Comacón - Cacín forever

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COMACÓN Cacín forever

Miguel Ángel Pérez Abad

Cuando me habló M. Ángel del proyecto de este libro, mi vena cacineña se activó, y otra vez se despertaron mis recuerdos y mi ilusión por darle vida a aquellos tiempos vividos en nuestra infancia y que parecía que, por aquello de que lo pasado, pasado está, había que conformarse y aceptarlo como cosa perdida.

De inmediato le respondí a M. Ángel que contara con mi colaboración y apoyo para hacer realidad ese deber o devoción que se aplica a sí mismo de mantener, vivos en la memoria, los recuerdos de nuestra primera patria.

Cacín es ahora como una carcasa con poca chicha (palabra de nuestro glosario). Solo se ven las casas donde vivieron casi dos mil almas y ahora no llegará a doscientas. Y qué poco ruido dan. Todas las calles son silenciosas, raro es ver una persona por ellas, no hay bares, los niños tampoco se ven. Es necesario un funeral para que la gente salga y se den el pésame.

Cuando voy, hago preciso pasarme por la Moncloa, único lugar en el pueblo para interrelacionarse. Se encuentra al fondo del paseo enfrente de la iglesia. Es un intento de templete reducido a cuatro pilares que sostienen una techumbre rematada con tejas a cuatro vertientes. Cubre un espacio cuadrado de unos 40 metros con bancos adosados a dos lados. Allí se reúnen, cuando el buen tiempo lo permite, los cuatro cacineños mayores que todavía por sus propios pies o con sus artilugios auxiliares (bastones, muletas, caminadores o sillas de ruedas), pueden acercarse.

Cuando me siento con ellos, las conversaciones siempre se van al pasado, y revivimos aquel tiempo en el que estábamos todos. El pue-

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PRÓLOGO

blo tenía vida, había ajetreo, los niños jugaban y corrían por doquier, las bestias con aguaderas acarreaban agua del río, los bueyes de Machuquino tiraban del carro pausadamente paseo arriba, la sinfonía la ponía el balido de las cabras y ovejas volviendo en busca de sus crías para amantar y comer grano en el cebero y ramón fresco, la campana de la torre de la iglesia marcaba el paso del tiempo, y así el pueblo rezumaba vida. Pero la gente ya no está, familias enteras se fueron y no han vuelto, o en el mejor de los casos algunos de ellos vienen en la feria.

Y precisamente en la verbena de la feria aparecen personas tan queridas y recordadas en este libro como Pitos, Pepe «Cuchillas» y Pepe el «Chato de Abelardo» cantaores de la copla y el flamenco, y Bernardo el «Bardo».

Nos encontramos después de más de 50 años. «Pitos» vuelve con su acordeón y sube al estrado de los músicos y nos deleita con unos pasodobles que no hay alma que se resista a bailar. Emocionante la estampa; y me acuerdo de Úrsula, de Cien años de soledad cuando decía «es como si el tiempo diera vueltas en redondo y hubiéramos vuelto al principio». Nos reconocemos porque en nuestro físico, ya un poco cabizbajo, algo permanece, la mirada, la expresión, los gestos… y charlamos y soñamos recordando aquellos tiempos:

Cuando subíamos al Cortijo del Amo, inmenso caserío que desde lo alto de la cuesta parecía como un gigante que vigilaba a su sumiso pueblo. Contemplábamos el atardecer. Los rayos del sol abandonaban el pueblo y río a media tarde, y una sombra cada vez más intensa iba germinando y trepando por el tercio del «Encargao» devorando las lomas vestidas de amarillo por el último sol.

Cuando íbamos al pino piñonero, acalorados por la caminata, nos tumbábamos bajo su tupida e inmensa sombra y después extendíamos nuestros brazos sobre su tronco y tocándonos con las yemas de los dedos lo abarcábamos entre tres.

Cuando nos zambullíamos en el río, y como nutrias desaparecíamos bajo el agua, y al poco salíamos con cangrejos en las manos y hasta en la boca con sus pinzas abiertas en busca de nuestros dedos.

Cuantos «cuándos» podríamos recordar; pero esto es un prólogo.

Solo permíteme, M. Ángel, que mencione dos temas que necesito sacarme y aprovecho esta rendija que me ofreces. Lo haré muy concisamente.

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La antigua iglesia, el crisol donde se fraguó nuestra historia, era templo, panteón y camposanto donde se asentaban nuestras raíces; torre maciza y robusta con su soberbio campanario del que salían los toques nítidos y profundos de las horas, de las misas, duelos y hasta rebatos, y que se perdían en los horizontes; nave única con coro, balaustrada de madera y artesanado mudéjar de cedro; altar elevado con cuatro peldaños sobre el suelo de la nave y balaustrada; en el eje central de la nave, en mármol blanco, se hallaban las lápidas de los marqueses Salvatierra y Benjumea fallecidos. A las espaldas de la iglesia se encontraba el cementerio con lápidas y recuerdos de nuestros antepasados lejanos. Todo se fue a pique a principios de los años sesenta. Se destruyó y se expolió cuanto se quiso. Nada se sabe del artesanado, balaustradas y puerta principal. La diáspora. Como un azote bíblico, el pueblo se quedó sin alma. Tras la guerra civil en los cuarenta y cincuenta, Cacín prosperaba e incluso fue un pueblo receptor de familias que se asentaron procedentes de los pueblos colindantes; jatareños, forneños, agroneños, turreños y otros. La parcelación del latifundio de los marqueses y la distribución de las parcelas entre los cabezas de familia que antes habían sido jornaleros del marqués, dieron vida y trabajo, que se fue intensificando con el cultivo de la remolacha azucarera e incluso el tabaco. Cuántos camiones venían a cargar remolachas para descargar en las fábricas de azúcar de la vega granadina. Era un acontecimiento que nos emocionaba a los niños, que contemplábamos embobados las berlinas, tonelaje y potencia de aquellos camionancos.

Se cerraron las fábricas de azúcar, y se acabó el cultivo de la remolacha. Comacón pasa a ser un pueblo de pura subsistencia y de una economía cada vez más precaria. Solución: buscarse la vida en otros lugares; y así emigran familias enteras, principalmente a Bruselas, Onís, Vitoria, Terrassa, Mallorca.

Y ahora me dirijo a Comacón.

Este libro está escrito con cariño y ternura. Miguel Ángel hace uso de su pluma más exquisita y sensible para volcarse en su Comacón, y desgranar minuciosamente el día a día, el momento preciso de cada acontecimiento, y fotografiar con la máxima nitidez aquella realidad, a recordar o, mejor dicho, a volver a pasar por el corazón, como él dice, aquellas vivencias.

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No es un libro de la historia del pueblo, ni de su geografía y economía. Ya se escribió de ello en el libro Jirones en la Historia de Cacín y el Turro. Con bastante acierto, pero también algo incompleto. Queda aún historia de la que hablar.

Es el libro de nuestra patria pequeña, de la que forma parte de nuestra identidad, de la que está en nuestro ADN, en nuestro yo.

Sirva a muchos de los lectores para revivir su infancia, a los más jóvenes para conocer curiosidades, juegos, anécdotas de sus padres y abuelos y a los foráneos, la historia e idiosincrasia de un pueblo antes de la emigración.

En definitiva, este ha sido el mundo donde se ha forjado parte de nuestra vida, donde han nacido, vivido y descansan nuestros seres queridos.

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Llega un momento en que no se puede dilatar ni demorar más lo que hay que hacer. Y hay que «mandar parar» y acometer la tarea pendiente. En mi caso, me refiero a escribir este libro sobre mi pueblo, Cacín, su paisaje, su historia reciente, y, sobre todo, su paisanaje. Máxime cuando, como dice Ayala, la patria es la infancia. La mía transcurrió en Cacín, que, por tanto, es mi patria. Es un pequeño pueblo que no mucha gente conoce. Se ubica en el poniente granadino, a unos 40 km al oeste de Granada, a 12 km de Alhama, a 6 km del Pantano de los Bermejales, y a 14 km de Ventas de Huelma. Si se va desde Granada, hay que tomar el desvío en esta última población, Ventas de Huelma, sita al final de una recta que va desde la Malá (actual «Malahá») a Ventas, de 8 km, y que, por su longitud y linealidad, denominábamos «el chorizo». A partir de Ventas se transforma en una carretera local, revirada y estrecha, que los que somos de allí conocemos como la palma de la mano. En unos 8 km llegamos a Ochíchar, cortijada en otro tiempo próspera que albergaba a varias familias que trabajaban para el «señorico» de la zona, D. José Quesada. A partir de Ochíchar, nos restan otros 6 km que descienden al valle en el que, arropado por alamedas que fertiliza el río, se halla el pueblo. Visto desde arriba, es un grupo de casas no excesivamente numeroso que anidan en un remanso de ese río que ha ido horadando esa vaguada. A vista de pájaro, es un lugar agreste, salvaje e idílico, entre montes y cerros, quedando limitado por el Cerro de la Cruz al oeste, el «Pingurucho» al sureste, los tajos del río que bajan del Pantano de los Bermejales al sur, los cerros de los Cortijos la Tana, Rosado,

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INTROITO

Martínez, Porras y Pocapaja al oeste, y la continuación del valle hacia el Turro y Moraleda de Zafayona al norte.

En esa bendita zona me crie yo, en un tiempo (años 50-60-70) en que contaba con alrededor de 1800 habitantes, que progresivamente irían menguando hasta llegar a los menos de medio millar actual: la emigración se cebó en él, como con tantos otros; y multitud de cacineños iniciaron la diáspora en busca de una vida mejor, aterrizando en Barcelona, Vitoria, Onil (Alicante) y Bruselas, etc. Yo también emigré, para estudiar en Granada, con la vista puesta en el progreso que refiere Miguel Delibes en El camino, cuyos entrañables personajes «el Mochuelo», «el Tiñoso» y demás, bien podrían haber tenido a Cacín como escenario de sus andanzas. Esa primera época, en que aún el grueso de la población se encontraba bien afincada en la tierra, constituye el marco de lo que aquí se irá narrando y exponiendo.

Quizá la razón principal de este trabajo sea precisamente dejar constancia de la existencia de seres que en la distancia y el tiempo adquieren la categoría de personajes míticos, y que, a través de este libro reciben el merecido homenaje: a su desmesura, a su bravura, a su originalidad, a su peculiaridad, a su unicidad, a su mera y legendaria existencia. En efecto, como se irá viendo a lo largo de la narración, mi querido pueblo es una mixtura feliz e improbable de la Comala de Juan Rulfo y el Macondo de García Márquez. En su virtud, llamémosle «Comacón», designación que considero atinada, y que da título al libro.

Concluyo este proemio con una advertencia: los hechos que aquí se cuentan son escrupulosamente verídicos, lo cual no está reñido con la pizca de fabulación necesaria en momentos puntuales en que la memoria —ese «centinela del cerebro», como decía Shakespeare— flaquee en sus poderosos y esforzados trabajos; y, así mismo, algunos nombres serán intencionadamente ficticios, para evitar susceptibilidades. En cualquier caso, declaro que todos los personajes de esta obra han sido tratados con un inmenso respeto, con una enorme ternura, y siempre con todo afecto y cariño.

Allá vamos.

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LA CANDELARIA

Si tuviera a mano la máquina del tiempo de HG Wells, el día 2 de febrero viajaría 55-60 años atrás, y allí estaría con mis colegas en la plaza de la iglesia, al atardecer, pertrechado de varios «manchos» (brazados atados de atocha —esparto— seca con mango de pleita) y «zorras» (figuras de ídem hechas de idéntico material por nuestros abuelos), a los que pegaríamos fuego y arrojaríamos hacia el cielo, lo más alto que pudiéramos, una y otra vez, hasta que se consumieran.

Previamente, desde la vuelta a la escuela en enero, habríamos ido todas las mañanas, antes de la hora de entrada, en grupos afines, a arrancar atocha a los montes circundantes, a fin de tenerla preparada para quemarla el día de la «Calendaria». Esa era la forma de celebrar la festividad.

Recuerdo con emoción los preparativos de esa tarde de pequeños incendiarios sueltos, la adrenalina (que antes se llamaban «ansias») de arrojar el «mancho» o la «zorra» lo más alto posible sin quemarnos, el espíritu de libertad que se respiraba esa tarde en que podíamos jugar a conciencia con lo prohibido, el cuidado extremo e inadvertido que la tribu nos dispensaba esa tarde, lo cual no impedía algún que otro pelo chamuscado.

Esas tardes amables de fuego eran honradas por todos los chaveas, que hacíamos un alto en nuestra rencillas y querellas (peleas, pedradas, etc.) para sumergirnos en la orgía de aquellos pequeños incendios, el barrio de la iglesia y el barrio de «poca harina» hermanados en un breve paréntesis, que al día siguiente continuaríamos con animosidad redoblada…

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Miguel Ángel Pérez Abad

Así nos divertíamos, a precio cero, alcanzando paroxismos de alta intensidad.

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EL CHARRO

Allá por el 1962, andábamos una serie de colegas reunidos en conciliábulo en la casa del Charro, del barrio de «Poca harina». Entre los conspiradores, el Charro, obviamente, y su primo Paquillo «Feliciano».

El Charro era un niño algo consentido y de posibles, entrado en carnes, de espíritu alicorto, y parco de ánimos; aun así, era envidiado por todos nosotros, porque tenía siempre los últimos gadgets, los últimos adelantos; en este caso, una bicicleta nuevecica y flamante que acababa de comprarle su padre, y que le había traído esa misma noche en la «Alsina». La había dejado estabulada en la cuadra, reluciente, colorida y brillante cual diamante.

Su primo Paquillo «Feliciano» era uno de los menos espabilaos del pueblo, con cierto retraso mental, pero que defendía lo suyo con eficacia y contundencia. Tenía un peñón de una tonelada en la esquina de su casa para majar esparto, y los críos lo molestábamos diciéndole que esa noche le íbamos a robar el peñón: primero nos correteaba a pedrada limpia (¡buena puntería tenía el malandrín!), y luego se quedaba toda la noche guardando el peñón de su esquina sentado, alternando entre el peñón que él consideraba en inminente peligro, y el tranco de su puerta.

Con estos antecedentes, hallábamonos aquella noche fatídica (especialmente, para el Charro), acordando la salida a por atocha del día siguiente.

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Miguel

—Mañana, a lah 8 en la era ‘e Feceh, ¿ehtamoh? —dice el Charro. ¡Ehtamoh! —respondemos al unísono.

—Primo, yo tam’ién voy —se apunta Paquillo Feliciano.

—Tú no vieneh —replica el Charro con su pachorra.

Proseguimos nuestro parlamento, sin advertir que Paquillo Feliciano se había ausentado. De pronto se oye un trancazo en la cuadra, y un ruido de cacharrería y roturas varias. Corrimos a la cuadra a averiguar el motivo de tamaño estruendo: Paquillo Feliciano había cogido un «menchinal» y había partido la bicicleta impoluta y nueva por la mitad de un estacazo certero. El Charro, que no administraba el estrés muy bien, se descompuso literalmente ante aquella espantosa visión. Los demás, huimos de allí como pudimos, salvando el pellejo ante las acometidas de Paquillo Feliciano, que seguía blandiendo el «menchinal».

Una vez refugiados en nuestras casas respectivas, nos fuimos a dormir entre acongojados y desternillados de la risa. Y pensando que «mañana sería otro día»; también para el «probetico» Charro.

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RAJOLUMBRE

Con este portentoso sobrenombre de reminiscencias bandoleriles conocíamos al querido Paco Pepe, de natural disparatado, y, a la par, ganador de nuestros afectos. Era igualmente conocido por «el Pegaso pelón», por su pelo «recogido» y su afición de fingir que conducía un supuesto camión, con frenos de aire que accionaba figurada y repetidamente, mientras detenía el ficticio artefacto con gran estrépito y «chiflidos» de los mencionados formidables frenos de aire que gastaba su camión; incluso lo aparcaba cuando encontraba espacio suficiente para albergar el enorme ingenio mecánico.

Porfirio, su hermano, portaba un volumen menor, por lo que se le denominaba «Biscúter», e incluso algunos lo apelaban «Garbancito», sin más aditamento.

Aquel invierno de 1964 fue especialmente crudo; era normal encontrarnos los campos cubiertos con una escarcha que nos hacía tiritar aquellas noches sin calefacción ni nada por el estilo, una vez que las bolsas de agua caliente que, para calentarnos las camas, nos preparaban nuestras madres perdían el calor de las aguas que hacían hervir sus blandas gomas. Hasta los animales se rebullían incómodos e inquietos en sus corrales y zahúrdas ante las acometidas de aquel duro invierno.

Paco Pepe mostraba desde infante un afán inventor en el sentido amplio de la palabra: su manera de deshacer entuertos era pergeñar artilugios varios que procuraban soluciones ideales a problemas acuciantes y

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palpables. En este contexto, ante la evidencia de que sus marranos pasaban un frío atroz, decidió ingeniar un sistema de calefacción para ellos. Se encerró en la zahúrda con lo que en Cacín se llamaban «los guarros», logró mantener la verticalidad, inmerso en el «lapachero» inherente y propio a tal estancia, y enganchó varios cables entre sí, entrelazándolos, hasta pertrechar la zahúrda con una maraña de hilos de cobre que parecían tener la capacidad de aportar calor a aquellos pobres animalicos. Cuando tuvo todo dispuesto, llamó a la familia para que presenciara la maravilla de su invención. Pero algo debió calcular inexactamente; porque, cuando efectuó la prueba del algodón, o sea, enchufar el cableado a la luz, el resultado fue un chisporroteo descomunal, fuegos artificiales con truenos y aparato eléctrico (nunca mejor dicho) incluido, plomos fundidos, y una humareda que impedía la visión dentro de la zahúrda, donde se oían chillidos desesperados y agónicos de los pobres gorrinos. Cuando se disipó la niebla y se pudo colegir lo que allí dentro había acontecido, se descubrió que los gorrinos habían fallecido electrocutados, arrojando sus últimos estertores entre géiseres, fumarolas y olor a quemado. De esta manera, el primer intento de poner calefacción a los cochinos fracasó; y ese malhadado año, los chorizos, morcilla, salchichas, jamones, paletilla, lomos de orza, tocinos y demás hubieron de ser comprados en la tienda, con gran quebranto económico para la familia… y para los costillares del gran «Rajolumbre», quien, a partir de ese día, se ganó aún más nuestro cariño y admiración, como el ser portentoso que era.

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GUILLERMO DE POCAPAJA, AKA «TARZÁN»

Lo anterior me trae a la memoria a mi vecino Guillermo, alias «Tarzán» por su aspecto selvático, que fue el primero en comprarse un tractor. Era un Lanz. Los «enteraíllos» del pueblo le preguntaban, mirando y remirando el tractor, rodeándolo en sus fingidas examinaciones, y sopesando sus poderes:

¿Cuántoh caballoh tiene’l Lan, Guillermo?

Harto de esos sabihondos tan repetitivos y mortificantes, Guillermo replicaba:

—¡Cuarenta caballoh … ¡y una potra!

A partir de ese día, y puesto que era algo «intolerante/terco» de oído, se le conocía con el apelativo cariñoso de «el Sordo potra».

Este Guillermo, originario del cortijo Pocapaja, era de gran bravura, y sin duda también algo montaraz y asilvestrado. Aparcaba el tractor delante de su casa, con remolque y todo, cuesta abajo, para arrancarlo por la mañana a racha, pues el Lanz era duro de «inicializar»; con la previsión de —en evitación del relente—, tapar la chimenea con un saco de plástico de nitrato de Chile, y un pedrusco encima, para que no se volara. Sabedores de ello, los niños calzábamos el Lanz con piedras por la noche, para no perdernos el es-

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Hubo un tiempo en que las personas campaban de sol a sol bajo los cielos amables —y a ratos implacables y agridulces— de su territorio conquistado; que practicaban ritos ancestrales y costumbres inveteradas; que seguían un patrón de vida más cercano al medievo que a la modernidad; que, en suma, vivían y morían con dignidad, sobriedad y elegancia. Personajes que, examinados con los parámetros de nuestro tiempo, adquieren hábitos y trazos de leyendas y mitos, en tanto que intangibles, inalcanzables e inexplicables, desaforados, rebeldes y esquivos a silogismos y lógicas. Este libro es una obra coral y poliédrica en el que multitud de voces y ecos conforman una comunidad en la que paisaje y paisanaje se confunden, como un puzle que se adornara y completara con los susurros de un río que arrastra los turbiones del tiempo. Este es el humilde y sincero tributo del autor a aquellos admirados y portentosos seres de reminiscencias rulfianas y garciamarquianas que habitaron Comacón – Cacín.

«El pueblo tenía vida, había ajetreo, los niños jugabanycorríanpordoquier,lasbestiasconaguaderas acarreaban agua del río, los bueyes de Machuquino tirabandelcarropausadamentepaseoarriba,lasinfoníalaponíaelbalidodelascabrasyovejasvolviendoenbuscadesuscríasparaamantarycomergrano en el cebero y ramón fresco, la campana de la torre delaiglesiamarcabaelpasodeltiempo,yasíelpueblorezumabavida.Perolagenteyanoestá,familias enterassefueronynohanvueltooenelmejordelos casosalgunosdeellosvieneenlaferia.

Este libro está escrito con cariño y ternura. Miguel Ángelhaceusodesuplumamásexquisitaysensible paravolcarseensuComacón,ydesgranarminuciosamenteeldíaadía,elmomentoprecisoyprecioso de cada acontecimiento, y fotografiar con la máxima nitidez aquella realidad, a recordar, o mejor dicho a ‘volver a pasar por el corazón’, como él dice, aquellasvivencias...».

mirahadas.com I N S PIR I N G UC R SOI I T Y ISBN 978-84-19859-01-3 9 788419 859013

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