Asha vivía con su familia en un rinconcito lejano del norte de la India.
La familia de Asha se había dedicado desde siempre a la cría de elefantes, que utilizaban para alquilarlos en festividades o eventos. Les colocaban grandes sillas para pasear a turistas, que también aprovechaban para tocarlos y bañarlos, y en grandes desfiles les pintaban la piel para ser admirados por una gran multitud de personas.
―¡Ellos son felices así! ―decía su padre. Pero Asha no pensaba igual: ―Si miro en la profundidad de sus ojos, tan solo veo tristeza, papá.
―Bah, pamplinas ―decía su padre―, nuestra familia siempre ha vivido de los elefantes, así es y así seguirá siendo por siempre jamás. Y no hay más que hablar ―concluía su padre.
¿Qué podía hacer Asha al respecto? Ella era tan solo una niña, la pequeña de cinco hermanos, y nadie la tomaría en serio.