Érase una vez, en un país muy cercano,
una ciudad que estaba llena de gente. Los habitantes de la ciudad iban siempre corriendo de un lado a otro y siempre tenían mucha prisa. Había atascos en las carreteras, el metro y los autobuses iban hasta arriba, y las personas iban tan deprisa a todas partes que no tenían tiempo de mirarse a los ojos ni de saludar a aquellos con los que se cruzaban en la calle. En esa ciudad tan caótica, vivía Violeta. Violeta era la chef de uno de los restaurantes más elegantes de la ciudad. Pero no os penséis que era una chef cualquiera, de eso nada. Violeta era la
mejor chef no solo de esa ciudad, sino también de las de los alrededores. La lista de espera para comer en el restaurante en el que trabajaba era larguísima, y habitantes de todo el país acudían a probar sus deliciosos platos. Soñaba con abrir un día su propio restaurante, pero como estaba tan ocupada siempre, nunca había podido hacerlo. A Violeta le encantaba su trabajo, no tenía mucho tiempo libre, pero a ella le daba igual. No le molestaban ni el ruido de los coches, ni la contaminación, ni las personas estresadas con las que se encontraba cada día, ni pasarse el día entero en el restaurante, porque ella podía hacer lo que más amaba en el mundo: cocinar. Se sentía muy afortunada de poder hacerlo. El éxito de sus platos residía en la maravillosa creatividad que tenía
Violeta. Se le ocurrían combinaciones de sabores que a nadie se le habían ocurrido antes, la presentación de sus platos era siempre muy elegante y original, y el aroma que salía del restaurante se podía oler por toda la calle y embriaga a todo aquel que pasaba por allí. Violeta era feliz. Hasta que un día, de repente, dejó de serlo. Un día, Violeta se levantó sin ganas y fue a trabajar mirando al suelo. Ese día, le resultaron tremendamente molestos los coches que no paraban de pitar, molestamente fastidiosas las personas con las que se encontraba, y fastidiosamente desagradable la contaminación que la rodeaba. Ese día, Violeta cocinó sin ganas y no paró de mirar el reloj para ver cuánto tiempo le quedaba para volver a casa. Pensó que esta sensación tan rara se le pasaría, y que seguro que muy pronto
volvería a sonreír y a caminar por la calle con energía. Pero no fue así. Al día siguiente, Violeta se volvió a levantar triste, volvió a cocinar sin ganas y volvió a mirar el reloj constantemente. Y al día siguiente, también. Y al otro, y al otro… No obstante, nadie se dio cuenta de que Violeta se estaba apagando porque sus platos seguían siendo tan deliciosos como siempre, la lista de espera del restaurante era de meses, y el olor que salía de la cocina hacía agua la boca del que lo olía. Nadie pareció preocuparse por la nueva actitud de Violeta salvo, obviamente, la propia Violeta. —¡Uf!, lunes… ¿Cómo puede ser que vuelva a ser lunes? ¿Está lloviendo? ¿Otra vez? ¿Cómo puede volver a estar lloviendo? —dijo Violeta al salir de su casa ese lunes por la mañana.
Lentamente, comenzó a andar hacia el restaurante donde trabajaba, pero parecía que todo el mundo iba con mucha prisa, y en tan solo diez minutos, que era el tiempo que tardaba de su casa al restaurante, se chocó con dos personas. — ¡Eh! ¡Mira por dónde vas! —le dijo Violeta al hombre de gabardina gris que se chocó con ella. —¡Eh, tú! ¿Es que estás ciega? —le dijo a la mujer de chaqueta roja con la que estampó al girar una esquina—. ¡Pero bueno! ¿Se puede saber qué está pasando hoy? Cuando por fin estaba a punto de llegar al restaurante, al lado de ella pasó un coche que iba a toda velocidad y que la empapó salpicándola con el agua sucia que había en la carretera. —¡No aguanto esta ciudad! —gritó Violeta a los cuatro vientos.
Violeta entró en el restaurante, se quitó el abrigo empapado, se puso su delantal y su gorro de chef y comenzó a cocinar. Ese día había muchas reservas de mucha gente que iba a probar sus platos, y todo el mundo que trabajaba en el restaurante estaba muy estresado. —¡Patatas al horno con esencia de vainilla! —le dijo una camarera a Violeta, indicándole que se debía poner cuanto antes a hacer las patatas. —¡Va! —le respondió Violeta. —¡Entrecot de calabacín en su punto con acompañamiento de judías verdes y detalle de tomate confitado! —le dijo otro camarero. —¡Va! —contestó Violeta. A todo el mundo le encantaba su entrecot de calabacín, y a estas alturas, Violeta podía cocinarlo con los ojos cerrados.
—¡Pastel de arándanos y queso con membrillo sin azúcar y moras naturales! —le dijo la camarera cuando aún no había tenido tiempo ni de terminar las patatas. —¡Voy! —dijo Violeta. Se le estaban acumulando los pedidos y se estaba comenzando a sentir un poco agobiada, por lo que comenzó a cocinar más rápido aún para que los clientes no tuvieran que esperar demasiado. —¡Pimientos asados rellenos de champiñones con un ligero sabor a chocolate con almendras! —le dijo el camarero. —¡Voy! —contestó Violeta. —¿Dónde están las patatas? —preguntó la camarera. —¡Están terminando de hacerse! —le contestó Violeta.
—La señora que ha pedido el entrecot dice que si falta mucho, que tiene hambre —le informó el camarero. —¡Dile que se aguante! —le gritó Violeta. —¿En serio? —le preguntó el camarero, sorprendido por su respuesta. —No, dile que le faltan cinco minutos —resopló Violeta. —El señor que ha pedido el pastel de arándanos y queso dice que está delicioso y se quiere hacer una foto contigo —le dijo la dueña del restaurante. Violeta miró a su alrededor. No había podido terminar ninguno de los platos que le habían pedido. Su ayudante de cocina no había ido a trabajar porque estaba malo, y tenía que encargarse ella sola de cocinar todo. —¿Tengo que ir a hacerme la foto ahora? —le preguntó Violeta.
—Sí —contestó la dueña. —Voy —Violeta fue a hacerse la foto con el contento cliente, volvió a la cocina y siguió cocinando a toda velocidad. —¡Patatas al horno con esencia de vainilla! —le volvió a pedir la camarera. —¿Otra vez? —exclamó Violeta. —Sí —respondió la camarera. —Va —contestó ella. Después de muchas y agotadoras horas de trabajo, Violeta se quitó el delantal y el gorro de chef, se puso su abrigo, ahora seco, y salió a la calle. Estaba tan cansada que le dolían todos los músculos de su cuerpo. Cuando llegó a su casa, hizo lo único que le relajaba en días como ese: burlarse de los clientes del restaurante. —Pastel de arándanos y queso… Patatas al horno con esencia de no sé qué…
—dijo Violeta a su imagen en el espejo—. El mejor entrecot de calabacín que vas a comer nunca… ¡Oh, señor! Me alegro tanto de que le haya gustado el pastel… ¿Que quiere una foto conmigo? Por supuesto, señor, cómo no… ¡Oh, señora! ¡Qué maravilla volver a verla por aquí! ¿Qué tal su hija? ¿Y su hermana? ¿Y su perra? Me alegro tanto de que estén bien… ¿Qué quiere en esta ocasión? ¿El pimiento asado relleno de champiñones con un ligero sabor a chocolate con almendras? ¿O quizás prefiere un revuelto de setas con trufa salvaje y sal rosa del Himalaya? O mejor aún, ¿por qué no prueba mi nuevo plato: ¡váyase a su casa y déjeme tranquila!? Violeta se tiró en la cama y cerró los ojos. Pensó que el día siguiente sería exactamente igual que el de hoy, y eso la llenó de tristeza.
—¡Qué aburrimiento de vida! —gritó—. Todos los días son iguales: me levanto, cocino, recibo alabanzas y me voy a casa, siempre igual. Llevo tantos años haciendo lo mismo que podría cocinar esos platos que tanto gustan con los ojos cerrados. —De pronto, Violeta notó como si se le encendiese una bombilla en el interior de la cabeza—. Un momento. ¿Y si es eso lo que me pasa? ¿Y si es que estoy aburrida de cocinar siempre lo mismo? Pero ¿qué otra cosa podría hacer? Ya he combinado todos los sabores combinables, he diseñado todas las presentaciones de platos diseñadles y he recibido todas las alabanzas jamás recibidas… —Violeta se levantó de la cama de golpe, ¡se le acababa de ocurrir la mejor idea del mundo!—. A menos que… ¡Encuentre nuevos sabo-
res, descubra nuevos diseños y las alabanzas que reciba sienta que vuelven a tener sentido! Pero si quiero conseguir todo esto, lo primero que tengo que hacer es alejarme de esta ciudad. Ya he descubierto todo lo que podía descubrir aquí, si quiero nuevas ideas, me tendré que ir a otro lugar. Sacó su mochila de viaje de debajo de la cama y se puso a hacerla. Ya no se sentía cansada, el cansancio se le había pasado por completo en el momento en el que había decidido vivir una aventura. En la gran mochila metió de todo un poco: un par de bañadores, ropa para ir a andar al campo, ropa para ir a cenar a la ciudad, ropa para el calor, ropa para el frío… Quería estar preparada para lo que le hiciese falta. Luego llamó a su madre para decirle que se iba.