Cuando perdí mi pequeño país
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Mi pequeño país durante muchísimos años permaneció oculto; para poder llegar a él había que recorrer senderos de tierras muy antiguos, formados de arcilla, de piedra y de fina arena. A ambos lados y en el borde del camino principal, se levantan viejos árboles de un bosque espinoso, que buscando ganar los preciados rayos del sol, sus ramas han chocado entre ellas y con sus hojas han tejido un túnel que brinda una fresca sombra a todo ser vivo que lo transita, en especial en el mes de mayo, cuando las temperaturas son muy altas.
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Y aunque mi pequeño país no estaba lejos de una importante villa de aguas termales, muy pocas personas sabían de su existencia, incluso su localización en un mapa no era exacta.
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Mi país es de un tamaño muy pequeño, es una porción limitada de tierra, a la que algunos llamarían «finca», otros tantos «rancho o alquería», y al que la mayoría llamaría «viña».
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Yo le llamo «mi pequeño país» porque en él solo gobierna la flor y las reglas estrictas para respetar la vida de toda planta o animal que lo habita.
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En mi pequeño país el aire se impregna de olor a violeta que desprenden las borlitas amarillas de los espinosos arbustos del huizache.
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Por las noches, las diminutas flores blancas del matojo del vara dulce llenan el aire obscuro con el aroma del jazmín.
En mi pequeño país la mayor parte de la vegetación que cubre la tierra no despierta hasta que comienzan a caer las lluvias. Entre la vegetación y las flores, crece el anís de monte, una hierbita que desprende un olor muy agradable.
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Me gusta prepararme té de anís con miel de abeja cuando por la tarde baja la temperatura, así que también corto algunos matojos de esta hierbita,
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