Una tranquila mañana en la selva, el cocodrilo
Félix se levantó con un gran dolor en la boca; le dolía mucho una muela y tenía un gran flemón en el lado derecho.
Saltaba y saltaba, desesperado por el dolor de su muela, mientras se agarraba la boca con las dos manos y gritaba sin cesar:
— Mi muela, mi muela, ¡ay!, mi muelecita.
Probó a ponerse un poco de hielo metido en un pañuelo y atado a su cabeza para sujetarse el flemón y aliviar el dolor de la boca, pero el invento no funcionó.
No sintió ningún alivio, así que pensó que, a lo mejor, desayunando se le pasaría y de paso llenaría la panza, que le estaba rugiendo de hambre.
Se preparó un gran tazón de huesos que le habían sobrado de la cena. Se sentó en la silla, se colocó la servilleta atándola al cuello como un babero y acercó el cuenco que tenía sobre la mesa. Mientras se relamía, el cocodrilo metió la cuchara hasta el fondo y, sacando una pila de huesos, abrió la boca bien grande para comérselos. Pero al cerrarla, sintió tal dolor que abrió los ojos como platos mientras se llenaban de lágrimas; sin poder masticarlos, dejó que los huesecillos cayeran de su boca al suelo, mientras chillaba y saltaba sin parar, agarrándose el flemón.
DOCTOR QUESILLO, SACO LOS DIENTES EN UN MOMENTILLO.
— ¡Mi muela, mi muela, mi pobre muelecita!
Después de la mañana que pasó, decidió ir a ver al doctor Quesillo, el dentista.
«Toc, toc, toc», golpeó varias veces la puerta insistentemente para que le escucharan.
Al abrirse la puerta, salió de la consulta un pequeño, casi diminuto, ratón; era el dentista, lo supo porque en la puerta había un cartel con su foto donde decía:
«Doctor Quesillo, saco los dientes en un momentillo».
El pequeño ratón llevaba puesto una bata blanca que le tapaba hasta los pies y un pequeño disco a modo de linterna atado en la cabeza.
