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Capítulo I

Durante los tres segundos que estás empleando en leer esta frase, ¿cuántas personas habrá respirando su última bocanada de aire? ¿Saliendo del vientre de su madre? ¿Disparando un arma? ¿Haciendo el amor? ¿Saltando al vacío porque ya no puede más? ¿Siendo premiada con la lotería? ¿Escuchando a un doctor diciéndole que tiene cáncer? ¿Durmiendo en la calle? ¿En una mansión con vistas al mar? ¿Inyectándose heroína? ¿Alcanzando la cima del Everest? La vida es una suma de extrañas paradojas.

¿Y cuántos somos los que estamos a las once y cuarenta y nueve de la noche del 27 de enero de 2023 escribiéndote en una habitación a oscuras, con el cuerpo pegajoso por la humedad y el calor, las piernas llenas de picaduras de mosquitos y peleando para no quedarnos dormidos, al lado de la playa de Copacabana, en Río de Janeiro? Te escribo porque, aunque hoy cumpla una semana en la ciudad más alegre del planeta, mi estado de ánimo no concuerda con lo que se respira a mi alrededor. Sigo tratando de entender todo lo que ocurre y, en especial, lo que está por suceder. Nada ha cambiado demasiado desde el pasado viernes, cuando pausé mi vida en Madrid para subirme a un avión dirección Latinoamérica sin saber la fecha en la que voy a regresar:

Aeropuerto de Madrid. Viernes 20 de enero de 2023. 09:22.

Lo he(mos) vuelto a hacer. Estoy a punto de embarcar y no tengo billete de vuelta. Voy a reencontrarme con mi hermana en Brasil. Paloma llega el 1 de febrero. Ayer fue mi último día en el trabajo. Mi cabeza lleva una semana siendo un torbellino de sentimientos que golpean los unos contra los otros como pedazos de fruta dentro de una batidora. No sé darle forma con palabras a lo que está sucediendo dentro de mí porque no logro adivinar lo que es. Los sueños, una vez más, se cumplen.

Acabo de leer una carta que me ha escrito Paloma. Comienza con el mensaje que le puse debajo del título de Nómada. En junio de 2021 me acerqué a su oficina a llevarle el libro y fue el día que nos conocimos. La dedicatoria dice así: «Un pajarito me ha chivado que tienes pensado lanzarte a la aventura dentro de poco tiempo. Ojalá que estas páginas te inspiren y te motiven ―todavía más― a recorrer el maravilloso planeta que habitamos y, si es posible, América Latina. El camino siempre merecerá la pena». Qué fuerte. Año y medio después vamos a recorrerla juntos. Desde aquel mes de junio, Paloma es el ser humano que más me ha enseñado y más me ha hecho crecer. Nunca me había imaginado haciendo alguna de mis «locuras» acompañado.

Y aquí estoy (estamos).

Lo he dicho muchas veces: me faltan vidas para agradecer todo lo bonito que me sucede. Recibo tanto de tanta gente que en demasiadas ocasiones soy injusto en lo que doy comparado con lo que obtengo. No creo en Dios, aunque sí en El show de Truman . Desconozco si es por puro egoísmo, pero siempre intento actuar de la manera correcta porque hay alguien que observa nuestros actos desde otra dimensión, y todo lo bueno que la vida me devuelve es porque yo trato de dar lo mismo. Igual la película no tiene nada

Círculos en la piel que ver con ese aprendizaje, pero ahí está lo maravilloso del arte, que cada uno observa y entiende lo que quiere.

Voy a comenzar este viaje con una abuela que es posible que cuando lo termine ya no esté. A diferencia de ella, yo sí tengo miedo a morir. Mucho. Nunca quiero que se apaguen las luces para siempre. Me queda tanto por hacer…

Hay varias cosas que debes saber:

La persona que aterrizó hace una semana en Brasil y a la que ahora lees soy yo, Javier Pastor Sierra. Nací en Málaga en el mes de agosto de 1994, pero hay varios lugares que considero mi hogar. Madrid es uno de ellos y, además, la ciudad donde he vivido desde que volví de mi último viaje por Latinoamérica en marzo de 2020. Desde pequeño siempre he estado en constante movimiento y entiendo que de ahí surge mi implacable inconformismo, el que ha sido el propulsor de las diferentes aventuras en las que he participado a lo largo de mis veintiocho años de vida. Esa inquietud innata es la que ha ido esculpiendo mi cuerpo espigado, al que gobierna una cabeza protegida por un pelo castaño despeinado y unos ojos con los que observo la vida de color verde. Que una de mis pasiones sea extenuar mi mente y cada uno de mis músculos en diferentes pruebas de deportes de resistencia también tiene algo que ver con que suela ser el más delgado de mis amigos. De vez en cuando me salen heridas en el labio: es la manera que tiene mi organismo de decirme que debería dormir más y tomarme las cosas con más calma. Aunque esté en lo cierto, no comprendo la vida de otra manera. Cuando me invade la razón, envidio mucho a la gente que no le da demasiadas vueltas a todo lo que nos ocurre y que se conforma con lo que tiene. No sé si algún día podré ser así. Además de tener varios lugares que son mi hogar, también tengo varias personas. Paloma es una de ellas. Tal y como acabas de leer en lo que escribí en el aeropuerto de Madrid, nos conocimos

hace poco más de un año y medio. Hasta que ella apareció en mi vida, me daba mucho miedo el compromiso y ceder parte de la libertad que tanto ansío. Gracias a Paloma, hay muchas cosas que ya no me dan miedo; el compromiso y compartir mi libertad son dos de ellas. De hecho, ahora me siento más libre que antes de conocerla. Romper con nuestro pasado e irnos a viajar había estado en nuestros planes desde el principio y, aunque cuando lo hablábamos resultaba improbable, llegó cierto punto en el que la idea empezó a ocupar demasiado espacio en nuestros pensamientos. El mayor temor que nos acechaba era dejar de trabajar y ese fue el motivo por el que tardamos meses en tomar la decisión. Una vez que optas por ello (y cuando te encuentras al otro lado del océano Atlántico), quedan atrás las decenas de conversaciones al respecto y, en cierto modo, parece fácil. A pesar de todo, de vez en cuando me invaden pensamientos sobre si habremos tomado la decisión adecuada o si nos estaremos equivocando. El tiempo tiene la respuesta, pero sigo siendo incapaz de no cavilar ante todo lo que acontece. Sabemos que los amigos y la familia van a estar cuando volvamos y, al fin y al cabo, son lo único que de verdad importa. Si seguimos hablando de hogares, mis padres, José e Inmaculada, y mis hermanos, José (el mayor) y Ana (la pequeña), son una mansión al borde del mar. Entiendo que unos padres nunca se terminan de acostumbrar a despedir a un hijo, pero a los míos desde hace tiempo no les queda más remedio que asumirlo: es la quinta vez que me mudo fuera de España. Cuando cumplí los dieciocho, me fui nueve meses a vivir y a trabajar como voluntario a un centro de desintoxicación de drogodependientes en Montreal. Diez años más tarde, todavía sigo sin entender cómo tuve el valor de hacer lo que hice, hoy en día me parecería imposible. Ahí al menos tenía un billete de vuelta. La primera ocasión que partí sin saber cuándo iba a volver a verlos ocurrió seis meses antes de que

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empezara la pandemia, motivo por el que tuve que regresar sin asimilar lo que estaba ocurriendo:

Tumbado en la cama de mi casa.

Miércoles 18 de marzo de 2020. 20:45.

Me siento un extraterrestre en mi propio hogar. Estoy en shock. Esto no está pasando. Yo no estoy aquí. No llevo todo el día sin poder parar de llorar. Tampoco treinta y dos horas sin dormir. Mis vecinos no han salido a aplaudir a sus balcones hace un rato. No he escuchado a mi abuela decirme que, después de mi vuelta, ya podía morir tranquila. Mi madre y mi hermana no se han quedado pasmadas cuando me han visto después de presentarme por sorpresa en Madrid.

La literatura, una vez más, ha sido mi mejor medicina, esa que me ha acompañado desde que abandoné la cama en la que ahora te escribo estas palabras. Espero que la forma que ha tomado todo lo que hemos vivido durante esta aventura te sirva para lanzarte a cumplir tus sueños. Porque ¿sabes qué? Vamos a salir y va a ser increíble. Nos abrazaremos por las calles y lo celebraremos como si no hubiera un mañana. Y ese va a ser el mejor aprendizaje que vamos a obtener de todo esto: que a lo mejor no hay un mañana. Solo por eso, cuando volvamos a ser libres, nos vamos a comer la vida hasta que de verdad se acabe. Que el fin del mundo nos pille bailando (o escribiendo).

Todo lo que ocurrió en ese viaje (al que en estas páginas volveré a hacer alusión en más de una ocasión) está plasmado en Nómada . Desde mi adolescencia siempre me ha gustado escribir, pero cuando llegué el 1 de octubre de 2019 a Buenos Aires, nunca me imaginé que mis reflexiones y mi amor por Latinoamérica terminarían convirtiéndose en un libro. Al principio no lo hacía con demasiada asiduidad, tan solo cuando necesitaba paliar mi soledad. A medida

que iba recorriendo el camino que me llevó por Argentina, Chile, Bolivia, Perú, Ecuador y Colombia, me fui dando cuenta de todo lo que te necesitaba. Entiendo que es difícil de explicar ―y de entender―, pero nunca te podré estar lo suficientemente agradecido por haberme acompañado a través de aquellas páginas. Creo que en este viaje va a ocurrir algo parecido, por eso me he permitido la licencia de hablarte de tú a tú desde el principio. Por lo general, no me gusta lo que escribo ni las cosas artísticas que realizo, en especial las que tienen que ver con la literatura. Entiendo que forma parte del proceso de aprendizaje y confío en que algún día sea el motivo por el que trate de dejar de ser autodidacta en casi todo lo que hago. A pesar de ello, gracias a Nómada conocí a Paloma.

La abuela que he mencionado con anterioridad ocupa el primer puesto en la lista de las innumerables personas maravillosas que conozco. Mi hermana pequeña empata con ella en la cabeza de dicho ranking . Decidió venir a estudiar durante seis meses a la ciudad carioca y, por tanto, es la principal culpable de que esté ahora mismo en Brasil. Soy ocho años mayor que ella, pero compartimos muchas cosas. Las ganas de conocer todo lo que hay más allá de la burbuja en la que vivimos es una de ellas. El apego hacia la tierra desde la que te escribo, también.

Comienza mi (nuestra) aventura.

Capítulo II

Taxi entre el aeropuerto y el apartamento. Viernes 20 de enero de 2023. 22:00.

Casi tres años después y tras diecinueve horas de viaje, me vuelvo a sentir extranjero. Esta sensación es indescriptible. América Latina, te he echado de menos.

Y tanto que la había extrañado… desde la primera vez que la pisé (cuando vine a Brasil en el año 2016), nunca me he ido de ella. Hay lugares que forman parte de mí y condicionan la manera que tengo de pensar y de interactuar con lo que ocurre a mi alrededor. También hay ciertos recuerdos que, aunque crea que los he guardado para siempre en el cajón del olvido, resurgen cuando menos me lo espero. El olor que volví a percibir en cuanto me bajé del taxi, poco antes de abrazar a mi hermana después de seis meses sin hacerlo ―el que emanan las calles de Río de Janeiro y que no recordaba tan característico―, es uno de ellos. Está formado por la bruma del océano Atlántico, el gas que expulsan los coches y el caos de la cantidad inefable de situaciones que ocurren a todas horas en cada uno de los rincones de la ciudad. Hay otras muchas cosas que, si bien no las había olvidado del

todo, tampoco tenía presente cuánto me habían llamado la atención durante mi última visita a la ciudad. A lo largo de la primera semana, la que compartí con mis padres antes de que se volvieran a Madrid y yo me quedara en Brasil esperando a que llegara Paloma, me fui dando cuenta de ellas.

En primer lugar, la alegría de la gente. Comparado con España y teniendo en cuenta las condiciones de vida precarias que tiene la mayor parte de la población, ¿por qué transmiten ese júbilo? No sé si algún día lograré entenderlo. A Edmilson, el taxista que me llevó del aeropuerto al apartamento donde me encontré con mi familia, le encantaba viajar. Igual que a mí, pero con la diferencia de que, cuando le pregunté si había ido alguna vez a Europa, me contestó que lo más lejos que había llegado era a São Paulo. Desde Río de Janeiro (ciudad en la que había nacido) hasta São Paulo hay cuatrocientos kilómetros de distancia. Tenía alrededor de cuarenta años. ¿Cómo es posible que haya una persona a la que le encante viajar y que, con esa edad, el lugar más lejano que jamás haya pisado se encuentre a cuatrocientos kilómetros de su hogar?

Tan solo existe una respuesta: el mundo es un lugar injusto. Y, lo que más me sorprendió, ¿cómo podía contagiar esa felicidad? A mí, al haber nacido en el viejo continente, me resultaría difícil mostrar una sonrisa si la manera que tuviera de sobrevivir consistiera en estar durante horas dentro de un coche, tratando de ahorrar lo máximo posible para dar rienda suelta a mi pasión de viajar, y apenas lograra alejarme esa distancia. ¿Qué hacemos mal? Edmilson es uno de los millones de personas que habitan esta parte del mundo ―muchos de los cuales fuimos conociendo a lo largo del camino― que sirve como ejemplo para tratar de descifrar el porqué de la alegría de la gente.

Teniendo en cuenta su profesión, él también podría ayudarme a entender el tráfico en Río de Janeiro. La calidez de un carioca se convierte en su opuesto desde el primer momento en el que pisan el acelerador, generando una sintonía ensordecedora de vehículos tocando

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el claxon entre el caos: motocicletas con tres pasajeros o semáforos que dejan de funcionar por la noche para que, por seguridad, no te pares en ninguno de ellos. También autobuses abarrotados a los que te puedes subir en cualquier parte de la ciudad, con independencia de si es una parada oficial, y cuya atmósfera bien podría compararse con la de una sauna. Durante mis primeros días en el país, antes de acostumbrarme a la anarquía organizada, vivía atónito ante la competición permanente en la que peleaban por ver quién era el carioca que conseguía hacer más ruido.

Cuando abandonas alguno de esos medios de transporte y te conviertes en peatón, tal y como hicimos durante largas jornadas en nuestros días en familia, la experiencia tampoco es del todo sencilla.

Mientras observamos el atardecer en la playa de Ipanema, la belleza de la bahía desde el morro Dois Irmãos, las callejuelas empedradas del barrio de Santa Teresa y el color verde de la naturaleza que brota en cada esquina, estuvimos acompañados por los vagabundos ―entre ellos niños― pidiendo dinero o los deportistas con cuerpos esculpidos por el mismísimo Miguel Ángel. Además, el Cristo Redentor observaba cada uno de nuestros pasos desde lo alto de una de las colinas de la ciudad. En toda esta tormenta imperfecta que acabo de mencionar es donde reside la magia de una urbe que emana vida por cada uno de sus poros. Su atractivo no solo reside en su orografía compuesta de playas kilométricas, cerros desperdigados sin ton ni son, selva, barrios coloniales o vistas panorámicas, lo que hace especial a Río de Janeiro es la vibra que desprenden sus calles y las personas que las habitan. Los últimos días de la semana que pasé con mi familia fuimos a Isla Grande, que, como su propio nombre indica, es una isla de un tamaño considerable situada al sur de la ciudad. También volví a visitarla con Paloma, así que todavía no ha llegado el momento de contarte por qué es uno de los lugares más bonitos en los que he estado. Sí de decirte que, cuando se marcharon y me quedé yo solo con mi herma-

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