un señor de pueblo Tiburcio,
(Vivencias, anécdotas y reflexiones en tiempos de pandemia)

Decuando todavía quedaba tiempo para preocuparse por la ordenación del territorio y no te daba la risa. Por aquel entonces proliferaban los que decían que lo mejor que se podía hacer en muchos pueblos era pasar la excavadora y dejarlo todo expedito. Todavía no se barruntaba la que se nos venía encima. Punto de inflexión donde todo sujeto que tenía casa en un pueblo tenía un tesoro. Sobre todo, si había patio o corral. Y como dijo el gran Calixto Bodeguero: «ya si eso lo vamos vi-viendo». Y fueron viniendo los que casa tenían. Volvieron a la vida. Las unas y los otros, dicen. Hablar por hablar. Vete a saber.
Tiburcio se siente apenado. Acaba de declararse república de sí mismo y mañana piensa exiliarse dentro de su propia casa, si es que se deja entrar antes de salir. Vamos, que tiene una empanada de las gordas. Pero no es por cuestiones meramente territoriales, que ésas ya las tiene superadas, a la espera, eso sí, de la afamada ordenación –algo de lo que se habla todos los días a la hora del café, tanto o más que de la despoblación–. Y, lo que le pasa de verdad, es que ya no tiene fuerzas para seguir repartiendo sabiduría de las cosas de antaño. Es, lo intuyo, predicador de un desierto, lo cual parece verídico viendo cómo ha transcurrido el año, donde el agua se dibuja en las entelequias. En fin, que
se ha coronado como rey de consenso en una federación particular, añadiendo que las incongruencias él se las aplica como le vienen en gana, sumando ya 154 medidas correctivas.
Está, lo intuyo, desesperado, sopesando cómo la muerte y el recuerdo de los difuntos se ha convertido en un circo de telarañas y parques temáticos de centros comerciales. Son otros tiempos, le dicen, principalmente los que ya superaron con nota la defensa y las tradiciones culturales de la patria chica. A lo que hay que añadir los que le tildan de conservador, de hombre anclado en el pasado. De risa, pero es así.
Está bajando la guardia, pues barrunta que la globalización traerá de paseo, en breve, al señor de rojo tirado por renos, mientras caen por el precipicio de la indiferencia danzantes, joteros y contadores de cuentos a la lumbre y el brasero. Da igual, todo se puede superar mientras tengamos Wifi, que ahí está la madre del cordero, que también dejó de ser churra hace mucho.
En fin, acaba de hacerse fuerte en el castillo de sus recuerdos y lo está dejando todo bien atado en su cuaderno de bitácora, por si alguien, en día incierto y venidero, tiene a bien escanearlo por partes para convertirlo en pdf y mandarlo por mail. Claro que, nuestro protagonista, ve más factible que reboten lo suyo a la mierda oculta de un agujero negro donde impere el ostracismo y el olvido. Cada perro que se lama sus heridas acaba de comentarme y que allá nos las vayamos componiendo. Es su día.
Ybailando pues me cambia de tercio, que no de Flandes, pero como dijo Marisa Tornera: «como tenga que bajar yo a buscarlo la vamos a tener». Y la tuvieron, vaya que si la tuvieron. O no.
Dice nuestro sabio particular que, para vivir contento, lo mejor es hacerse el jumento. Añade que es una opción muy saludable porque a veces es preferible ser agradable ante los demás que tener razón. Son las reflexiones del señor Tiburcio, cuya sabiduría es discutida en algunos mentideros y solanas. Y, realmente, le fascina que le critiquen a sus espaldas, pues muy pocos le entran de cara y a pecho descubierto.
La verdad, todo sea dicho de paso, no es algo que se aplique para sí mismo, pero lo aconseja a quienes no quieren mojarse en exceso. Dice que estamos en los extremos: los que están todo el día opinando –incluso sin contrastar– y los que son capaces de compartir el criterio ajeno con tal de no pronunciarse. Es la vida misma, afirma en sus tertulias. Como siempre, ratifica contundente, la virtud es axioma y el equilibrio es la pomada que más calma y que fructifica en puntos de encuentro. Algunos están condenados a entenderse, pero les encanta enredar. Cosas de nuestro líder.
Ahora bien, con lo que no puede es con los tocapelotas pasivos: que ni comen ni dejan comer. Son los espectadores que jamás
harán nada. Están ahí para juzgar al prójimo, desde la barrera y, por norma, tienen sus palmeros y sus emisarios. Menuda raza, según palabras textuales y se queda tan jándalo, pero sin emigrar.
En fin, a su edad, asevera, no está para pijadas y dice que en una sociedad de lo políticamente correcto conviene, de vez en cuando, llamar a las cosas por su nombre. O sea, al pan toma y al vino daca. De lo contrario podemos entrar en una espiral sin retorno donde la noche sea día y el negro sea blanco. Eso sí, calarse tanto termina por pasar factura porque siempre hay sujetos que levitan en la trastienda. Ojo, dice. Están junto a nosotros, y, cuando menos lo pienses, estás sangrando de heridas que desconocías tener. No es su caso.
Y supongo que en sus tesis habrá mucho de postureo, de bagaje, de situaciones variadas que le han permitido decir lo que dice sin caer el palillo de la boca mientras apura el coñac. Es posible que se trate de un mecanismo de defensa y, por otra parte, produce un cosquilleo interno en los otros. O simplemente, envidia cochina.
Cuando se marcha deja en el aire un silencio repleto de ruidos y toses.
Tiene callo. Báilalo.
Aunquemuchas veces el silencio te puede hacer llorar. Ya lo dijo Sebastián Tinajos: «si tu casa ves arder y en tu culo un hormiguero…» O algo así. Que tampoco debe venir muy a cuento, creo.
Mirar desde el quicio de la puerta y llorar por un pasado que se rompe de presente ante tus ojos. Impregnarte de aromas que ahora saben a rancio pero que siguen llegando a tu memoria tan frescos como elocuentes en su indolencia pasajera. Sentir que la calle vacía se ausculta de cuerdas vocales a raudales en sonajeros de vaivenes y anda jaleos de marimorenas. Escudriñar el paso lento para hacerte llegar a los sitios otrora cercanos y perdidos en el horizonte inmediato a trescientos metros. Dibujar sonrisas extemporáneas en los estertores del minuto siguiente sin saber a ciencia cierta dónde para la razón y dónde la gente ausente. Cavilar circunspecto sobre las promesas de redención rural y entonar el mea culpa en lo tocante al fuero interno. Hacerse el loco desde el renglón torcido por ver si tienen enmiendas las misivas tantas veces lanzadas desde el precipicio de un balcón oficial.
Rellenar los huecos con masa madre en la espera incruenta de redentores que vienen y se van, como si estuvieran formulados bajo el sortilegio de unos ojos muy de Guadiana. Mojarse la cara
para que siga seca de planes y provisión ante la ignorancia que no supo o quiso explicar que otras formas de vida eran posibles. Pero quedan valientes, se dice. Es lo que le mantiene: la perseverancia en su credo, a pesar de todo y de nada.
Así se levanta y siente hoy Tiburcio, oteando lluvias lisonjeras desde la puerta omitida de su larga experiencia; desde su vejez, porque es tan viejo como diablo, tan astuto como silente en su abrumadora alocución de gestos y mangas sin corte ni confección. Todo sobra. Es lo que hay y lo que transmite. Un mensaje que se esconde tras la botella que lanza al aire y que se hace revoloteo infinitivo para nunca caer al suelo. Algo así como una suerte de máxima sin oropeles ni subterfugios. La verdad descarnada, apuntalada para que sea recogida cual mies madura o bofetada figurada e insípida. Restan vocablos, farfulla de manera nítida.
Ni siquiera quiere público para explicarse. En su afán no cabe evangelización alguna, ni reproches, ni respuestas. Por no plantear no se erigen interrogantes, que parece más provechoso cortar queso añejo para balbucear en vino joven al calor de la trébede.
Y,en sin darte cuenta. O sí, vaya. Alguien dijo algo y nos encerraron para taparnos la boca. Más miedo que Carracuca, pero no por feos. Por recelo y precaución. Se vino armando la marimorena y las ocho de la tarde fue la hora señalada para asomarse al balcón. Es más, como apuntaba Eufrasio Galindo: «si lo sé no vengo».
Dice Tiburcio que el coronavirus no es cosa menor, pero que por sus pagos cuesta contagiarse pues hay muchos días que no se cruza con nadie por la calle. Eso sí, advierte que a su edad cualquier virus o bacteria puede cebarse con su enjuto y encorvado cuerpo, aunque añade que, de no haber palmado en sus años mozos, no le asusta ni nada ni nadie. Ya sabes, chaval, cuando lo del hambre y el pan negro. En fin. Cosas suyas. E insiste: yo nunca me termino de creer las milongas que cuentan los de las noticias, aunque tengo todo el día puesta la radio y la tele. Hacen mucha compañía, tanto o más que el perro. Pero por si acaso, tose para la calle, majo, no sea que me traigas algo de la ciudad. Y esboza una sonrisa picarona. ¿Me has traído el chope con aceitunas que te encargué? Claro, le digo. Es mortadela. Vale. Un mejunje de retales y sobras, pero en barra reciente sabe hasta bueno, afirma sincero. Es por dejar de lado los torreznos, que luego me paso media mañana tirando de hilo dental. Me lo comentó
el otro día la farmacéutica y me va bien, pero acabo antes quitándome la dentadura. Bueno. Yo creo que se está liando usted. No creo yo… ya me callo.
¿Un café? Y pone dos vasos de clarete. Bebe, que viene muy bien para la circulación de la sangre, que es lo único que circula últimamente por aquí, además del pescadero y el de la fruta. No sé de qué se quejan. Yo creo que es mucho mejor, te lo ponen a la puerta de casa, como un Amazon rural. Ah. Muy al día está, señor Tiburcio. Chaval, mira ahí al fondo, junto al tresillo. ¿Lo ves?
Lo veo. Pues me he puesto la Alexa y en el cuello llevo el medallón de la Cruz Roja. Estoy equipado y tengo la despensa hasta arriba de material. Por mí ya pueden decretar la cuarentena. Total, llevo así veinte años. Lo malo será cuando arreglen lo de la España Vaciada y se ponga el pueblo como el día de la fiesta. ¿No quiere que venga gente?, comento entre incrédulo e irónico. A mí me la viene ya resudando, que para lo que me queda en el convento. Lo siento por los jóvenes que se están marchando, aunque tengo dudas de que se quedaran, aunque pudieran. Todavía me conservo, ¿no? ¿Por qué lo pregunta?
Y me señala a la puerta de la vecina. La Antonia se ha vuelto de Madrid. Nunca se sabe. Veremos.
Metidos en harina la cosa se puso enrevesada. Pero nada mejor que mucho genio y mejor talante para afrontar la vida de frente. Como venga. Se apechuga y punto. Algo así decía en su testamento la señora Virgilia: «nada os dejo pues nada tengo, mas por amor que no sea, que tengo el corazón lleno». Y si se descuida la entierran sin ataúd.
Ahora no puedo visitar a Tiburcio. Pero cuando tenemos un momento hablamos por teléfono. Por suerte, todavía se vale y puede salir algún día (o cada tres, comenta) a la compra. Aunque necesito pocas cosas, me dice. Y yo le recuerdo que estamos a su disposición, a la suya y a la de todos nuestros mayores. Eso sí, siguiendo las recomendaciones marcadas y teniendo en cuenta lo que especifican las medidas preventivas, las sanitarias y el real decreto en su conjunto. Telita. A ver qué me dice cuando todo pase, porque pasará. Estoy deseando escuchar sus análisis serenos, sus reflexiones de sabio rural, de hombre que vivió tiempos duros y que ha querido borrar de su memoria las penurias añejas, no así las enseñanzas adquiridas por el bagaje y la sabiduría que otorga el tiempo a quienes ya controlan las manillas del futuro. El caso es que tiene trancada la puerta a cal y canto, que más vale prevenir, añade, por si las moscas. El que quiera algo que aporree la trasera y pegue una voz. Y punto. Pues vale. El caso es que hace lo de
siempre, desayuna su leche con pan, enroja, enciende la radio y pone la televisión. Eh, bien alto, a todo gas, porque estoy un poco teniente, me recuerda. Eso y por fastidiar a Eutiquio, el vecino, que ahora le ha dado por aprender a tocar la dulzaina y no veas qué palizas. Paciencia, le digo. Además, tenga en cuenta que pone voluntad y hasta se ha preparado una versión del «Resistiré» que toca a las ocho de la tarde. ¿No aplaude usted? Cuando acaba, murmura. Qué hombre, genio y figura. ¿Me oye? Sí, que te estoy escuchando, pero es que creo que se está tazando el cable y suena mal la comunicación. No insisto. Esta tarde me ha dado un toque. Estaba jacarandoso. Me ha dicho que como se ha suspendido la Semana Santa da por sentado que también la Cuaresma y que como tiene matanza que irá tirando de material. Le conviene el pescado, don Tiburcio. Y me dice que es «frutariano», que respeta ríos y mares. ¿Y las gambas y langostinos? Son de invernadero, enjereta tan flamenco en la conversación, como si no hubiera un mañana. Al final, me ha preguntado por el «bicho». Que se está liando gorda, ¿no? Poco a poco, superaremos el bache y hasta es posible que el mundo rural se mire con otros ojos.
Cada uno lleve su penitencia, aunque sea confesándose en la despensa y pidiendo perdón entre botes de melocotón y escabeche. Si es que no hay que dar tantas vueltas a las cosas. Más claro no lo pudo decir Raimunda Pérez: «cuando tú vas, yo vengo de allí». No es mal estribillo para una canción.
Dice Tiburcio que aquí, el que más o el que menos, ya está llevando su Cruz a cuestas. Más gorda que la de Ramales, aunque lejos quede tan añeja guerra Carlista de la primavera de 1839. Que yo he leído mucha historia, zagal. Me imagino. La cosa va para muy largo, pero tengo paciencia. Tengo hasta mascarilla personalizada me dice, como si fuera una pancarta publicitaria. Pone que «en el pueblo, como Dios» y que confitarse en lo rural nada tiene que ver con la urbe. Tienen que estar fundidos ya en los pisos, así que no me extraña que añoren pisar el terruño. Ya, pero de momento, cada oveja con su pareja, en casa. Así debe de ser, majo. Bueno, yo he puesto en marcha la bilbaína y me defiendo con mis cosas, hasta unas galletas he preparado. Pena que no puedas venir. En fin, ya no pongo ni la tele. Estoy releyendo novelas del oeste, las de Marcial Lafuente Estefanía. Conozco los finales, pero da igual. Oye. Sí. Hay que ver, qué importantes son ahora los agricultores y los ganaderos. Y otros muchos, digo. ¿Has visto? Las vacas siguen tirando pedos gordos y la
atmósfera sigue igual. Está más clara la atmósfera en las urbes desde que han frenado el ritmo. Ven el cielo y el horizonte. Ya. ¿Cómo será todo después? ¿Vendrá más gente a vivir aquí? ¿El problema era la superpoblación? Bueno, no se apresure, que nadie está libre de nada. Oye. Oigo. Apaga el móvil ése que te controlan, aunque me da que lleváis años vigilados con el trasto de marras. ¿Cuándo podré salir a sentarme en la solana? Coña, que ya me duelen los huesos de estar en el tresillo. Pero si no tiene, que lo quemó en el enroje…
¿Eh? Bueno, lo que sea. Vaya con el coronavirus de las pelotas, se está llevando a mucha gente. Y me apenan los funerales en soledad. ¿Tú crees que darán con la vacuna? Yo a mi edad me veo encerrado hasta la vendimia.
Harán vino, ¿no? Que los taninos son milagrosos. Le diré al cura que haga una rogativa a san Isidro. Eso es para que llueva, don Tiburcio. Precisamente, con la que está cayendo igual surte el efecto contrario. Vale. Y si haces el favor me pides harina y levadura. No queda. ¿Y papel higiénico? Hay. Aunque creo que tengo por algún baúl dos rollos del Elefante. Era como un bífidus, jaspeando cuerpo y alma. Papel de ingrato recuerdo.
Mascarillas o baratillas. Al final tocó poner goma al disfraz y careto al tiempo que se avecinaba. Ya se podía mandar a la gente a paseo, con sinceridad clarividente. Ya lo resumía en su momento Eutiquio Jaramillo: «de fueran vendrán y compañía nos harán».
Dice Tiburcio que hoy se acuerda de Goya y de un cuadro. Hombre, tampoco creo yo que tengamos que ponernos drásticos. No, me dice, bastante cruda es la realidad como para pintarla en un lienzo. Él ya está trabajando su propia desescalada, lo que le hace bastante gracia después de tanto bregar a lo largo de su vida, donde todo fueron cuestas. ¿Ha visto usted que han encontrado sanitarios hasta debajo de las piedras? Eso dicen, señor mío, pero la verdad es que habrá que levantarles un monumento, porque hay que ver lo que están peleando. Así es, asiente con la cabeza. ¿Ya tiene mascarilla? Tengo, pero son baratillas, de las solidarias de la vecindad y muy agradecido. Pero vamos, que no tengo prisa en pisar calle. Si antes apenas salía, ahora me he vuelto ermitaño. Ya veo ya, don Tiburcio. Al menos se escucha jaleo, que los críos corretean y hoy podemos ir todos a paseo. Mucho deportista vamos a ver y mucha zapatilla trasnochada. Es vintage, le aclaro con ironía. Y tose. Es del Ducados, no te confundas. Cambia de tema. En nada nos metemos en verano y se pone el pueblo como una
¿Los pueblos han quedado para el verano y las fiestas? Algunos de ellos han conseguido vivir del turismo en todas sus variantes y vertientes. Otros, se entregan a la causa y buscan nuevas alternativas que generen empleo, manteniendo servicios e infraestructuras. Sin embargo, casi ninguno se libra de la despoblación. A pesar de todo, se resisten a ser llamados la «Espa-
ña Vaciada». Como dice nuestro protagonista Tiburcio: «Mientras quede alguien, no pueden decir que no existimos». Y así nos lo hace saber a través de estas páginas.
Un hombre culto, inquieto, que aborda la realidad del agro a través de la ironía, con humor, de forma agridulce, repasando cientos de situaciones que tienen como epicentro la Castilla de interior, pero que sirven para cualquier municipio pequeño o mediano de cualquier punto de nuestro país. Y lo hace en los meses previos y posteriores a una pandemia que nos ha marcado para siempre.
