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Un rayo de sol se coló en la madriguera, despertando a Tortuga de la siesta.
—¡Qué solecito tan agradable en mi caparazón!
Era una tarde de otoño, todavía hacía calor. En el bosque todos querían reunirse y bailar a la luz de la luna antes de que llegaran el frío y la nieve.
Pronto se irían a sus nidos, túneles y escondites para dormir tooodo el invierno. Esa noche había una fiesta de despedida en el claro del bosque.
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Tortuga asomó la cabeza entre la hierba, y su nariz se topó con una margarita preciosa, con pétalos blancos y botón amarillo.
—Esta flor todavía huele a verano y es tan grande que me tapa el sol… ¡Ya tengo sombrilla para cruzar la pradera!
Cogió la margarita y salió al campo.
—Si quiero llegar a la fiesta, me tengo que poner en marcha.
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Junto al borde del bosque, Tortuga decidió entrar por su camino favorito: un árbol caído cubierto de musgo verde y blandito. Le encantaba pisarlo, era como una alfombra suave bajo sus patas.
A la sombra de los árboles ya no necesitaba la margarita, pero todavía estaba bonita y fresca, Tortuga pensó que seguramente de algo serviría. De pronto escuchó un tintineo: «Tilín, tilín, tilín…».
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