos con la realidad, incluso me he reído mucho leyendo esas obras por desencaminadas o torpes. A mí en realidad me gusta la novela histórica o de aventuras, me apasiona sumergirme en la Edad Media o en el Amazonas. Incluso, hace dos años, me dio por empezar una novela sobre el Renacimiento, pero la dejé en la página cincuenta y ahí está, muerta de risa en mi ordenador. Si me decidí por el Renacimiento es porque es una etapa de la Humanidad que me apasiona, ese culto a la belleza y esa creatividad a borbotones que destilaba. He estado en su principal país, en concreto en Roma, Florencia y Venecia, y me encantaron, sobre todo estas dos últimas. La capital de la Toscana destila arte en cada uno de sus rincones, y no me pesó ir solo a ella porque tiene mil tesoros por descubrir y no te aburres ni te cansas de ellos. Venecia merece, quizás, una mención aparte. Algunos me decían que sus canales estaban sucios, o que los japoneses la tenían invadida, pero no, cuando yo fui encontré el agua cristalina y no me topé con aglomeraciones, pudiera ser porque fui en marzo, temporada en teoría baja. Solo diré que desde el primer instante en que puse pie en esa ciudad me pareció un sitio mágico, tenía un encanto especial que no había percibido en ninguno de mis viajes.

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Volviendo al tema de la escritora tinerfeña, tendría que hacerle una visita, porque esa devoción que tenía el psicólogo por ella no era del todo normal.

Tendríamos que revisar por supuesto su teléfono fijo. No iba a pedir permiso a un juez para ello. Primero por ser una chorrada, y segundo porque no iba a esperar ni 24 horas para hacerlo. Visto lo visto en su móvil, no descartaba encontrar algo interesante en él, aquel hombre daba la impresión de llevar una doble vida, o cuando menos secretitos que podrían resultar jugosos caídos en nuestras manos.

La vecina que encontró el cuerpo nos dijo toda la obra y milagros de aquel hombre.

Llevaba con su consulta tres años, y en su opinión era un tipo un tanto extraño. A unos vecinos los saludaba con una sonrisa, y a otros ni los miraba. Una semana vestía pulcramente y a la siguiente aparecía desaliñado. Eso sí, sobre su valía como psicólogo parece que no había dudas. Se extendió al poco de abrir su despacho el comentario que era un gran psicólogo. Un hijo de un vecino de ella fue durante tres meses a su consulta y salió de allí regenerado y con una mentalidad nueva. Era presa de la ansiedad, trabajaba como vigilante en la Universidad y prácticamente desde el primer día un ansia asesina se enroscó en su garganta. Era víctima continua de taquicardias y subidas de tensión, el insomnio era casi permanente. En definitiva, estaba realmente mal. Acudió al psicólogo como si fuera la última bala en su recámara, ya estaba desquiciado, y los tres meses con él le hicieron superar

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aquello, parece que con terapias de choque y ejercicios muy simples pero realmente certeros.

Si esto podría parecer más bien anecdótico, había un hecho que sí podía ser significativo. A su vecino le visitaban mujeres de dudosa reputación, se notaba a la legua que eran prostitutas. Que no le preguntara cómo era posible que un hombre de su perfil se expusiera a que todo el mundo hablara de aquello, más lógico hubiera sido que él acudiera a Mahoma antes que Mahoma a su montaña, pero ella no iba a disertar sobre ello y aquello estaba más que comprobado por más de dos y de tres. Y no solo era eso, había una mujer que entraba cada dos por tres en su casa sin tener pinta de ser prostituta, vestía muy bien y tenía unos ademanes muy educados. Era muy atractiva. Parece que era también psicóloga, que se habían conocido en una convención de salud mental celebrado en un hotel de Las Canteras y que había nacido en Madrid, pero llevaba quince años viviendo aquí. Importante el hecho de que una vecina parecía que habló una vez con ella y que le dijo que se llamaba Susana.

En definitiva, el doctor parecía un Don Juan muy peculiar y de dudosa moral, pero ella no se escandalizaba, que ya estaba curada de espantos. Además, todos allí sabían que él estaba soltero, por tanto, con una libertad plena.

Su consulta era muy frecuentada, allí se rumoreaba que podría estar atendiendo actualmente a más de veinte personas, y por las apariencias se podría decir que tanto valía para un matrimonio en crisis como para un esquizofrénico para -

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noide, desde una madre preocupada por una hija anoréxica a un taxista enganchado a la cocaína y al sexo de pago. Era un todoterreno. Y más le valía, porque el alquiler de una consulta allí debía rondar los ochocientos, y es que estaban en la mejor zona de la ciudad en un edificio con mármol y suelos de parqué. Antes de él, allí habían trabajado un médico, pediatra concretamente, y un abogado estirado y cerrado como él solo.

Para terminar, apostilló que ella no creía que su muerte se debiera a sus visitas sexuales, pero tampoco ponía la mano en el fuego por ello, que había proxenetas muy violentos o prostitutas muy extrañas, aparte de que no sabía si aquella elegante señorita estuviera casada o con algún novio celoso.

Toda aquella información se podría quedar en comida basura o en un manjar, aún no lo sabía. Ahora, tres horas después del asesinato, me disponía a interrogar al hermano del muerto. Vivía en un barrio en el quinto demonio. Entre eso, y que lo quería presionar un tanto, le cité en comisaría.

Mientras llegaba, fui a hablar con el comisario Esteban Santana. Era un buen hombre, pero tantas presiones y problemas le habían agriado algo el carácter. Entré en su despacho y me hizo pasar sin darme ni las buenas horas. Estaba sudando y tenía una cara de circunstancias. Le hice un resumen del asesinato del psicólogo. Hizo el jocoso comentario que no sabía si reír o llorar. Reír por alguien que le robaba el dinero a la gente, y llorar por lo que conlleva un asesinato en forma de presión de la prensa y los políticos.

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Me salí con un farol, le dije que tenía la intuición que a este criminal lo íbamos a coger pronto. Temí que Esteban estallara en una carcajada, pero curiosamente acogió mis palabras con seriedad. Me dijo que le resolviera el caso en 48 horas, por el bien mío y de su hígado y vejiga. A cualquier otra persona lo hubiera mandado a esparragar, pero a él le dije que haría todo lo posible, que no tuviera ninguna duda sobre ello.

A las once y cuarenta llegó a comisaría. Se llamaba Octavio Fernández. Lo hice pasar a mi despacho, le quise ahorrar el mal trago de meterlo en una sala de interrogatorios. Al fin y al cabo, el hombre estaba de luto.

Se sentó ante mí con parsimonia, parecía más enfadado que dolido. Agachó la cabeza y la levantó lentamente soltando un suspiro.

—Buenos días, Octavio. Antes de nada, darle mi pésame.

—Gracias, inspector.

Era grueso y presentaba el pelo grasiento. Vestía una camisa azul remangada hasta los codos y cercos de sudor ya se asomaban por sus sobacos.

—¿Cuándo se enteró de la noticia? —pregunté mecánicamente. En casos así es lo primero que se suele preguntar. Las siguientes preguntas serán lógicamente para calibrar al hombre. En fin, lo habitual.

—Me llamó mi madre a la media hora de encontrarse el cuerpo. —Suspiró de nuevo—. Sobre las diez. No me lo podía creer. ¿Quién —preguntó levantando la voz—, quién ha hecho esto?

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—En eso estamos —dije, y tuve la tentación de hacerle exactamente la misma pregunta tal cual la hizo, pero quedaría casi de cachondeo—: ¿Tiene usted algún sospechoso?

—Pues no. Yo no conocía a nadie que le guardara rencor. Era honesto a carta cabal. Sabía tratar a la gente con tacto. —Esbozó una triste sonrisa—. Se notaba que era psicólogo.

Le iba a preguntar si llevaba una doble vida, reculé mentalmente para no importunarlo, pero enseguida recapacité.

¿Qué demonios? Había un muerto de por medio y estaba en mi despacho.

—¿Podría llevar él una doble vida?

Negó rápidamente de derecha a izquierda y se llevó una mano al mentón.

—Para nada. No creo que él tuviera vicios. Era un hombre sano. Si fuera así, para mí sería una gran sorpresa. Tenía la mente muy bien amueblada. —Se mordió el labio superior—. Sí, ya sé que me dirá eso de que las apariencias engañan, de que habrá conocido a gente que parecía limpia, pero que estaba sucia hasta las cejas…

Reprimí una sonrisa por llevar la razón.

—Usted lo ha dicho. Ya he visto de todo. Y desde luego en estos momentos no descartamos nada. No quiero que a los tres meses me estalle en la cara alguna sorpresa por exceso de confianza.

—Y hace bien, inspector. Ese es su trabajo.

Tenía los ojos rojos, supongo que por la falta de sueño y por lágrimas, pero no quise decirle nada.

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—¿Es cierto que llevaba tres años trabajando en aquella consulta?

—Exacto. Tres años. Le iba perfectamente porque estaba reputado como uno de los mejores psicólogos de la capital. Creo que ahora trataba a más de veinte personas.

—¿Conoce usted a alguno de ellos?

—Ahora no. —Apretó la mandíbula—. Hace dos años le envié al hijo de un amigo mío. El chaval era realmente introvertido. No tenía amigos y se pasaba el tiempo recluido en su casa. Apestaba a suicidio. Cuando hablabas con él le temblaba la voz y rehuía tu mirada.

—¿Y le fue bien?

—No se convirtió en presidente del Gobierno —comentó irónicamente, y yo no se lo reproché—, pero el chico se volvió más sociable. Hizo dos o tres amiguitos y hasta se sacó de la chistera una amiga especial, no novia, pero ya para él eso era un gran paso. Evidentemente decidí cambiar de tercio.

—¿Desde cuándo ejercía de psicólogo?

—Desde hacía doce años. Ya sabe que él era relativamente joven. Solo cuarenta. Se licenció en Granada Cum Laude y tenía un Máster en comunicación intrasocial. Y deje que le diga una cosa.

—Adelante…

—Siempre se quejó de que en su profesión había mucho intrusismo profesional. Enfermeras, gurús, gente a medio terminar la carrera, etc., que tenían una consulta

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abierta viviendo del cuento. Y usted sabe tan bien como yo que eso era cierto. Asentí con el gesto.

—Pero —continuó— no se granjeó ningún enemigo por esa visión de las cosas. Ya le dije que no tenía enemigos por ser diplomático e incluso conservador.

—Él se casó y se divorció… —dije porque tenía que frenar aquella verborrea que nos estaba llevando a descentrarnos un tanto del objetivo, aunque varias veces en mi vida disertaciones extrañas me habían llevado a meollos de la cuestión.

—Sí, señor. Él se casó en 2012, pero se divorció en el 2016. La verdad es que tuvieron casi cuatro años de noviazgo y todo iba bien, pero ya sabe que una cosa es ser novios y otra compartir techo las 24 horas. Él se quejaba que cuando se casaron ella cambió y aspiraba a que él hiciera lo mismo hasta en los más mínimos detalles, desde cómo vestir hasta qué gente frecuentar.

—Entonces, fue ese el motivo del divorcio…

—Básicamente sí. Parece que se enamoró de una persona y quería convivir y cuidar a otra.

Aquello resultaba cuando menos curioso.

—¿A qué se dedica ella?

—Ella es contable en una empresa de productos cárnicos. Es una mujer inteligente y culta. Escucha a Wagner o Vivaldi y lee a Tolstoi o García Márquez.

—¿Qué empresa es esa?

—Productos cárnicos Domínguez.

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Apunté aquel dato en un cuaderno. Tenía que preguntarle una cuestión de manual.

—Si ella quería cambiarlo, ¿eso significa que se llevaban mal o cuando menos discutían?

—Le seré sincero. El último año había caras largas y más discusiones de las deseables. Estaban abocados al divorcio.

—¿La considera capaz de atentar contra él de alguna forma? Realizó una mueca extraña, que no sé si era desagrado o burla.

—Sinceramente no la considero capaz de darle un golpe en la cabeza con un objeto contundente. Pero no solo a mi hermano. La considero incapaz de matar ni a una mosca. Le faltan redaños.

—¿Seguro?

—Totalmente.

—¿Qué relación tenían en estos cuatro años, después de su divorcio?

—La relación era distante. Casi no se veían. La última vez fue hace dos años en el cumpleaños de ella. —Sonrió—. Se puso melosita y un tanto nostálgica. En cualquier caso, debe saber que ella se casó de nuevo, hace dos años.

—¿Con quién?

—Con un abogado que tiene un bufete por la avenida Rafael Cabrera. Parece que es de los mejores.

—¿Cómo se llama?

—Antonio Herrera.

Apunté también ello. Le haría una visita.

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—Doy por hecho que su hermano actualmente no estaba con nadie…

—Que yo sepa no. No mantuvo una relación seria desde que se divorció.

—Solo alguna relación esporádica… Al hombre le incomodó la pregunta.

—Sí, algo esporádico, pero no sé con quién. Ahí no le puedo ayudar. Pero no creo que su asesinato tenga que ver con alguna de esas relaciones.

—Usted cree eso, pero nosotros no lo podemos descartar. Agachó la cabeza, molesto.

—¿Qué actividades de ocio tenía su hermano?

—Jugaba al tenis en el Club Natación Altavista, iba al teatro Cuyás y acudía al Gran Canaria Arena, aparte de ver mucho fútbol por la televisión. Siempre fue un deportista integral. De joven practicó fútbol sala, baloncesto y voleibol.

—¿Era socio del Altavista?

—Sí señor. Desde hacía seis años. Estaba muy contento de poder nadar en su piscina Olímpica, de jugar al pádel o al tenis o de ver el fútbol en su sala de televisión de 75 pulgadas.

—Usted no conocerá el nombre de alguno de sus amigos…

—Sé que jugaba al tenis con Luis Urquijo y a veces se iba a tomar unas copas con Pedro Yáñez, de la calle Víctor Hugo, 56.

—Pues muy bien, Octavio. Nada más. Gracias por venir.

—De nada, inspector. Atrápelo cuanto antes y luego sáquele los ojos.

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Un psicólogo es encontrado muerto en su consulta. El inspector Arturo Ortiz sospecha que el arma homicida ha sido un pisapapeles que ha desaparecido de la escena del crimen. Solo halla unas pisadas y sangre del tipo cero positivo, que no pertenece a la víctima. Hay una sospechosa, la escritora Mercedes Playés, cuyos libros ocupan un lugar destacado en las estanterías del psicólogo. A los pocos días aparece otra víctima, Ezequiel, un artista bohemio que encuentran acuchillado en su apartamento. Inmerso en muchas dudas, el inspector recibe la noticia de que el abogado del primer muerto ha sido estrangulado en su domicilio.

Arturo concluye que las tres muertes están relacionadas.

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