Emilio Gómez
PAQUIRRI
La última tarde de
Premonición
Ocho de agosto de 1982
El viento soplaba furioso en la finca de Cantora. Paquirri
hablaba de la corrida que iba a torear en el Puerto de Santa María con el periodista Ángel Parra, quien conocía al diestro. Sabía que algo no iba bien. Los dos se miraron al escuchar el aire golpeando contra el ventanal. Estremecía. Tan misterioso y tan intenso que daba la sensación de que hablaba. El aire convertido en repentina ventolera algo tuvo que decirle a Paquirri, porque miró a su alrededor desconcertado. Girándose, le dijo a su compañero: —Si cuando lleguemos al Puerto sigue soplando este huracán, haré que se suspenda la corrida. Siento que en3
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tre los toros de hoy se esconde el que me va a matar. Ese pasta ya con ellos. El rostro del diestro parecía inquieto. Sus ojos azules, como de gato, brillaban y no paraban quietos. Los toros de aquella tarde eran de Sayalero y Bandrés. Pero el agobio pareció durar solo un momento. La calma llegaría después, aunque Parra no olvidó esa sensación que le recorrió el cuerpo de que algo había pasado y se apartaba de toda lógica. La corrida no entrañó peligro. Paco Camino, José Luis Galloso y Paquirri ofrecieron una tarde memorable de toros.
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Una tarde lejana
Septiembre de 1984
Salí a la calle al oír los altavoces de un coche anunciando las
corridas de toros de la feria que estaba a punto de comenzar. Era septiembre, pero el calor resultaba sofocante. Un viejo Simca anunciaba la presencia de Paquirri y dos jóvenes toreros que venían arreando fuerte: el Yiyo y el Soro. Sabía desde hacía unos días cuáles iban a ser los toreros del cartel. Aunque se rumoreaba que Luis Francisco Esplá sustituiría a Paquirri. No era cierto. Por eso me gustó salir a la calle y escuchar el nombre de mi torero preferido entre los acordes del pasodoble de Nerva, que salían por las trompetas instaladas en la baca del coche que recorría el pueblo a escasa velocidad. 5
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Informaba a los vecinos de los carteles de toros que iban impresos y colgados en las ventanillas traseras del vehículo. El conductor fumaba un puro Habanos gigante, portaba un sombrero negro y gafas de sol. Me quedé mirando el coche que conducía, hasta que lo vi desaparecer. Se fue con el sonido de los nombres de los toreros y con el humo del puro saliendo por la ventanilla y flotando en el aire. Me imaginaba la plaza llena de público, al Yiyo y al Soro saliendo por el patio de caballos, con la montera en mano al ser la primera vez que pisaban El Coso de Los Llanos; y a Paquirri con la montera puesta y sonriendo. Él era el torero del pueblo: llenaba plazas, cortaba orejas, salía a hombros, firmaba autógrafos, y lo querían todos. El año anterior, en Pozoblanco, había cortado cuatro orejas y un rabo, saliendo por la puerta grande y volviendo loco al tendido. Cuando la calle quedó en silencio, después de la algarabía del coche y el pasodoble de Nerva, subí a mi cuarto y repasé de nuevo la revista Aplausos, buscando el reportaje que traía sobre José Cubero el Yiyo y una columna en el que Vicente Ruiz el Soro era descrito como un torero que ponía las banderillas de manera espectacular. Luego me fui al Paseo de la Feria. Estaban montando los cacharritos. Había decidido que me subiría este año en la noria y en los cochecitos de choque. Los días precedentes a las fiestas eran de muchos nervios y trasiego. Los chavales nos pasábamos las horas muertas observando el montaje de las atracciones como si fuese la construcción de la torre de Babel. 6
La plaza lista para la ocasión
La plaza de toros de Pozoblanco se preparaba para su feria
taurina. Ubicada en el barrio de Los Llanos, fue inaugurada en 1912. El graderío original, construido en hierro, fue sustituido por el de granito durante la Primera Guerra Mundial, debido al gran valor del hierro en esta época. El Coso taurino pertenecía a la barriada de San Bartolomé, en el centro de ella estaba una iglesia que adquirió el título de parroquia en 1954. Su primer párroco, don Francisco de Paula, trajo allí el primer Cristo, la imagen sin vestir de un crucificado que hoy se encuentra en el Altar Mayor, y que no gustó demasiado a la feligresía. Gente del toro le sugirió al sacerdote que, al pertenecer la plaza de toros a la barriada de la parroquia, sería bueno traer una imagen del «Jesús Rescatado» al ser el Cristo de los toreros. Aquella idea sí fue bien acogida. El día 7
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16 de marzo de 1956, con la aprobación del señor cura y sin más armas que una gran devoción, un reducido grupo de aficionados al mundo del toro, devotos de Ntro. Padre Jesús Rescatado «Cristo de Medinaceli», se reunió en la Peña Taurina de esta ciudad y lo aprobó. Desde entonces, el cristo de Medinaceli es uno de los guardianes del Coso, inmerso en un barrio de callejuelas empinadas llenas de encanto, en las que siempre se veía a niños jugando. Los días previos a la feria, don Manuel Moreno Arias, el párroco que sucedió a don Francisco, se preparaba para las corridas de toros. Era el capellán de la plaza y una de sus labores era recibir a los toreros cuando subían por el patio de caballos. Un año antes había tenido una conversación distendida con Paquirri. La charla con él parecía el preludio de una tarde memorable en la arena. Hablaron de todo. Don Manuel era un cura moderno que tenía la habilidad de caer bien a todo el mundo.
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A la casa de mi amigo
Después de estar en el Paseo de la Feria fui a casa de mi
amigo Juan. Vivía en la calle La Feria. En su patio sonaba ese día, como tantos otros, la canción de El Emigrante, de Juanito Valderrama. El abuelo de mi amigo lo escuchaba a todas horas. El cantante de Torredelcampo venía a la feria ese año. No era la primera vez que lo hacía. Llenaba siempre en Pozoblanco. Le pasaba lo que a Paquirri. Juan vivía en la parte más alta de la calle, justo en la cima. Las bajadas en bicicleta desde allí eran fantásticas. Imaginábamos que estábamos metidos en el cuerpo de Hinault cuando nos dejábamos caer por la pendiente. Nos gustaba el ciclismo. En aquella época, la calle aún estaba llena de casas viejas, bajas, encaladas y de pronunciadas bóvedas. Siempre estaban abiertas. La de mi amigo era antigua, con un larguísimo pasillo y una cancela pesada. 9
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Nos pasábamos gran parte del día dando vueltas por el pueblo. Explorábamos cada rincón como si no hubiera otro sitio en el mundo más que aquel. En realidad, no sabíamos que existieran otros países ni otros continentes. La habitación de mi amigo daba a la calle, y desde ella se podía observar a la gente que pasaba por allí. Excepto cuando llegaba la feria e instalaban los puestos de turrón. Uno en su misma ventana, el del Manolo. En cuanto se instalaba, Manolo venía con un turrón de chocolate para él, otro duro para su padre, de yema para su hermana y de almendras caramelizadas para su hermano. Manolo era un prenda de cuidado, le gustaban las muchachas rubias. Su hermana siempre le decía: —No picardees a estos muchachos que son todavía pequeños. Al otro lado de la calle se ponía el puesto de la Rosalía, una mujer rechoncha que siempre contaba la misma historia: «Mi marido se cayó del balcón. Estuvo dos semanas en coma para luego morirse y dejarme así, con tres hijos a los que cuidar». Ella se culpaba porque ese día le había mandado arreglar la persiana, desde donde espiaba a su vecina: «Si no tenía que mandarlo a ná, pero mira qué demontre». La última semana de septiembre la calle La Feria se llenaba de puestos. Se ponía a tente bonete. La tómbola era la que más espacio ocupaba, todos los años en el mismo lugar. El dueño siempre decía: 10
La última tarde de Paquirri
«Otra vez la tómbola en Pozoblanco y en primera línea de playa». Por entonces, la gente de los pueblos no solía ir a la playa en verano. No se movían de sus pueblos, aunque lo pasaban genial. El remate era la feria en honor a Nuestra Señora de las Mercedes. Y el plato fuerte, las corridas. Para esas fechas, del campo llegaban hombres y mujeres a preparar su atuendo para la fiesta, y a proveerse de víveres para la próxima estación invernal. A ellos se sumaban los pozoalbenses ausentes que, nostálgicos, habían reservado esa semana para venir a la feria a revivir su infancia. En los años sesenta había habido un éxodo masivo y venían de toda España, principalmente de Barcelona y Madrid. —¿Qué, Manolo, nos das un trozo de coco? —le pedimos Juan y yo. Juan los regaba con un chorrito constante de agua para que no se quedaran secos. —Venga, nenes, cogerlo antes de que venga mi padre. Estaba fresquito del agua que le caía. —Parece una fuente —dijo Juan. Lo cogió y se lo metió en la boca. Lo devoró en cuatro bocados, antes de que llegara el padre de Manolo que traía noticias. —Manolo, Manolo, he ido a pagar al ayuntamiento y estaban diciendo que la corrida de a pie viene con unos toros que no querían los de la comisión de festejos. —¿Y eso? 11
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—Son toros de Sayalero y Bandrés, pero no les gustan. Querían y tenían contratados unos de Gavira, pero Paquirri no aceptó. —Más le vale que sean buenos, se va a llenar la plaza. Todo el mundo va a ir a los toros y se espera una tarde memorable. Mientras padre e hijo hablaban, yo disimulaba en mi boca el trozo de coco que todavía me faltaba por tragar. No quería que el padre de Manolo me viera comiendo, aunque él sabía de sobra que su hijo nos daba de todo.
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Llega Paquirri
Son las 21:40 del martes 25 de septiembre. Un BMW de
color blanco parte de Logroño rumbo a Pozoblanco. En él viene Paquirri acompañado de su representante, Beca Belmonte, y de su hermano Antonio, quien va al volante. En medio de la noche, las luces del vehículo se abren camino. Era una noche oscura, tranquila, que transcurría en silencio absoluto. La carretera estaba vacía. Al abandonar la Nacional IV camino de Villanueva, pareció como si el BMW se adentrara en un mundo más vacío aún, atravesando dehesas de encinas cuyas ramas parecían apartarse a su paso. El viento subrayaba el sonido de las llantas sobre el firme. Eran las siete de la mañana y en la Plaza de Los Llanos intentaba descansar el toro más pequeño de la corrida. Llevaba marcado en el lomo el número nueve, que era la suma 13
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de las dos cifras de la edad de Paco, treinta y seis. Muy poca cosa. Había nacido en el ochenta y le llamaban Avispado. No porque lo fuera, sino por su madre, de la cual no había sacado su carácter. Ni Avispado ni Paquirri sabían lo que al otro día les iba a pasar. Ya se divisaban las luces amarillas de Pozoblanco, que eran muy tenues ya que se fusionaban con el primer color claro del amanecer. El conductor del lujoso coche, Antonio Rivera, pasó por los depósitos gigantescos de la COVAP, la Cooperativa de la leche, y enfiló en dirección al centro del pueblo. Al llegar al Hotel Los Godos frenó y aparcó el coche en la misma puerta de la calle El Toro, enfrente del Cine San Juan. En la cartelera se anunciaban las actuaciones de la Feria. A esa hora no había un alma en las calles. —Despierta, Paco, ya hemos llegado a Pozoblanco —le dijo su hermano mientras paraba el motor. Tras ellos venía el Volvo de la cuadrilla, con Rafael Torres, José Pichardo, Gregorio Cruz Vélez, Rafael Muñoz y José Luis Sánchez. El reloj del hotel marcaba las siete y veinte minutos cuando Paco entró en el hotel. Lo hizo por la parte del bar, donde no había nadie aún. Se abrió una puerta y uno de los dos dueños, Godofredo, salió. Los recibió con una sonrisa. —Buenos días, maestro y cuadrilla ––saludó. —Buenos días —le contestó Paquirri––, ya estamos aquí. ¿Nos das una habitación?, que venimos rendidos. 14
La última tarde de Paquirri
Godofredo salió de la barra y por una puerta interna los pasó a la sala de estar del hotel, donde cogió la llave de la habitación 307 y se la dio. —¿Te vale con la del año pasado? —Estupendo, muchas gracias —dijo Paquirri agarrando la llave. Subió con Beca Belmonte, con el que compartió habitación. Ubicada en la parte trasera del edificio, era la más escondida del último piso. Era doble y había sido limpiada la tarde anterior. Olía bien. No había televisión en el dormitorio, solo en el salón. Las dos camas estaban separadas por una mesilla de madera de roble, cubiertas con una colcha escarlata y una cortina granate. Frente a ellas, un espejo rectangular y al fondo, una ventana. Al abrirla, Paco vio las tejas rojizas de las casas de al lado y de un bar. También se divisaba el patio de luz del hotel rectangular. Paquirri escogió la cama cerca de la ventana, que cerró con fuerza. Pidió un café por teléfono, que le trajeron poco después. Se lo bebió de dos tragos. No le costó coger el sueño. Nada más echarse en la cama, plácidamente, se durmió plácidamente.
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El miércoles 26 de septiembre de 1984, un astado de la ganadería de Sayalero y Bandrés, de nombre Avispado, hería mortalmente a Paquirri en la plaza de toros de Pozoblanco. Fue intervenido de urgencia en la enfermería de la plaza e inmediatamente trasladado a Córdoba. Pero nunca llegó. En el Hospital Militar ya ingresó cadáver. Aquella cogida fue un terremoto en la España de la época. Algo fuera de lo común. La onda expansiva de la noticia provocó una conmoción desconocida en el ámbito de la fiesta y, por extensión, en la sociedad de aquel tiempo, ya que al reconocido liderazgo de Paquirri en el escalafón taurino se le sumaba su enorme popularidad y carisma. Su grandeza como torero es y será inimitable.
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Paquirri nos dio una lección de vida. Si cuando nos pasara algo grave, pensáramos en cómo afrontó aquella situación, podríamos minimizarlo todo. A él le había destrozado un toro, y con toda tranquilidad, luchaba. Sin quejarse. Sin alaridos. Sin darse por vencido. Afrontó su momento final con una dignidad ejemplar, como un auténtico héroe.
ISBN 978-84-19859-85-3
Este libro refleja lo que sucedió aquella tarde desde otra perspectiva. Retrata la España de los años ochenta, posterior a la transición, con la emergencia de la cultura popular nacida de la nueva democracia con sus nuevos ídolos e iconos, y un arte netamente español: el taurino.
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