Siete a la vez. Cuentos de Carubia

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EL CABIZBAJO

Érase una vez una mujer que vivía en una casa grande y confortable. Su esposo había muerto, pero los vecinos y las personas del pueblo la querían y respetaban. Todos sabían lo amable y atenta que se mostraba con los demás. Aunque no tenía hijos, ni otros familiares, no le gustaba dar a entender su infelicidad.

Una mañana tocaron a su puerta. Cuál sería su sorpresa al encontrarse una cesta totalmente tapada, miró a los alrededores y no vio a nadie. Con un poco de duda la cogió en las manos y exclamó: —¡Cómo pesa!

Cerró la puerta, se fue a la cocina, y puso la cesta sobre la mesa. Terminó creyendo

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que eran alimentos que le había dejado algún vecino. Al levantar la tela que la cubría, se quedó asombrada. Dentro había un niño pequeño, con cabellos de color negro, que dormía con total inocencia.

La señora no podía creer lo sucedido, su corazón empezó a latir fuertemente de alegría. Sin embargo, no tenía idea de quién le había dejado el pequeñuelo en la puerta de entrada a su casa. Sin embargo, sentía que le alegraba su vida solitaria.

De inmediato lo estrechó entre sus brazos, acariciándolo con ternura. Desde entonces, lo cuidaría con amor, aunque creía que en cualquier momento aparecería su verdadera familia a buscarlo; cosa que no sucedió así.

Desde ese momento, la mujer le dedicó gran atención a los cuidados y la educación del niño. En memoria de su difunto marido le puso el nombre de Sebastián. Corrieron los meses, y hasta algunos años; tanto amor le entregaba la señora al chico, que fue descuidando sus emociones, consintiéndolo en sus caprichos. Ni siquiera lo regañaba cuan-

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do se portaba mal. El pequeño solo era bueno con ella.

Sebastián se convirtió en un joven atractivo, pero había desarrollado un carácter poco amigable, mostrándose con mucha antipatía por las personas de la localidad. Ni siquiera las chicas se atrevían a mirarlo cuando pasaban por su lado; se asustaban al pensar que les faltaría el respeto, burlándose de ellas.

Quienes hablaban con Sebastián, solamente lo hacían por el respeto y el cariño que sentían por la mujer que lo había criado como a un hijo.

—¡Sebastián! —lo llamó el hijo del molinero, que al verlo se le acercó.

—¿Qué quieres? —le preguntó.

—Dentro de un mes se celebrará el cumpleaños de mi hermana, ¡estás invitado!

—El próximo mes, seguro que no podré asistir —respondió el desagradable muchacho.

—¡Aún falta tiempo, no dejes de ir! —insistió el otro, muy amable.

—Veré si puedo, pero no te prometo nada, porque siempre estoy muy ocupado —aclaró el maleducado, quien sobre la marcha pensó:

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«¡Tonto de él, si piensa que iré a esa fiesta!».

Pasaron los días, y se fue el jovenzuelo hasta la plaza del mercado, deseando comprar las frutas que su madre le había solicitado.

Sebastián miraba en todos los puestos de venta, y a pesar del buen aspecto que tenían los alimentos, no le satisfacía ninguno.

Por fin se detuvo frente a una señorita, la que amablemente le preguntó:

—¿Qué quiere llevar el joven?

—¡Frutas frescas, es lo que estoy buscando! —respondió Sebastián.

—Entonces, no busques más; aquí tengo frutas frescas y deliciosas que puedes elegir.

El malicioso cogió un melón en las manos, y mirando a la vendedora con un gesto poco amigable, le mostró una sonrisa burlona y le dijo:

—¡Qué error el suyo, mujer, este melón bien que tiene su apariencia, por lo que no puede ser delicioso! —Disfrutó de su insolencia y de su falta de respeto.

La joven llegó a sentir tanta vergüenza por los insultos del indecente, que su cara se puso rojiza.

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Otros vendedores lo observaron enojados, hasta sintieron deseos de expulsarlo del mercado, pero no lo hicieron para evitar problemas. Siguió andando, y en otro sitio compró lo que buscaba. Al llegar a su casa le entregó a su mamá la mercancía, y ella le preguntó:

—¿Te fue bien, hijito mío?

—¡Sí, mamá, me fue muy bien! —contestó mientras recordaba la burla usada en contra de la vendedora, con la intención de molestarla.

Un nuevo amanecer, Sebastián caminaba por las afueras de la ciudad. Sintiéndose cansado se acostó debajo de un árbol de manzano. Estaba tan a gusto en ese lugar que se quedó dormido. De repente le cayó una manzana en la cabeza, dándose un gran susto. Rabioso, sacudió el árbol hasta quitarle todos sus frutos, y el manzano se puso muy triste.

Por allí andaba el hada del manzano, y enojada se le acercó:

—Joven, ¿por qué has dañado el manzano?

—Resulta que estaba acostado, y con los ojos cerrados, cuando la fruta, seguramen-

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te a propósito me golpeó muy duro, y eso no lo puedo permitir —habló Sebastián con insolencia.

El hada, muy disgustada con la actitud de Sebastián, le dijo:

—¡Muchacho maleducado!, ¿acaso mereces respeto? ¡Tienes fama de ser poco amable, y te gusta ofender a la gente sin ningún motivo!

Por primera vez en su vida, el chaval no abrió la boca para decir alguna de sus palabrotas. Hasta ese momento, siempre tuvo la lengua suelta, sin importarle el daño que le causaba a los otros. El hada siguió hablando:

—¡Soy el hada del manzano y te haré sufrir por toda tu crueldad! ¡Desde ahora caminarás con la cabeza baja, para que nunca te olvides que debes respetar a las personas, y cuidar de la naturaleza y todo lo que hay en ella! —Y dicho esto, lo tocó con su varita y desapareció.

Sebastián quería continuar la caminata, pero su cabeza ahora miraba hacia el suelo, sin poder moverla hacia ninguna parte.

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Para que nadie lo viera, decidió esperar hasta que se hizo de noche para regresar a su casa. Su madre, al verlo, se puso muy angustiada.

El muchacho ya no quería salir del hogar por temor a la risa de la gente. En cambio, el joven ya no tuvo más opción que terminar aceptando su enfermedad. Con la ayuda de la buena mujer que lo había criado, entendió que no podía vivir para siempre escondido, y tuvo que salir afuera.

En el pueblo, mucha gente no entendía por qué Sebastián de un momento a otro no movía la cabeza. Cuando lo miraban se compadecían de él; pero no se escapó de que lo llamaran el «Cabizbajo».

Sebastián aprendió a vivir con su defecto. Sucedió que, de repente, se convirtió en un muchacho amable con todos los habitantes del pueblo. Él empezó a mostrarse respetuoso con sus vecinos, así se fue ganando la confianza y el cariño de las personas. Su cabeza, que solamente podía mirar en dirección al suelo, parecía suplicar compasión. No obstante, su mamá llegó a quererlo mucho más;

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el cambio inesperado de carácter de su hijo le provocaba tremenda alegría.

Una mañana el chico descansaba debajo del manzano, y se dio cuenta de que necesitaba tierra. Sintiendo pena de ver sus raíces asomadas, además de las hojas y las ramas marchitándose, comprendió que el manzano se encontraba enfermo, únicamente por su culpa.

Sintiéndose responsable de lo ocurrido, corrió hasta su casa, cogió una pala y dos sacos, los cuales, los llenó con la tierra fértil de un lugar cercano a un arroyo.

Regresó agotado con el peso que traía encima, y aunque se sentía con pocas fuerzas, cubrió todas las raíces. En pocos días el manzano comenzó a verse fuerte y hermoso como antes, de esta manera sus frutos volverían a ser del gusto de todos.

Transcurrieron las semanas con bastante rapidez. De tanto ir y venir haciendo las compras para su madre y otros pueblerinos, se encontró de nuevo con la vendedora que antes había irrespetado. La muchacha, sin guardarle rencor, con entusiasmo le preguntó:

—¿Qué quiere llevar el joven?

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—¡Frutas frescas y sabrosas, es lo que quiero comprar! —le respondió sin levantar la cabeza.

La joven del mercado se conmovió con su desgracia, y le escogió la mercancía con satisfacción. Ella lo ayudó a guardar la compra en la canasta, ya que a él le costaba mucho esfuerzo. Sebastián le dio las gracias y le dejó una propina.

Regresaba del mercado y se tropezó con el hijo del molinero, quien le recordó que el próximo día celebrarían la fiesta de cumpleaños de su hermana.

—¡Te prometo que mañana ahí estaré! — habló con mucha sinceridad el Cabizbajo.

Su madre se sentía muy orgullosa de ver a su hijo tan sociable; entonces se fue a comprarle un traje nuevo. Y cuando llegó la hora de la festividad, se vistió elegantemente, pero se puso muy triste y pensó:

«De qué me sirve un traje tan bonito, si con mi cuello rígido no puedo ni mirarme en el espejo».

Diciendo esto, se le apareció el hada del manzano y le dijo:

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—¡Sebastián, qué guapo te ves con el traje!

—Es muy amable, hada del manzano, pero ni siquiera lo noto, ya que no puedo verme como quisiera. ¡Pero no voy a lamentarme, pues sé que estoy pagando por mis malas actitudes! —contestó afligido.

—Pensándolo bien, muchacho: ya no eres egoísta; pusiste tierra al manzano; ya no te burlas de las personas; y eres bondadoso con los vecinos. Te mereces una nueva oportunidad, espero que la sepas aprovechar. Voy a quitarte el castigo que por tu mal carácter recibiste —afirmó el hada.

El hada le dio tres toques con su varita mágica en la cabeza y este comenzó a moverla como un reguilete. Emocionado, se miró en el espejo; Sebastián quiso darle las gracias, pero ya no la vio por ninguna parte de la habitación.

El chaval llamó a su madre y ella fue a su encuentro asustada, quedándose sorprendida al verlo. Felizmente expresó:

—¡Hijo mío, parece un verdadero milagro!

En un rincón se encontraba el hada mirándolos complacida.

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Sebastián se marchó para la fiesta, y cuando le abrieron la puerta, todos se alegraron con su presencia y su oportuno restablecimiento.

Se cuenta que el festejo terminó muy tarde. Todos estuvieron contentos con la presencia del joven y por el cambio de sus modales.

No sé si Sebastián se comprometió con la hermana del vecino, porque no estuve invitado a la fiesta.

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