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CAPÍTULO I CARMEN
Nacida en el barrio de Las Delicias, su boda con Fermín, un primo lejano al que ya se prometió en su mocedad, apenas si modificó sus hábitos de soltera. Una casa cercana a la de los padres de Carmen sirvió de cobijo al nuevo matrimonio. Cedida en alquiler por el dueño de la manzana, constituyó el primer hogar de los recién casados. El antiguo y regular cumplimiento de sus progenitores avaló la decisión del propietario, a veces algo remiso ante la incertidumbre que le suscitaban los inquilinos más jóvenes: «Sois afortunados, ¡tan trabajadores y diligentes como vuestros padres!; ¡es un regalo de renta, cuántos quisieran disfrutar de una casa como esta!». Y con la premisa del deber incorporada ya en sus mentes, el casero ocultó su interna satisfacción.
El apremio de los comienzos y la cercanía paterna obviaron entonces el regateo del abultado alquiler que pronto les pesaría tanto como la mesa de pino abandonada por los anteriores arrendatarios.
Acostumbrada desde niña a las faenas domésticas, la destreza de Carmen con la costura constituía la más útil de sus habilidades. El nacimiento de la primera hija, dos años después de su boda, limitó en cierta medida las tareas que, fuera de su casa, intentaba suministrarse a fin de aliviar la pesada economía familiar.
Las largas ausencias de Fermín, funcionario del Ministerio de Obras Públicas como peón de carreteras, facilitaba la determinación de Carmen que, sublevada ante la opinión marital, intentaba solventar por sus medios las estrecheces de aquellos años.
Fue en la casa de doña Emilia de Marín donde Carmen encontró el trabajo más idóneo. Esposa de uno de los industriales más sobresalientes de la zona y cofundador de la fábrica de automóviles, la mediación de Jacinta, su cocinera y vecina del barrio, puso en contacto a ambas mujeres: «Creo que dos días a la semana serán suficientes para atender las necesidades de arreglos y costura».
Transcurrían seis meses desde su llegada a la casa de los Marín cuando Carmen quedó encinta de nuevo. Su buen oficio y la presteza que demostraba postergaron la decisión de doña Emilia, dispuesta a sustituir a la costurera: «Sí, no
Al salir de la fosa
se preocupe, doña Emilia, acudiré hasta el último momento y una vez nazca la criatura, veré la forma de regresar de nuevo a su casa».
Un parto rápido y una perentoria recuperación sustentaron la palabra de Carmen que, no sin desazón, depositó a la recién nacida en brazos de su madre.
En el barrio, la construcción de numerosas viviendas y la llegada de nuevos vecinos emulaban la dinámica extendida por otros puntos de la ciudad. Edificadas en los terrenos cedidos por el ayuntamiento, la economía de los materiales utilizados por las constructoras y las subvenciones otorgadas facilitaron la adquisición de las modestas casas.
En los bloques recién acabados, las primeras familias comenzaban a ocupar los pisos asignados. Su condición de funcionario y la insistencia de Carmen, alentaron la solicitud de Fermín que, con los cargos hechos por su esposa, decidió finalmente la compra de la pequeña vivienda.
Situada en la última planta del edificio, tres habitaciones pequeñas, una cocina algo más extensa y un exiguo baño, componían el reducido espacio de la casa. Al otro lado del rellano, un piso de similares características era ocupado por un matrimonio y un niño que, recién llegados al barrio, observaban tras el ventanal de la cocina el trajín de carros y muebles.
Próximo a la parroquia, un colegio nacional se encargaba de la escolaridad de los más pequeños, fuertemente incrementada tras la llegada de las nuevas familias al ya populoso
barrio. Construido en ladrillo cara vista, un gran zócalo de piedra en su parte inferior y amplias cristaleras conformaban la estructura de la fachada principal. Inaugurado en la tercera década del siglo, un doble acceso de escaleras facilitaba la entrada de niños y niñas. Separados en distintos pisos del edificio, una barrera invisible establecía las mismas distancias en el patio, cuando el recreo de unos y otras apenas si dejaba adivinar sus figuras, advertidas de no traspasar el límite de sus distintos juegos.
Algo mayor que su hija Carmela, el pequeño Damián disfrutaba cada tarde de la proximidad de las dos hermanas, dispuestas entonces a compartir su círculo fraternal. Sin demasiado carácter para contrariar decisiones ajenas, Milagros secundaba sin rechistar las iniciativas de su hermana cuya autoridad se extendía más allá de su progenitura.
El campanario de la parroquia anunciaba la salida de los niños. Era el último domingo de mayo y Milagros, heredera del vestido estrenado dos años antes por su hermana mayor, disfrutaba del protagonismo de aquel día. En brazos de Carmen, una pequeña de apenas seis meses observaba el movimiento del velo que, suspendido sobre aquella figura familiar, rozaba ligeramente su extasiado rostro.
Una actividad inusual precedía la celebración de las fiestas. En las calles más próximas a la iglesia parroquial de Nuestra Señora del Carmen, comenzaban a montarse los mecanismos de las atracciones, diversas casetas dedicadas a los dulces y
vinos propios de las verbenas; y la invariable tómbola que, año tras año, se encargaba de alfombrar los suelos de la feria con las fallidas papeletas.
Ajena aquel año a preparativos y fanfarrias, Carmen escuchaba nerviosa la angustiosa respiración de su marido, una persistente y maldita bronquitis que, en cada espasmo, asomaba a los ojos de Fermín, como el humo verdoso de los asfaltos derretidos durante aquellos años. Una sentencia dictada en forma de diagnóstico y que ambos escucharon silenciosamente mientras sus miradas reconocían su irremediable y recíproco miedo.
Los fuegos artificiales conmemoraban el día de la Virgen y un bullicio tan ensordecedor como el traqueteo de los cohetes inundaba la feria. En la rotativa del periódico, las necrológicas recogían la esquela de Fermín, fallecido al amanecer del 16 de julio de 1978.
Faltaban escasos días para el cabo de año y un espacio tan negro como las obligadas vestimentas cubría la vida y la figura de las cuatro mujeres.
Reticente a la actitud más desenfadada de sus hijas, Carmen, tan acostumbrada a los lutos como a las ausencias familiares, mantenía los ropajes negros de su viudedad, la última desaparición. Dos años sin la presencia de Fermín, dos años que parecían extinguirse en el tiempo como la tristeza de sus hijas, deseosas de vivir la luminosa edad de sus jóvenes cuerpos.
Frente a la puerta del despacho parroquial, Carmen esperaba la llamada de don Julián.
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