Cuentos de Navidad para los Reyes Magos

Page 1

José Ramón Guzmán Álvarez

Cuentos de Navidad para los

Reyes Magos



Cuentos de Navidad para los

Reyes Magos


Cuentos de Navidad para los Reyes Magos © del texto: José Ramón Guzmán Álvarez © diseño y corrección: Equipo BABIDI–BÚ © de esta edición: Editorial BABIDI-BÚ, 2024 Avda. San Francisco Javier, 9, 6ª, 23 Edificio Sevilla 2 41018 - SEVILLA Tlfn: 912.665.684 info@babidibulibros.com www.babidibulibros.com Impreso en España Primera edición: enero, 2024 ISBN: 978-84-19859-59-4 Depósito Legal: SE 2251-2023 «Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra»


Cuentos de Navidad para los

Reyes Magos José Ramón Guzmán Álvarez



Queridos Reyes Magos:

Este año os escribo antes de tiempo por una buena

razón. He andado hacia atrás en el tiempo que hemos pasado juntos durante estos años y me he decidido a reunir las cartas y los cuentos que os he ido enviando. Por nada en especial: solo por el gusto de que lo tengáis todo junto por si queréis leerlos en casa, para entreteneros o para regalarlos. Así, igual nos dejamos un ratito de mirar la pantalla del móvil, que se nos va a quedar la mirada chiquita de tanto ver en pequeño. Por si tenéis buena memoria: os aviso de que la recopilación ha sido algo accidentada y está todo desbarajustado. A lo mejor os causa extrañeza. Pero es que se


me han revuelto y se han puesto los cuentos en el orden que han considerado oportuno. Es decir, que no van de corrido por años, hacia arriba o hacia abajo: el de 2014 a lo mejor va el duodécimo y el de 2017 el segundo. Pero es lo de menos. Creo que también se puede decir que es indistinto, aunque mejor lo buscáis en el diccionario. No os entretengo más por si os ponéis a la tarea. Cualquiera sabe. Un abrazo, Ramón.


Índice Cuentos para los Reyes Magos..........................................13 El cuento del gallito Capón............................................15 Una Navidad clandestina................................................19 El año en que por poco no hubo día de Reyes...........27 Retablito de la Virgen y el pastor...................................47 La carta que se quedó olvidada......................................53 El secreto de los Reyes Magos.......................................65 Fiesta de cumpleaños.......................................................79 La primera cabalgata........................................................87 Y se produjo el milagro...................................................99 La gran idea de los Reyes Magos.................................105 Sainete del buey y la mula.............................................111 ¡Hay que echar una mano al espíritu de la Navidad!......119 Cover: canción de su Navidad.....................................137 Cartas a los Reyes Magos...............................................179 Diciembre de 2007.........................................................181


Diciembre de 2008.........................................................183 Diciembre de 2009.........................................................184 Diciembre de 2010.........................................................187 Diciembre de 2011.........................................................189 Diciembre de 2012.........................................................190 Diciembre de 2013.........................................................193 Diciembre de 2014.........................................................195 Diciembre de 2015.........................................................197 Diciembre de 2016.........................................................199 Diciembre de 2017.........................................................201 Diciembre de 2018.........................................................204 Diciembre de 2019.........................................................206 Marzo de 2020................................................................209 Diciembre de 2020.........................................................212 Diciembre de 2021.........................................................215 Diciembre de 2022.........................................................220




Cuentos para los Reyes Magos



El cuento del gallito Capón

Había una vez un gallo capón que viajaba a la ciudad

para pasar la cena de Nochebuena. Todos los demás gallitos ya habían llegado a sus hogares. En el furgón frigorífico quedaba él solito, castañeteando de frío. El camionero estaba cansado. Como había mucho tráfico, pensó que ya era hora de volver a casa. De modo que abrió la puerta y soltó al capón en una rotonda de la autovía. El gallito salió aturdido. Cerró los ojos y apretó el pico, revoloteó y revoloteó, y se abrió paso entre las luces de los coches hasta que llegó a la plaza mayor. 15


Ya había entrado la noche, o eso parecía porque las lucecitas de colores y sin colores espejeaban todas las fachadas. El gallito perdido se subió al tejado de una casa para buscar el amanecer. Aunque el zumbido de los coches lo incomodaba un poco, pudo conciliar el sueño y se quedó dormido haciendo sombra en las piedras de la torre. Pasó la noche, y el amanecer vino a buscar al gallito, que comenzó a cantar en la ciudad. Al primer ki ki ri kí, la luna sonrió sorprendida. Al segundo ki ki ri kí, bostezó el gato en el salón. Al tercer ki ki ri kí, un guardia municipal se encaramó al tejado y golpeteó el lomo del gallito: —Señor gallo, disculpe que le interrumpa, pero debe usted callarse porque molesta al vecindario. Ya nos han llegado al teléfono móvil de incidencias tres quejas y dos reclamaciones. —Pero es que soy un gallo mañanero… —comenzó a decir el capón. —Hágame caso y circule, que soy la autoridad —le respondió el guardia—; en caso contrario, le tendré que multar por no estar en un sitio adecuado para gallitos. El gallo bajó del tejado y se encaminó por la avenida, deslumbrado por las lunas de los escaparates. 16


Era víspera de Navidad, y las aceras estaban aún limpias de peatones apresurados. Era víspera de Navidad y el gallito no tenía a dónde ir en la ciudad. Andando, andando, pasó la mañana y la tarde se iba. Andando, andando, el gallito se metió en una boca de metro. Como no sabía qué hacer, se subió a un tren dormilón. Al cabo de muchas estaciones, el capón se aburrió del villancico de Boney M y de las caras incómodas que entraban y salían, y él también se apeó. Era casi de noche más allá del cielo de la ciudad. La boca del metro daba a una gran tapia, y la gran tapia a un campo perdido en el interior de las calles. El gallo se alegró de la tierra y de la hierba. Y saltando, saltando, llegó a un olivarillo y miró la hora. Entonces, el gallito se dio cuenta de que era casi la hora. Subió a un olivo que griseaba reflejos de plata y esperó a que dieran las doce en el reloj de las estrellas. ¡Había llegado la Navidad! El gallo ajustó sus plumas y cantó y cantó. Como era domingo y las oficinas estaban cerradas, no había quién se molestara por la canción del gallito. Como era domingo, nadie se disgustaba por el anuncio del año nuevo. Y el capón cantaba, y en la ciudad vino la Navidad. Los almendros de la quinta florecieron, y cayeron los 17


pétalos y eran nieve y escarcha sobre el suelo. Florecieron los pinos y los cipreses, y el viento esparció purpurina de oro bajo las farolas. Advertidos por el ki ki ri kí, llegaron al campito pájaros desde todos los lugares. Vinieron carpinteros y herrerillos, y lavanderas y canasteras, y carboneros y tejedores. Hasta llegó un torillo de alguna marisma olvidada, y tres reyezuelos acudieron desde el oriente. ¡Qué alegría de belén en la ciudad! El gallito, contento, cantaba y cantaba, animado por el revuelo. Y como estaba muy concentrado y tenía los ojos cerrados, no se apercibió de que unas manitas dulces le alzaron en volandas y lo subieron a la torre más alta del cielo, sobre las campanitas de los deseos que se cumplen. Y desde ese día en adelante, basta con asomarse en Nochebuena a la ventana, apagar los coches que pasan por las calles y escuchar atentamente para oír al gallito capón cantar ki ki ri kí a todas las navidades del mundo.

18


Una Navidad clandestina

—¡Que no, que ya te lo he dicho una vez y no te lo

repito! Que si quieres que celebremos algo estos días, pues festejamos la llegada del solsticio y santas pascuas. Papá nunca entraba en razones cuando le sacaba el tema. Y eso que casi jamás se enfadaba. Solo a veces se ponía un pelín triste. Entonces, se quedaba callado, con los ojos en silencio. Eso sí, se le pasaba casi en una chispa; igual que se había puesto, se quitaba, y volvía a ser papá. Este año me dio coraje porque el ciprés del jardín había crecido. Pero para qué le sacaría el tema: que si es que hablaba malayo o es que no me enteraba. Que si 19


tenía ganas de Navidad, que enchufara un rato la tele y viera el anuncio de la lotería. Que si los vecinos disfrazaban al gnomo que tenían en el césped con un gorro de Papá Noel, que ellos sabrían. Y que a cuento de qué íbamos a llenar el ciprés de lucecitas y de estrellas cuando ese ciprés no tenía que estar allí, que ya me lo había explicado otras veces, que el del vivero nos lo vendió pensando que era uno de esos altos, erguidos, que suben y suben bien derechos hasta el cielo, y nos salió un arbolucho copudo, raquítico y despeluchado. Y que por qué teníamos que estar todos los años con la misma cantinela, que ya sabíamos los dos que la Navidad solo era una excusa para echar en la tele muchos anuncios de juguetes y de colonias. Y yo le respondí que vaya, que por qué mis amigos sí podían poner un árbol y un belén, y que cómo íbamos a celebrar el solsticio con lo difícil que es pronunciarlo, y que qué culpa tenía yo de que pasara lo que pasó justamente una noche de Navidad, y que, además, si lo mirabas por un lado, el ciprés se parecía un poco a un abeto. Y papá se puso entonces muy serio, más serio de lo que jamás lo había visto, y me miró fijamente, como para que me quedara quieto y no me fuera, y me dijo: ea, que esto es lo que hay. 20


Y entonces nos fuimos a acostar y al día siguiente me fui por la mañana al parque a encontrarme con José, Simón y Toñín. Me vieron con la cara apenada y no jugamos a los pelotazos, sino que hablamos. Y como sabían que era por lo que era, José dijo que no me preocupara que, total, en su casa esta noche se ponen todos a llorar. Su madre empieza, mientras parte el pollo, primero despacito, que casi no se le oye, pero enseguida se acuerda de todos los que faltan, y como siempre faltan muchos, pues venga a llorar. Y, entonces, le pega la llantina a su tita, que viene a pasar la Nochebuena, y a los abuelos, que llegan un poco más tarde porque su papá tiene que ir a por ellos, pero se acoplan de momento. Y cuando llevan ya un rato llorando, viene Bego, la de al lado, que los ha oído, y se echa también una buena llorera porque dice que así aprovecha, que en su casa, sola, le da cosa ponerse a llorar mucho. Simón también quiso ayudarme y nos contó que ellos están casi toda la noche cantando. Nunca cantan durante el año, pero esta noche no paran, aunque no se saben muy bien todas las letras de las canciones, sobre todo su padre, que es quien dirige el coro, así que casi todo el tiempo repiten las campanas, y los peces, y los pampanitos. Y lo que más cantan es lo de «hacia Belén 21


va una burra, y arre borriquito, vamos a Belén», todo junto, porque a su papá le hace gracia que esté el pobre animal todo el tiempo yendo y viniendo para lo mismo. Lo que nos contó Toñín sí que nos gustó. Primero nos hizo prometer que no se lo diríamos a nadie, que sería nuestro secreto porque le daba un poco vergüenza contarlo. Nos dijo que en su casa se celebra la Navidad con una tarta y muchas velas, y se canta cumpleaños feliz, y feliz, feliz en tu día, y llenan el salón de globos y de cadenetas de papel de colores, y tiran confeti que hacen recortando revistas viejas. Y eso es porque sus padres dicen que esa noche es el cumpleaños del mundo, y que hay que alegrarse mucho. Y como Simón le interrumpió y le dijo que se han confundido de noche, que eso es de nochevieja que está justo antes de año nuevo, Toñín nos respondió que no, que son cosas distintas, que en Navidad celebramos el cumpleaños de todos porque es el cumple del amor. Quien lo explica bien es su tío Emilio, que sabe muchas cosas sin mirar el ordenador: dice que Jesús nació para globalizarnos, pero para bien, para que nos dejemos de tonterías y que todo el mundo se quiera y sanseacabó. A todos nos gustó mucho cómo hacen la Navidad en casa de Toñín, pero, claro, yo sólo lo podía pensar porque mi papá no quiere saber nada. Entonces, como 22


no se me iba del todo la tristeza, José propuso que para que mi padre no se llevara un disgusto, celebrara la Navidad en mi habitación a escondidas. Todos estuvimos de acuerdo en que era una gran idea, aunque había que tener cuidado y no cantar ni llorar muy fuerte. De forma que, por la noche, cuando papá nos llevó a la cama a mí y a él y me quedé solo en mi habitación, saqué de debajo de la cama al niño Jesús, la Virgen y san José, que José había cogido del Belén de su abuela. Como no ve mucho, casi seguro que no se da cuenta. Los puse sobre la mesa de estudiar, debajo de un libro abierto haciendo como cueva. Pastores no me pudo coger, ni otras figuritas, porque llegó su madre y tuvo que hacerse el despistado, pero no me importó porque puse los playmobil del Oeste que traen caballos. Cuando acabé de instalar el nacimiento, encendí el ordenador para poner la peli de Qué bello es vivir que me dijo Simón que mola mucho en su casa y que siempre la ven en Navidad; esa, y otra de un Cuento de Navidad en donde sale uno a quien no le gusta la Navidad como a papá. Pero esta no la puse porque salen fantasmas y luego tengo pesadillas. Simón me tranquilizó, porque como la peli es en blanco y negro, cuesta menos tiempo bajarla de internet y así evitamos un poco que papá se entere. Y eso hice, y saqué de la mochila dos polvoro23


nes que me dio Toñín, pero solo me tomé un poco de uno porque tragué mucho de una vez y me entró la tos y tuve que ir al baño a beber agua con la boca tapada, y papá me oyó y preguntó qué pasa, qué pasa, pero como me quedé callado, no ocurrió nada. Cuando regresé, como tenía calor del sofoco del polvorón, abrí la ventana, y qué bonita está la noche, pensé, porque por la tarde había nevado, y era todo como en los villancicos, y la luna estaba preciosa, alumbrando el ciprés que no se había oscurecido y parecía que lo hubieran pintado con un lapicero de punta afilada. Entonces decidí que por qué no iba a venir la Navidad también a nuestra casa y salí muy despacito al jardín y fui a la leñera y levanté los palos de la esquina y cogí con cuidadito todas las que estaban allí agazapadas, dormidas, pasando el frío del invierno. Después le pasé a cada una un algodoncito y un hilillo por debajo, muy suavemente, y las dejé un ratito bajo el flexo para que se desperezaran. Mientras tanto, busqué la foto que tengo escondida en el libro del camello cojito y escribí detrás con el rotulador verde. Luego fui a despertar a papá, que se dio un susto y me preguntó que si tenía sueños malos. Le dije que no, pero que se levantara porque había ocurrido algo en el jardín y que viniera conmigo. 24


Salimos de casa, y entonces papá vio el ciprés iluminado por los gusanos de luz, y la luna encima, como si fuera una estrella, y el aire lo balanceaba todo, que era como si estuviésemos bailando ballet. Y le dije que se acercara y mirase bien, que nos habían traído un regalo para él. Y papá abrió el sobre y vio la foto en donde estábamos los tres, bueno, a mí no se me ve, pero estoy dentro, y le dije, venga, vamos, dale la vuelta, y la giró y leyó «Os quiero mucho, feliz Navidad», y se quedó muy quieto, callado, pero no lloró, solo sonrió como cuando sonríe mi papá, pero más todavía, y parecía que las pupilas se le fueran a echar a rodar por el trampolín de las arruguitas de los ojos. Y también echó un suspiro muy largo que, como hacía frío, se elevó en una nubecita de vapor que tenía la forma de un ángel, o a lo mejor fue un ángel de verdad que se le escapó con el suspiro. Entonces, se agachó un poco y me cogió de la cintura, y me alzó, y me dio un beso pequeño, y después uno grande, y me dijo feliz cumpleaños y feliz Navidad, y me dio nueve tirones de orejas. Y yo me puse muy contento porque ha sido la primera vez que hemos celebrado mi cumpleaños y el del mundo.

25



El año en que por poco no hubo día de Reyes

(Noche del 31 de diciembre, 22:18)

—¡Oh, no!

El señor que pintaba los números de los calendarios se echó las manos a la cabeza. La cola de Misifú había empujado el bote de pintura roja, derramando sobre el suelo de la estancia un prado de pétalos de amapola. ¿Qué haría ahora? Se agachó y probó a mojar el pincel en el interior de la lata. El penacho de pelitos apenas 27


llegó a humedecerse. ¡Qué mala suerte! Si solo le faltaba rotular un día… ¡Qué preocupación la del señor de los calendarios! ¡Y cómo no estar preocupado! Todos los años cumplía su tarea con esmero y diligencia. Y a tiempo, muy a tiempo. Cada fin de diciembre tenía preparados todos los almanaques y calendarios para que pudieran agarrarse con chinchetas a las paredes, mirar con displicencia desde la mesita de la sala de estar lo que ponían en la tele o cobijarse del frío y del calor en el pliegue más mullido de los bolsos y las carteras. Procedía meticulosamente. Primero, rellenaba los días negros, que en apretada y ordenada formación recorrían todas las semanas del año. Para no despistarse, y así evitar que alguna cifra se quedase perdida, escondida entre la muchedumbre de días, comenzaba desde diciembre y pintaba hacia atrás hasta llegar a enero; de este modo, se iba animando conforme rebobinaba el tiempo futuro. Después era el turno de los domingos: uno a uno daba forma al número que tocaba con la tinta encarnada. Alegres y juguetones, daban saltos de pídola de seis en seis hasta concluir el año. Cuando finalizaba con el último de ellos, revolvía de nuevo la rotonda del tiempo, pintando ahora los días de fiesta entre semana, muy atento a 28


la plantilla que le había dado el concejal del ayuntamiento para no equivocarse. El reflujo de esta marea de color acariciaba la orilla del nuevo año cuando rellenaba la barrigota del 6 de enero, el mejor día del año, el día en el que todos dejamos de hacernos los mayores. Concluida su labor, preparaba los calendarios y almanaques para que el repartidor los recogiera y los entregase en todos los lugares de la ciudad. Pero, ahora, ¡en menudo lío le había metido el gato! Con el bote en el suelo y Misifú ronroneando entre compungido y zalamero, cavilaba qué podría hacer. Porque solo había tenido ocasión de pintar el día 6 en uno de los calendarios. Miró el reloj. La droguería de abajo estaría cerrada y no había tiempo para esperar al día siguiente. Joaquín, el repartidor, no tardaría en llegar. Se aprestó a hacer lo único que podía salvar esta situación. Quizás nadie se apercibiera. A fin de cuentas, todo el mundo sabe que el día 6 de enero vienen los Reyes Magos. Y, en cualquier caso, los Reyes saben que tienen que venir. Justo cuando el repartidor llamó al telefonillo, acababa de juntar todos los almanaques y calendarios, or29


denándolos en una pila. Los rodeó con un cordelito de cáñamo y les hizo una lazada. Recibió con alivio las felices navidades con que se despidió Joaquín y cerró la puerta. Estaba exhausto. Antes de irse a la cama, cerró el bote de pintura negra para que no se endureciera e introdujo el pincel en un bote de mermelada. De inmediato, unos oscuros nubarrones se extendieron por el aguarrás, trayendo consigo una tormenta de malos presagios… (Día 5 de enero, noche, 21:47 horas)

La noche del día 5 de enero, Andrés, Silvia, papá y mamá dejaron aparcadas las zapatillas junto a la puerta del balcón. Mamá puso tres polvorones, una peladilla, un mantecado y un mazapán en un platito, porque Andrés pensaba que no a todos los pajes les gustaría lo mismo. —No eches mucho, papá, que luego tienen que ir a otras casas —advirtió mamá, mientras papá llenaba tres vasitos con anís. A continuación, trajeron entre los dos el barreño lleno de agua de la cocina para que bebieran los camellos y los caballos, y lo dejaron entre las copitas de anís y la 30


hoja de lechuga que Silvia pensó que le encantaría al de Gaspar, su favorito. —Ya es hora de irse a la cama. Y nada de quedarse despiertos porque, como os vean, los Reyes no nos dejarán nada. —Y papá rasgó con un tenedor la superficie esmerilada de la botella cuatro veces, dando la señal de que estaban preparados para que Melchor, Gaspar y Baltasar los visitasen. (La mañana de Reyes, 7:36 horas)

¡Qué alegría cuando Silvia vio el peluche asomando la cabeza entre sus zapatillas!, ¡y lo contento que estaba Andrés con su juego de magia! La habitación de mamá y papá fue invadida por los gritos de emoción de Andrés y Silvia. —Ya vamos, ya vamos…, ¿de verdad que han venido?, ¿y se han comido los polvorones? —¡Sí, mamá! ¡Que sí! —Silvia le tiraba de la pernera del pijama a mamá para hacerla descender de la cama. —Que no, que no todos. Si os lo había dicho. Han dejado el mazapán. No les gusta el mazapán. Como a mí, ¿os dais cuenta? —Andrés aclaró la situación con un tono aleccionador.

31


(Día 6 de enero, unos minutos después de que Silvia y Andrés descubrieran los regalos, como hacia las 8:02)

La teniente Acosta recibió la orden. Aviso urgente, movilice a las unidades. Reunió con prontitud a la parte de la compañía que permanecía en el cuartel. Los demás habían marchado a hacer maniobras al parque de atracciones y ellos se habían tenido que quedar acuartelados porque no había sitio para todos. Montaron en las tanquetas, en las motos y en Aurora, la yegua con la que patrullaban en el carrusel, que tuvo que volverse porque se había mareado. Siguiendo el procedimiento, la teniente alertó al comisario de policía, que de inmediato puso a su disposición a dos vehículos antidisturbios, tres guardas jurado y un oficial de notaría. En el momento en el que todo el operativo estuvo preparado, marcharon hacia el objetivo. Gloria se extrañó al ver la comitiva recorriendo con circunspección la avenida. Su olfato avezado de periodista caza noticias le puso en alerta: ¡algo muy importante había sucedido en la ciudad y ella tenía que contarlo! De modo que también Gloria se sumó 32


al desfile, pero a cierta distancia, para mantener la discreción que consideraba obligada en su oficio y, de paso, no ser detenida. Enseguida que llegaron los soldados, los policías, los guardas jurados y el oficial de notaría, se apearon de los vehículos y rodearon el edificio. Contaban siete pasos y uno de ellos se detenía. Así uno detrás de otro hasta dar la vuelta completa. Todos sabían lo que tenían que hacer porque lo habían aprendido muchas veces. Debían permanecer lo más vertical que pudieran en el sitio que a cada uno le había tocado, sin pestañear ni nada, y aguantar firmes hasta que la teniente dijera ya. Cuando todos estuvieron en su lugar, la teniente asintió con satisfacción, le hizo una indicación con la mirada al agente Muñoz y al oficial de notaría, abrieron el portal y se introdujeron con paso decidido en el ascensor para dar cumplimiento a la misión encomendada. No podía permitirse que nadie se quedase en casa un día laboral para jugar con los niños. (La mañana de Reyes, 8:31 horas)

Como a Silvia no le gustaban las gominolas de mora, le pidió a mamá que se la cambiara por un sobre de polvos picapica. 33


Andrés y papá estaban en la cocina, preparando el roscón de Reyes. Llamaron a la puerta. ¡Ding dong! Un señor fornido, vestido de policía, y una señora delgaducha, que parecía escurrirse de su traje de militar, los escrutaron desde el hueco que dejaba la puerta abierta. —¡Hola! —les saludó papá con jovialidad, pensando que eran los del quinto, que por carnavales siempre se disfrazaban de bandoleros, de entomólogos o de muchas otras cosas. —¿Qué hacen ustedes en casa? —les preguntó la señora secamente. —¿Que qué hacemos? Igual que vosotros. Viendo lo que nos han traído los Reyes... —Papá les guiñó el ojo para seguirles el juego. —¿Día de qué…? —La señora mantuvo el semblante firme, dando mayor impresión de rigidez y severidad—. ¿Es que no ha consultado el calendario? Hoy es día laboral, la–bo–ral. ¿Saben lo que significa eso? Que hay que trabajar. Que deberían estar en el trabajo y se han quedado en casa. Entonces, papá se puso un poco nervioso. O los del quinto estaban actuando muy bien o algo extraño ocurría. —Pero, si… si anoche fue la noche de Reyes, y hoy han venido los Reyes Magos, y… 34


—Miren, miren —intervino mamá, señalando la planilla de enero del calendario que había descolgado de la pared de la cocina—. ¿Lo ven? 6 de enero. En rojo. Igualito que los domingos y que... —¿Rojo?, ¿están tratando de convencerme de que hoy no es día de trabajo? Agente Muñoz, por favor, intervenga. El agente Muñoz, que hasta el momento se había limitado a estar rígido y atento, hurgó en una cartera de cuero muy grande que traía y comenzó a sacar almanaques y calendarios. —Aquí tenemos uno con fotos de gatitos. Ninguna duda: negro. Y en este otro de la agencia de seguros, también. Y, vean este pequeño, de la tintorería: el número es chiquitín, pero no da lugar a confusión: negro como el carbón. —Con eso es suficiente, agente. Me tienen que acompañar. —Pero, si… —comenzó a decir mamá— si en el nuestro… —Les aconsejo que no sigan por ahí. Me obligarían a acusarlos también de falseadores del tiempo y de echar embustes a la autoridad. Mamá y papá tomaron sus cosas del trabajo y les dieron un beso apresurado a Andrés y Silvia, bajo las miradas acechantes del agente de policía y de la teniente. 35


El oficial de notaría seguía escribiendo. —Os tenéis que quedar solitos en casa un poco, pero es solo un poco. Venimos enseguida. Quedaos en vuestra habitación y no salgáis, que ya volvemos. Enseguida, de verdad. Que es todo un malentendido. Seguro. Adiós, adiós. Y así, sin casi tener ocasión para nada, los padres de Silvia y Andrés se fueron a trabajar y los dejaron en casa el día que tenía que ser de Reyes. (Mañana del día 6 de enero, 8:43, justo después de que mamá y papá les dieran un besito a Andrés y Silvia)

Medio oculta tras la marquesina de la parada del autobús, Gloria escuchó la breve conversación de los dos ciudadanos que salían del portal, escoltados por la teniente y el agente. —¿Estarán bien los niños solitos? —le dijo ella a él. —Sí. No te preocupes. Estarán entretenidos con los regalos. Ya son mayorcitos —le respondió él a ella, con un tono que sonaba más bien a un intento de autoconvencimiento. —Pero si son tan pequeños… —replicó ella, preocupada y casi llorando. 36


Gloria no pudo escuchar más porque fueron introducidos en un coche de policía, junto con el agente Muñoz, quien les abrió y cerró la puerta con mucha educación. Aprovechó el momento para salir de la marquesina y se dirigió a uno de los guardas jurado, que hacía su trabajo junto al portal. —Hola, soy Gloria Pantaleón, reportera de entretenimiento y accióóóón —dijo accioóóóóón arqueando la ceja derecha y empleando una entonación como de una moto que llegara y después pasara ante nosotros, arrastrando las oes mientras cambiaban de tono hasta casi desaparecer por la última bocacalle—. ¿Tiene usted alguna información sobre qué ha ocurrido en este edificio? —Pues, la verdad, no mucho. Solo sé que hemos intervenido porque unos sujetos querían quedarse en casa jugando con sus hijos. Se los están llevando al trabajo. El cerebro de Gloria extrajo conclusiones de inmediato. No hacía falta conocer mucho más para apreciar que estaba ante una verdadera primicia informativa. El notición que todo periodista desearía contar. Su mente se activó y la condujo con celeridad a rodear el edificio, mirando hacia arriba para tratar de descubrir alguna señal que le permitiera emplazar 37


el caso. Y no tuvo que recorrer muchos puestos de vigilancia para localizar una manita que decía adiós a sus papis desde el piso noveno. Inquieta, descolgó la mochila que llevaba a la espalda y sacó su dron. No había tiempo que perder, así que le desplegó las aspas, preparó la cámara de tomar imágenes y puso el pulsador del motor en on. Aquella operación no pasó desapercibida a Amancio, el cabo de la compañía. —Está prohibido volar. —Pero si solo voy a dar una vuelta. —No se puede hacer ninguna actividad mientras esté desplegado el operativo. Son órdenes de mi teniente. —¿Y puedo ver a su teniente? El cabo se lo pensó. Como no encontró ninguna orden reciente que impidiera a alguien ver a su teniente, contestó: —Puede ver a mi teniente. De manera que fueron a ver a la teniente. —Hola, soy Gloria Pantaleón, reportera de entretenimiento y accióóóón. He venido a hacer un documental. —El cerebro de Gloria no se había quedado ocioso y se había empleado a fondo para buscar una excusa improvisada. —¿Un documental de qué? 38


—De fachadas. Sobre sus desconchones. Unos grandes desconocidos. Los desconchones de los pisos superiores, quiero decir. No me refiero a los de los bajos y las entreplantas. Queremos dar a conocer las figuras que forman y que pasan desapercibidas. Ayer mismo localicé un elefante en el edificio del banco. Pero estaba en el piso catorce y nadie se había dado cuenta. La teniente se quedó pensativa. —Cabo, tráigame el catalejo para hacer una comprobación. Y el cabo fue a buscar el catalejo. Pero el catalejo de la compañía se lo había dejado el alférez Antoñana a su hija para buscar estrellas fugaces. Preguntando, preguntando, solo Azahara, la doctora, se atrevió a dar una respuesta: —Yo no tengo catalejo, pero a lo mejor puede servir el caleidoscopio del botiquín, que lo receto un ratito a los soldados que bostezan mucho al final de las guardias. Conque el cabo le entregó el caleidoscopio a la teniente y la teniente apuntó al piso duodécimo, y ante sus ojos se formó una catarata de figuras de colorines. Como no decía nada y solo miraba, Gloria se atrevió a preguntar: —¿Lo ve, señora teniente? —Lo veo, lo veo. 39


—¿Puedo entonces volar? —Vuele, vuele. Y ya me va diciendo. Gloria pudo entonces accionar la palanquita de volar del dron. Y subió, y subió. Y cuando llegó al piso nueve, Andrés cerró la ventana asustado, y el dron dio un respingo, y bajó aún más asustado que Andrés. Teniendo ya la seguridad de que había localizado la noticia, Gloria tomó un boli y escribió en un papelito. Lo plegó y se lo metió en el bolsillo al dron, que aún temblaba. Y el dron subió de nuevo. Y cuando alcanzó la ventana, sacó uno de sus brazos y dio unos golpes suaves en el cristal. Andrés no sabía qué hacer. Mamá y papá nunca le habían dicho nada sobre si hacer caso o no a un dron que le saludase desde el cielo de fuera de su habitación. Entreabrió un resquicio en la ventana, solo un poquito, para, al menos, contemplarlo mejor. El dron aprovechó, hizo una bolita con el mensaje y la arrojó con puntería a los pies de Andrés. «¡Hola!, ¿estás solito?», leyó. «Vaya, es solo una pregunta», pensó. Y como estaba bien educado, contestó escribiendo en un pósit amarillo: «No, estoy con mi hermana». Lo dobló en cuatro, se asomó por la ventana y lo lanzó. 40


Pero el papelito revoloteó como una mariposa risueña y se alejó para explorar el cielo del barrio. No se dio por vencido y volvió a escribir una nota. Esta vez inspeccionó los anaqueles de la habitación hasta que su mirada se topó con el muñequito que era buzo. La escafandra le protegería. De la mesita de noche de la nena cogió una gomilla y, con todo el material reunido sobre la mesa, tomó el muñeco, le apretó la nota sobre el pecho con el pillapelos, se acercó a la ventana y lo lanzó. Tal y como había vaticinado, la escafandra aterrizó a la primera, y después el resto del muñeco y la nota. Solo la pierna derecha del buzo se olvidó posarse junto al resto del cuerpo y rodó hasta caer en una alcantarilla. Tras leer el mensaje de Andrés, Gloria escribió una nueva nota: «¿Y por qué estáis solitos?». Y otra vez el dron ascendió, y en esta ocasión no tuvo que esmerarse mucho en atinar, porque la ventana estaba abierta de par en par y Andrés y Silvia esperaban su regreso. «No lo sé. Es el día de Reyes y se han llevado a mami y papi», fue la contestación de Andrés, quien solo tuvo que acercar la nota al dron, que la tomó en sus garritas para llevarla hasta Gloria. 41


—¿Día de Reyes?, ¿hoy? —Gloria no entendía el sentido del mensaje. Sacó su cartera y miró y remiró el almanaque—. Que no. Que hoy no es. Que es día 6 de enero, pero que hoy no pasa nada porque está de color negro. De repente, el cerebro de Gloria se paró un momento, desvió el curso de los pensamientos y le hizo reflexionar: «pero ¿y si...?». En un santiamén, Gloria recogió todos los bártulos que había sacado de la mochila. Antes de marcharse, llamó al dron y, cuando lo tuvo a su lado, le encargó la tarea de entretener a Silvia y Andrés. Y el dron activó el programa de hacer tirabuzones y piruetas, y los niños reían. (Día 6 de enero, un poco más tarde, el tiempo que tardó Gloria en llegar rápido, muy rápido, a su casa, más o menos hacia las 9:57)

Gloria atravesó el pasillo en un pis-pas y empuñó supernerviosa la manilla de la terraza. Abrió la puerta y... ¡sí! ¡Estaban ahí! ¡Los Reyes habían venido! ¡Le habían dejado regalos! Entonces, comprendió. Sin tiempo que perder, tomó el móvil y escribió un wasap a su superior. ¡Noticia urgente! ¡Alerta! Todos 42


tenían que enterarse. Sin excepción. Y cuanto antes. No se podía dejar pasar más tiempo. Su superior lo reenvió a su superior, y el mensaje fue viajando de un móvil a otro, y cuando se quedaba parado porque alguien tenía el teléfono sin batería o no se había instalado el wasap, se subía a un correo electrónico, o a un telegrama urgente, o se hablaba en una llamada telefónica o se lo decían de boca en boca unos a otros. Y recorrió todas las calles de la ciudad hasta llegar al ayuntamiento. Y el alcalde, cuando lo leyó, interrumpió al hombre del tiempo que estaba hablando de un anticiclón que se había quedado aislado y se sentía un poco triste. Y salió en antena. Y dijo que todos tenían que estar en sus casas. Que, repetía, todos, quienes lo estuvieran oyendo y quienes no, que estaba diciendo que todos, dejasen lo que estuvieran haciendo, y los que no estuvieran haciendo nada que también lo dejasen, porque los calendarios se habían equivocado y habían venido los Reyes Magos. Y que regresaran inmediatamente con sus hijas y con sus hijos, y que después fueran a visitar a los abuelos y abuelas, y que llamasen y quedasen con los amigos, y que aprovechasen para sacar a pasear a los perritos y para silbarles a los agapornis. 43


Y el alcalde mandó que en todos los sitios de trabajo sonase la sirena de emergencia de las cosas buenas, la que suena como los coches de choque. Y eso fue lo que pasó ese día de Reyes que, por poquito, casi ni lo fue, y que pudo ser gracias a Andrés y a Silvia. Y a Gloria Pantaleón, ¡claro!, reportera de entretenimiento y accióóóóón. (Día 18 de enero, pero del siguiente año, a las 21:38)

Y para que veáis que este cuento es de verdad verdadera, os cuento lo que le pasó a sus protagonistas. O, al menos, lo que en este cuento les ocurrió. El superior de Gloria llamó a su despacho a Gloria. Cuando entró, le comunicó que le podía destinar a otra sección del noticiero como premio por haber dado la gran noticia, y que cuál quería. Y Gloria le contestó que no sabía qué decirle porque era feliz siendo reportera de entretenimiento y accióóóóón. Y, entonces, su jefe, que se llamaba Javier y era su amigo, se le acercó al oído: —Tenemos estas vacantes… —pero habló en voz baja y no sé lo que le dijo. Lo que sí sé es que, a partir de ese día, Gloria adoptó el apellido de su madre, que lo había usado menos, y se presenta diciendo: «Hola, soy Gloria Prades, periodista 44


de circos y de trabajos de manualidades». Y ya no hace el sonido como de una moto, pero mueve los dedos índice y corazón de la mano derecha y dice «chas, chas, chas», como si tuviese una tijera de dedos. A la teniente Acosta la ascendieron a capitán de astronomía, y trabaja en la terraza del kiosco de chuches del cuartel, en el turno de noche. El agente Muñoz, el alférez Antoñana y los guardas jurado se hicieron amigos y un domingo de cada tres quedan en el parque para jugar a la petanca. Cuando le deja su trabajo, también se apunta el oficial de notaría. El cabo Amancio fue un día a la consulta de la doctora Azahara porque le dolían los pies de estar tanto tiempo en vertical, y la doctora Azahara le recetó unas plantillas, y se enamoraron y son muy felices. Aurora, la yegua, ya no tiene que hacer guardia en el tiovivo y solo va a la feria a comer un algodón dulce. El alcalde habló con el concejal. Y dedicaron un poquito de presupuesto para comprarle al señor de los calendarios un estuche con muchos lápices de colores rojos y cinco sacapuntas. Y, desde entonces, Joaquín no tiene que soplar al primer calendario para no llenarse los dedos de tinta roja cuando hace el reparto. Y Andrés y Silvia escribieron la carta a los Reyes Magos y pidieron una caja de paracaidistas. Y el día de 45


Reyes, papá y mamá subieron y bajaron muchas veces por el ascensor, del piso a la calle y de la calle al piso. Y los Reyes Magos siguieron viniendo, estaría de más. Si, en realidad, ellos ni se enteraron de todo este lío que provocó Misifú. Y todo esto lo sé por el buzo, que muchas noches nos cuenta al resto de los muñecos la historia de lo que sucedió aquel día de Reyes que casi, casi, no fue, dándose un poquito de importancia mientras se apoya en las muletas que Andrés le hizo con dos bastoncitos de los oídos.

46


Retablito de la Virgen y el pastor

Se iba la tarde en Belén. La comadrona recogió la

jofaina y el cuchillo y se despidió, todavía asombrada por lo que había presenciado. Una virgen llamada María había alumbrado a un niño precioso. José, por fin tranquilo, la acompañó a la vereda que conducía al pueblo. En el portal, María, recostada, acomodaba al niño. O, al menos, eso intentaba hacer, sin saber muy bien cómo, dejándose guiar por las débiles señales de aquella criaturita que había salido de sí para estar ahora junto a ella. —Me voy a echar un rato, María; ha sido un día muy largo y yo ya no estoy para tanto trajín. Mañana nos es47


pera una jornada dura y, como no duerma unas horas, no podré con mi alma. —Descansa, José —le respondió María con dulzura—, todo va bien. José revisó los ataderos del buey y de la mula y se reclinó en el pesebre. María miraba al bebé. El sol se estaba poniendo. Un sendero de motas de polvo resplandecientes guiaba a los rayos del ocaso hasta el interior del refugio. No sabía qué hacer con el bebé. Sentía pavor al tocarle, temía por su fragilidad. Se preocupaba cuando bullía: ¿qué le estaría pidiendo? Y cuando cesaba de moverse, se inquietaba aún más, atenazada por un hondo e inmenso temor de pérdida. Pasó un rato. El océano de la noche baldeaba los últimos rescoldos de los rayos mortecinos. A través de la penumbra del portal, una voz risueña interrumpió la quietud del anochecer: —¡Hola!, ¿quién hay? El trino suave de un pajarico contestó desde una viga aquella salve. Tras ello, un aleteo cruzó la estancia hasta posar a la avecilla sobre el hombro del recién llegado. —Somos nosotros —respondió María. Y ante la duda de qué decir, continuó dando razones de quiénes eran, que habían llegado allí de paso, por lo del censo, que ha48


bía presagiado el dolor del parto inminente a media tarde, y que a José solo le dio ocasión de encontrar aquel portal y acercarse al pueblo a buscar una comadrona. —Sed, pues, bienvenidos —le contestó la voz, que ya se había acercado lo suficiente como para poder vislumbrar los rasgos del muchacho de quien procedía—. Suelo descansar en este refugio cuando se me hace tarde y no alcanzo a regresar al pueblo con el rebaño. El pastor se aproximó curioso. —Me ha nacido el Niño Dios —le confió María. —Es pequeño —apuntó el pastor con candidez. —Ya crecerá —repuso María. Un silencio cálido espació la conversación. —A mí me ha parido una borrega. Por eso nos hemos retrasado en el monte. He traído el cordero a hombros: ahí fuera lo he dejado, pegado a la madre. Lo que son las cosas: esas criaturas nacen ya sabidas. María no dijo nada. Entrecerró los ojos, adormecida, vencida por el cansancio. El pastorcillo se acomodó sobre un haz de paja que había esturreado sobre el suelo, junto a la entrada. Pasó un rato. El Niño comenzó a gemir. María lo movió suavemente, intentando calmarlo. Creció el llanto, y María no sabía qué pasaba. El pastor se desperezó. 49


—El niño llora y no sé por qué es —pidió María. —Tendrá hambre —sugirió el pastor. —Lo pongo en el pecho y no se calma —contestó María turbada. —Eso es porque no te ha venido la leche. Mañana le pediré a madre unas hierbas que son buenas. —Y mientras tanto, ¿qué he de hacer? —Me levantaré e iré a la corraliza. El pastor se encaminó al corral y buscó la oveja parida. La tentó. El animal no se sorprendió y dejó verter sobre el cuenco un hilillo de calostro. El pastor sacó un pañuelo de su bolsillo e introdujo uno de sus extremos en el recipiente. —Toma, dale esto. María tomó el trapito y se lo puso al Niño en los labios. La tela mojada enjugó el llanto. La calma retornó al portal. María, en duermevela, cambiaba de cuando en cuando el lienzo de posición. Pasó un rato. El Niño rompió a llorar a borbotones. Qué tendrá ahora, se inquietó María. Y le cantó una nana. Y lo acunó. Y le asió sus manitas tiernas. Pero el Niño seguía llorando. El pastor se desperezó. —El Niño llora y no sé por qué es —suplicó María. —Tendrá frío —aventuró el pastor. 50


—Lo recuesto sobre el pecho y no se calma —respondió María azorada. —Eso es porque tiene aún más frío. Mañana le pediré a madre una pelliza que le hará bien. —Y mientras tanto, ¿qué he de hacer? —Me levantaré y encenderé la lumbre. El pastor buscó a tientas la yesca y el pedernal. Pero la humedad de la noche se había encaramado a la repisa y cubría las fibras del hongo. —Y ahora, ¿qué haré? —María sufría con el lamento del bebé. El pastor volvió a su lecho de paja. Se agachó y tomó con suavidad algo entre sus manos. —Toma, ponle esto. El pajarillo voló sin volar al regazo de María. Pegado a la barriguita del Niño, ahuecó su plumaje hasta parecer un tizón encendido. La calma volvió al portal. Las horas trajeron un cobertor de noche y estrellas. Una de ellas, la más brillante de entre todas, se subió a horcajadas sobre un campanario invisible. Se apresuraron los minutos, ansiosos por amanecer. El sonido de una pandereta rasgó el paisaje. José se incorporó bruscamente. —Qué pasa, qué pasa —inquirió. 51


—¡Alegría, alegría, alegría! —cantaban en el umbral. María abrió los ojos. Todavía no había logrado conciliar el sueño. El pastorcillo abandonó su improvisado jergón y se sumó al jolgorio. El Niño Dios dormía tranquilo, acunado por la cálida respiración del petirrojo.

52


La carta que se quedó olvidada

El buzón se había quedado olvidado en la peque-

ña península con que la calle acababa en sí misma. Su amarillez había ido decayendo hasta camuflarse con la atmósfera indolente de la ciudad. Nadie reparaba en él desde hacía años y quizás por ello se había mantenido orondo, circular y decidido, ajeno a la recomposición del tráfico y a los nuevos ventanales que se asomaban ciegos a su presencia. Y así fue hasta que, cierto día, la autoridad de la ciudad lo declaró bien patrimonial de mucho interés para el vecindario, y una vez que pasaron seis meses y seis 53


días, ascendió a la categoría de monumento local con vocación transoceánica, por las cartas que antaño hubieran marchado allende los mares. Con buen criterio, se destinó un poquito de dinero para su restauración. Se adquirieron cinco botes de pintura amarilla y tres pinceles (dos de brocha amplia y untuosa, otro de punta fina y delicada), confeccionados con pelo gris de muda de perezoso distraído. El día en que fue inaugurada su rehabilitación acudieron desde el centro el señor alcalde, tres concejales y el mimo que estaba en la puerta del ayuntamiento vestido de arcoíris. La seño de la guardería puso a los más pequeños en fila de a dos y les dio a Miriam y a Pablo, que estaban los primeros, los dos pinceles gordos, porque el señor alcalde había cogido el pincel de punta finita. Con todo dispuesto, la restauradora de la ciudad encargada de los monumentos chiquitos abrió los botes de pintura bajo la mirada expectante de los papás, las mamás y los locutores de las noticias. El señor alcalde, que no podía contener su impaciencia, se agachó muy rápido, mojó el pincel de la punta afilada, lo sacó del cubo y lo acercó, aún más veloz, al buzón. Miró entonces hacia atrás, como asegurándose de que ni Pablo ni Miriam se le adelantaban. Pero fue todo tan apresurado que la pintura se sobrecogió y se 54


cayó de los pelitos de perezoso, estrellándose como una constelación de supernovas en el pavimento y salpicando con un garabato indescifrable el lateral del buzón. La restauradora se enfadó mucho y regañó al señor alcalde. Después, ordenó a los técnicos de mantenimiento que agarrasen el buzón, lo alzasen y lo depositaran sobre un montón de hojas de plátano de paseo que el otoño había dejado dormidas en la esquina del acerado. Así, si cayeran nuevas gotas de pintura despistadas, los niños se las podrían llevar a su casa montadas en las hojitas secas. Zis, zas, plis, plis, plas. Manos y músculos zarandearon con suavidad el buzón, lo despegaron del suelo y lo subieron en volandas. De repente, Ruth, que se había salido de la fila, dio un grito: —¡Mirad, mirad!, ¡hay algo ahí debajo! —¡Un papel! —proclamó doña Carmen, la de la tienda de gominolas y pegatinas—, pero si…, ¡parece una carta! —¿Una carta? —inquirió el policía local—. Paso, paso, por favor, déjenmela ver. Lanzó una mirada a la restauradora y ambos se acercaron con caminar circunspecto al buzón, que continuaba ascendido, a unos dos palmos del suelo en buena parte de su circunferencia y a un palmo y poco más 55


hacia la parte de Tomás, que esa mañana se le había olvidado desayunar. La carta era rectangular y sepia, de ese tono apagado con el cual el paso del tiempo pinta lo que fue blanco para darle algo de color. El guardia sostuvo la carta delicadamente sobre las palmas de sus manos, los brazos extendidos pero ligeramente flexionados, como si estuviera acunando al aire. La restauradora llamó entonces al Mayor Especialista en Correspondencia Caligráfica de los Tiempos Analógicos. Como vivía en el portal quinto, entreplanta B, llegó en un momento, con los ojos entrecerrados de haber estado leyendo o haberse quedado dormido. Tomó la carta en sus manos suavemente, igual que se coge un pajarito volandero que todavía no sabe volar, revisó con meticulosidad el haz y el envés del sobre, se detuvo en sus esquinas, repasó las rectas de su contorno y, tras un carraspeo de vacilación, dijo: —¡Bueno, bueno!, ¡¿qué tenemos aquí?! ¿Podría alguien tomar nota, por favor? —Esperó unos segundos y cuando vio que la cara de la concejal de Asuntos Menores Pero Muy Importantes, Pequeñeces y Otros Detalles estaba preparada para anotar, continuó—: La letra es manual, espaciosa y un tanto vacilante. Diría que nerviosa. En la solapa de remitente consta escrito el si56


guiente texto: «Carolina, mami, papi y el nene». En el haz del sobre, es decir, el anverso o cara sin pliegues, figuran como destinatarios: «Sus Majestades de Oriente». Esta frase está escrita en la línea superior; en la línea media aparecen los nombres «Melchor, Gaspar y Baltasar», y en la inferior «Siguiendo la estrella, pero hacia el otro lado». Las letras son redondas y están unidas unas a otras con rabito. La g no lleva lazo y el palito de la t que forma la cruz es insignificante. Quien la escribiera debería repetir varias planillas de los cuadernos de escritura. Hizo una pausa para escrutar a la concejal, que se detuvo para mirarlo fijamente, en espera: —¿Continúa tomando nota? Bien: en la esquina superior derecha hay un dibujo enmarcado en un rectángulo con los bordes dentados. Diría que imita la forma de un sello, un utensilio que incorporaban las cartas para poder llegar. Creo distinguir tres caras con una sonrisa muy amplia, dos de ellas con barbas y la tercera rellena de negro. Se aprecia que las cabezas barbudas tienen sobre sí algún tipo de objeto que me atrevería a identificar con una corona; la otra tiene una especie de cubilete puesto boca abajo. Interrumpió su discurso con un silencio hondo, como si estuviera sondeando todo su conocimiento para entresacar nuevas deducciones. 57


Tras un largo instante, pestañeó varias veces, estiró y bajó el cuello dando dos sacudidas como cuando la cigüeña crotorea, y proclamó con voz afectada: —Es una carta a los Reyes Magos. La noticia voló de unos oídos a otros, y cuando acabó de llenar todas las orejas de los congregados entró en la de los vecinos del barrio que estaban haciendo la compra, y después subió todos los pisos hasta los áticos y las azoteas, y llegó a la avenida, y torció todas las calles hasta alcanzar la plaza del ayuntamiento. Ascendió por la balaustrada de las escaleras grandes y entró en el salón de Plenos. Desde allí, tomó impulso y viajó hasta el Parlamento, y del Parlamento se marchó a recorrer mundo, y viajando, viajando, descansó por fin en el reino de Bután, que es donde se custodian en cofrecillos de caoba las noticias felices. ¡Una carta a los Reyes Magos!, ¡en aquel viejo buzón se había quedado olvidada una carta que no llegó a su destino! Los sabios más sabios de la ciudad fueron reunidos sin dilación para decidir qué hacer ante un caso tan sorprendente, y concluyeron que la carta debía regresar a su remitente porque el timbre se había excedido de fecha. Pero después de determinar esto, que resultó muy sencillo, se atrancaron y se hicieron 58


un lío porque nadie sabía la calle, el portal y la letra de Carolina. Tras pensarlo con mucha intensidad y discutir acaloradamente entre ellos, llegaron a la siguiente conclusión: que lo único que se podía hacer era conducirla a sus destinatarios, aunque hubiera pasado una incógnita de años escabullida del mundo. Una vez tomada la decisión, la secretaria del Ayuntamiento quedó encargada de la tarea del transporte de la carta y los sabios se fueron a jugar a la brisca. La secretaria fue a llamar a Adolfo, quien sabía hacer recados, y le pidió que, por favor, la llevara enseguida. Adolfo, entonces, le preguntó que a dónde tenía que ir, porque hacía mucho tiempo que los mensajes se enviaban pensando, como cuando llamaba al primo Quino, que vivía en la estación espacial trabajando de cerrador de los sueños que quedan inconclusos cuando te despiertas. Nadie en el ayuntamiento supo qué contestar. Y unos a otros se fueron haciendo la pregunta, y, preguntando, preguntando, llegó hasta Carlos, que estaba jugando en el patio del colegio a perseguir quarks con su cazamariposas cuántico. Como ya era la hora de ir a comer, Carlos se lo preguntó a su abuelo, que lo había ido a recoger, y su 59


abuelo, que cuando fue joven había sido cartero, le dijo que él sabía cómo antes llegaban las cartas a los Reyes Magos. Aunque tenía un poco de hambre, Carlos tiró de la mano de su abuelo hacia atrás y regresaron al colegio. Cuando la seño Tere los oyó, cogió a Carlos del bracito, y como la mano de Carlos y del abuelo estaban todavía juntas, llegaron los tres al ayuntamiento. Y en el ayuntamiento, la secretaria y Adolfo los escucharon, y se fueron rápidamente todos juntos a la calle en donde el buzón seguía en el aire, pero ya casi tocando el suelo. El policía abrió un pasillo y en un santiamén llegaron hasta donde estaban el Mayor Especialista y la restauradora, que se entretenían jugando a los chinos. El abuelo de Carlos saludó con timidez y dijo: —Cuando llegaba la Navidad, recogíamos las cartas de los buzones, y las que eran para los Reyes las introducíamos en un saco rojo y verde. Por la noche, justo antes de irnos a cenar, dejábamos la saca en el balcón de la estafeta; al día siguiente, estaba vacía, y así todos los días hasta la noche de la cabalgata. —¡Oooooh! —exclamaron los niños y las niñas, el señor alcalde y los concejales, los vecinos, las seños, la secretaria y las periodistas: todos menos el mimo, 60


que se enderezó de la emoción y parecía una bengala de colores. —¿Y si hacemos eso que dice usted, señor? —preguntó Pablo, que del nerviosismo había mordido casi todos los pelos de su pincel. —No puede ser. Hace muchos años que desapareció la estafeta —replicó el policía. —¿Y qué hacemos entonces? —preguntó Miriam, que tenía su pincel guardadito en su estuche. —Lo único que podemos hacer es enviar la carta como hacemos ahora —intervino el abuelo—: Que un niño o una niña la piense, y, así, nos aseguramos de que lo que Carolina pidió llegue a su destino y pueda ser cumplido. Como nadie dijo nada más después de que todos exclamaran «¡qué buena idea!», la restauradora le pidió a la secretaria que abriera con mucho cuidado el sobre. Lo hizo con una horquilla de elefantes que trataban de mantener entre sus trompas el pelo ensortijado de Ruth. Extrajo con mucho cuidado la carta y se la dio al abuelo de Carlos, quien se sacó las gafas del bolsillo de la camisa para poderla leer. Carlos, a su lado, apretó la cara concentrado, preparándose para escribir la carta en su pensamiento.

61


«Queridos Reyes Magos: Yo sé que sois magos y que lleváis mucho tiempo siéndolo, pero ayer, cuando me fui a la cama, me entró una gran preocupación: ¿Y si un día os cansáis de ser magos y de ser reyes y os aburrís de leer tantas cartas y os vais al río a pescar truchas? Por eso he pensado que este año no os voy a pedir ningún regalo porque temo que a mi carta le toque justamente ser la última en ser leída o, peor aún, la primera en no serlo. Y si fuera así, ¿quién se iba a interesar cada nuevo año por nuestras ilusiones, quién se encargará de traer todos los buenos deseos que pedimos? Así que solo quiero pediros una cosa, por favor: que nunca, nunca, nunca, dejéis de ser Reyes Magos». El abuelo concluyó la lectura y miró a Carlos, que estaba todavía concentrado enviando la carta. Transcurrió un momento silencioso, callado, sin voces ni piares de pájaros ni nubes pasando, hasta que, de repente, el rostro del niño fue ocupado por una enorme sonrisa. La carta había llegado a su destino. Y justo, justo en ese instante, salió un torbellino de aire minúsculo del cajetín de luces del semáforo, y el embudo de aire atrapó la carta, la cual, aleteando, dijo adiós a la mano del abuelo, y a la restauradora, y al se62


ñor alcalde y a los concejales, y a las niñas y a los niños, y a la traductora de butanés, que sonreía. Y la carta subió y subió, como si fuera una cometa, y ascendió tanto que ya ni se la veía. Y aunque Adolfo aseguraba que su primo Quino le dijo que había visto cómo una cometa que parecía una carta descendió sobre la cara oculta de la Luna (que, como todos sabemos es donde arriba todo lo que se pierde en la Tierra), la verdad fue que la carta que se quedó olvidada llegó finalmente hasta sus destinatarios, pensando y volando. Los Reyes Magos hicieron caso a Carolina y siguieron trayendo por siempre jamás la ilusión y los buenos deseos que se escriben y se piensan, y también algunos de los regalos que los niños, las niñas y los mayores piden en sus cartas, las escritas y las pensadas.

63



El secreto de los Reyes Magos

—Bueno. Pues quédate en casa si tanto te duele.

—Es que casi ni puedo andar, ¿no ves cómo se me ha puesto el tobillo? No pudo ver nada ya que ni siquiera miró. Estaba apurada porque temía que no llegaran. Que no pudieran pasar y tuvieran que quedarse lejos y apenas vieran nada. —Está bien, como veas. Nosotros nos vamos. Y no te acuestes muy tarde, vaya a que te pillen despierto. Te llamaremos mañana, enseguida que nos levantemos. —¡Pasadlo bien! 65


La abuela, Tomasillo y Tere se adentraron escaleras abajo, apenas iluminadas por la luz de emergencia del descansillo. Cerró la puerta, aliviado, y se dirigió hacia la ventana, todavía trastabillando un poco, para asegurarse de que efectivamente se iban. Asomó la cabeza sobre las jardineras mustias. La tarde ya casi anochecida era fría, pero no desapacible. Era bueno que hiciera frío, pensó. Era invierno. En cuanto doblaron la bocacalle que desembocaba en la avenida, dejó a solas la atalaya del alféizar desde donde se había asomado y volvió al comedor. La emoción le hizo olvidar el dolor que debía sentir. Pero ya no estaba la abuela, así que no importaba tanto. En realidad, no le gustaba no decir toda la verdad siempre a la abuela. Lo cierto es que durante la mañana le dolió la pierna un poco, pero como a uno le puede doler en cualquier momento cualquier parte del cuerpo si se pone a pensar en ello. Sí, no podía negar que había puesto de su parte para parecer que aquello era bastante serio haciendo como si se tropezara. Y cuando lo hizo, aunque era de pega, se lo torció un poco. Así que técnicamente no era una mentira, si acaso una mentirijilla que no tuvo más remedio que echarle a la abuela. Porque esa noche era muy necesario que estuviera solo en casa. 66


Desde hacía mucho tiempo sentía la inquietud. Nunca la había llegado a expresar abiertamente: ¿quién iba a echar cuentas de su desazón? Nadie lo tomaría en serio. Así que se quedó con su regomeyo para él solo muchos días seguidos. Qué digo muchos días: eran ya muchos meses, muchos años, preguntándose si sí o si no, o, más bien, ¿y si fuera de otro modo? Solo su desasosiego adquirió certeza de preocupación cuando Teresa, tras haber entregado su carta en la Plaza Mayor, le compartió que cómo era posible que el rey Melchor hubiera llegado a la ciudad antes de tiempo. ¡Antes de tiempo! A su ciudad. Porque, efectivamente, allí estaba Melchor, recibiendo la carta de su nieta. ¿Y habría llegado también a otro sitio?; ¿a otros sitios? ¿Y dónde se habían quedado Baltasar y Gaspar?, ¿por qué no estaban sus compañeros con él en la plaza esa noche? ¿Estarían en otros lugares?; ¿se habrían repartido las plazas? Caviló y caviló, y recordó los años pasados, y se vio en ellos, y lo que ocurría, y entonces pudo verbalizar para sí mismo qué era lo que le inquietaba. Entonces ideó el plan que le había llevado a pasar solo por primera vez aquella noche mientras Tere y Tomasillo se apresuraban con la abuela mano con mano para llegar a tiempo y después irse a dormir a su casa y al día siguiente despertar y encontrar lo que les habían traído. 67


Lamentablemente, él no había podido acompañarlos porque había sufrido un desafortunado percance que le había obligado a quedarse en casa… Se aproximaba la hora. Tomó el mando y encendió la tele y fue pasando de canales, recorriendo de arriba abajo todo el programador, anotando las cadenas en donde la conexión ya estaba establecida y aquellas en donde advertían que pronto los acompañarían en su recorrido por las calles de Pamplona, Alicante o Vigo. Cuando llegó al final del recorrido, pulsó el botón de muchos canales a la vez, como le había enseñado su amigo Vicente, y configuró la pantalla para que se vieran en chiquitito todas las teles que estaban retransmitiendo las cabalgatas. Era un plan infalible para salir de dudas. Acercó el sillón a la tele para no perder detalle de las veinticuatro imágenes pequeñitas. Veinticuatro desfiles serpenteantes que anunciaban la mágica llegada de setenta y dos reyes se iban abriendo paso entre veinticuatro túneles de niños, padres y abuelos felices e ilusionados. Una riada de fantasía anegaba de felicidad las calles. Recorrían avenidas amplias y bulevares arbolados, giraban con detenimiento en las rotondas, se angostaban en los estrechamientos y se esparcían en las anchuras. Bajo los puentes parecían reclinarse y en 68


los momentos de descanso bailaban y se regocijaban al ritmo de los tambores y las trompetas de las comparsas. Miró y remiró. Se acercó a la pantalla para no perder ni un minúsculo detalle. Amplió la imagen cuando la retransmisión de una cadena le creaba duda. Y cuando finalmente sus majestades llegaron a su destino en todas partes, un reconfortante sentimiento de tranquilidad le embargó. No había nada extraño. Todo estaba en orden. Los Reyes estaban en todos los sitios a la vez. Como tenía que ser. Claro que en donde hacía algo de más frío estaban más abrigados Y que a alguno el viento le había despeinado la melena. Y que en unos lugares marchaban sobre remolques engalanados con espumillones tirados por tractores y en otros sobre plataformas rodantes con enaguas de colores que impedían descubrir qué o quiénes impulsaban el vehículo. Lo normal, pensó. No iba a ser lo mismo pasear de noche en Bilbao que en Córdoba. Si uno está al mismo tiempo en muchas partes a la vez, es lógico adaptarse. Y ellos se lo podían permitir, que para eso eran magos. Pablo se durmió mucho más tranquilo. Ya podía esperarlos sin temor. Además, acostándose pronto le hacía caso a la abuela: se lo debía después de lo del pie. *** 69


Era pronto cuando se despertó. Se había quedado dormido en el sofá, de modo que, tras enderezarse con el apoyo de un par de bostezos, solo tenía que mirar cerquita. Nada. No había nada bajo el árbol. Tampoco junto al nacimiento. «¡Qué raro!», pensó. La preocupación le duró poco en cuanto reparó que la abuela había decidido dejar ese año los zapatos, los polvorones y la copa de anís en el balcón. Justo la semana anterior le había dado cera al piso y no quería arriesgarse a que, por una de aquellas, esa noche subieran con los camellos y uno de ellos dejara algún regalito sobre el suelo brillante. Abrió la puerta y, ¡sí!, ¡allí estaban! Paquetes de colores. Bolsas de caramelos que se asomaban por la lengüeta de los zapatos. Y la copa de anís a medio tomar. El paquete que había sobre sus botas era rojo y verde. Por el peso y el tacto se diría que era ropa. Fue a abrirlo, pero se detuvo al apercibirse de que una nota se había deslizado al coger el paquete. «Para Pablo», anunciaba el sobre. Rasgó el sobre y se zambulló nervioso en la carta: «Querido Pablo: Teníamos hace tiempo ganas de escribirte. Sabemos que has estado inquieto estas semanas y…» En ese momento sonó el móvil. Le pilló de improviso porque se había olvidado de la abuela, de Teresa, de 70


Tomasillo y de sus padres. Tomó el teléfono, corrió la pantalla y se preparó para la conversación, pero sin dejar de leer la nota, tratando de escuchar, hablar lo preciso y leer, pero sin que se notara que estaba haciendo todo a la vez porque la abuela se daría cuenta. «Sí. Claro que han venido. Cómo no. Para todos. Que sí. Que todos los zapatos tienen algo. Espera, que te pongo el vídeo. Deja que enfoque…, ¿lo estás viendo?». Mientras, seguía leyendo, un poco a trompicones. Aquello sí que era un regalo. A medida que avanzaba y descendía la escalera de líneas, su cara se le iba iluminando. Lo que, efectivamente, no pasó desapercibido a la abuela: «Pero ¿qué haces?, ¿quieres enfocar a los regalos y dejar de dar vueltas con el teléfono, que nos vas a marear?». Comprendió que sería más prudente dejar de leer la carta para acabar su lectura con tranquilidad cuando finalizara la teleconversación. *** Pasó un año. Justo un año menos un día. Pablo tenía que afrontar el reto de salir solo de casa la tarde de Reyes sin ser interceptado. Esta vez también había pensado un plan, pero no era sencillo ponerlo en práctica. 71


Tenía que esperar a que la abuela se tomara el café y se adormeciera viendo la serie. Pablo la observaba un poco de lejos para que no le delatara su nerviosismo. Se apostó junto a la puerta de la calle, junto a la mesita del zaguán, con la excusa de acercar los camellos al portal en su última etapa del viaje de este año. Así, si le preguntaba, estaría haciendo algo. Cuando la lentejuela de sacarina cayó a la taza inició la maniobra: —Voy a salir un rato con unos amigos. —¿Ahora? Si es la tarde de Reyes. —Ya. Lo sé. Pero es que me han llamado. —¿Quién te ha llamado?, ¿y a qué hora piensas volver? —Bueno. No muy tarde…. me parece —esto último lo dijo más bajito, para que constara como dicho, pero sin que se pudiera enterar bien la abuela. —¿Me quieres decir con quién vas? Aquello comenzaba a complicarse. Como prosiguiera el interrogatorio, sería descubierto. Una cosa era hacerse el despistado y otra tener que elaborar un embuste. Tenía que actuar con rapidez, pero no se le ocurría nada que le permitiera salir con dignidad de aquella encerrona. En ese momento sonó el teléfono de sobremesa. La abuela lo cogió y por la respuesta estaba claro que era Trini. Había cobertura. Se había salvado por la campa72


na. Tenía que aprovechar la oportunidad que le brindaba el destino, así que alzó la voz para decir adiós y con un impreciso «luego vuelvo», abrió la puerta y la cerró atropelladamente de tal manera que la última reconvención de la abuela solo pudo salir de la casa hasta la mitad: «abrígate al menos…». Tomó rumbo hacia la dirección que estaba escrita en la carta. Tenía tantos nervios que le pareció llegar en un santiamén. El portal tenía acceso a través de una puerta giratoria que le hizo entrar en volandas. De ahí al ascensor fue un suspiro. Y con el paquete rojo y verde bien cogido entre las manos, tal y como le decían las instrucciones, esperó a que se abrieran las puertas. Entró y escrutó la numeración. Fue subiendo con la mirada hasta llegar al piso 23, que era el último de toda la serie. Lo presionó y comenzó a subir, y a subir, y a subir. Y los dígitos del cuadro de luces subieron y subieron. Y pasaron por el 15 y por el 20 y cuando llegaron al 23 no se detuvieron, sino que continuaron sucediéndose, arrollándose los miles unos a otros, y después los millones, y luego los gugoles, e iban tan rápidos que dejaron de ser números y se convirtieron en un rayito centelleante. Y el tiempo se dio tal carrera que tuvo que irse a descansar al sofá del vestíbulo. Y los números se quedaron finalmente exhaustos y hubieron de pararse, 73


y el ocho se quedó dormido y se echó una siesta tumbado a lo largo en el letrerito luminoso. Cuando el tiempo descansó un poco, se abrieron las puertas del ascensor. Y Pablo salió. Como en la pequeña estancia solo había una puerta que interrumpiera el blanco de las paredes, no tuvo ninguna duda de lo que debía hacer. Prendió la manilla, la giró, empujó y se vio en la cabecera de una enorme sala. Inmensa. Más grande que todos los campos de fútbol juntos. Pero mucho más. Y estaba abarrotada con una muchedumbre incontable de abuelos y abuelas como él. Había abuelitas y abuelitos de todos los colores, o así le parecía. De un rosa cálido y de un verde tierno; los había tan encarnados como la alegría de un día inolvidable, y tan azules como la serenidad de una mirada acogedora. Había abuelas de cabellera crespa en la que el pelo hacía tubos de surf sobre la frente, y abuelos despelados que guardaban el reflejo de los soles que se habían ido. Todos estaban allí, todos llevando un paquete verde y rojo como el suyo entre las manos. —¡Atención! —el murmullar de los presentes se interrumpió al escucharse la advertencia que procedía de la megafonía—. Un poco de silencio. Que vamos a empezar. Por favor, silencio, que si no, no se van a enterar los de atrás. 74


Todos se callaron porque, como había tanta gente, no se sabía bien dónde quedaba atrás, y cualquiera de ellos podía tener a los de atrás a su espalda, así que, de inmediato, aquel sitio que era como muchos campos de fútbol, enmudeció. Entonces, se iluminó arriba y todos vieron una especie de escenario en donde aparecieron como de la nada los tres Reyes Magos. Lo que ocurrió allí a partir de ese momento solo lo conocen Pablo y todos los demás abuelos y abuelas que estaban allí. Lo único que se sabe a ciencia cierta es que los Reyes hablaron y hablaron. Dijeron todo lo que no dicen a ninguno de nosotros y que solo ellos saben. Y cuando terminaron de hablar, las abuelas y los abuelos allí presentes abrieron sus paquetes, cada uno el suyo. Y se pusieron la ropa que había dentro porque, sí, era efectivamente ropa, tal y como Pablo había palpado. Y una vez puesta, Pablo y todos los demás abuelos y abuelas se dijeron adiós, se dieron la vuelta y regresaron a su ascensor. Y pulsaron el botón de planta baja. Y cuando Pablo abrió las puertas del suyo, dos pajes le esperaban en el vestíbulo y le preguntaron que qué tal estaba su Majestad, y se encaminaron juntos a donde comenzaba la cabalgata. Y allí, Pablo, que ya no era Pablo, sino el rey Gaspar, porque, con tantas cabalgatas 75


y tantas ciudades y pueblos y tantos niños y niñas y padres y madres a los que hacer felices, los tres Reyes Magos habían decidido tomarse su tiempo y no estar estresados yendo de un sitio a otro, que al final no les daba tiempo a casi nada, porque aunque podrían estar en todas partes, puesto que para eso eran magos, era mejor echar el cariño y la atención más despacito, sin agobios por la prisa. Por eso, cada año se dedicaban cada uno a dos cabalgatas, porque en cuanto acababan la primera se iban a una de Canarias, y buscaban ayuda para cubrirles en donde no iban a estar. No es de extrañar que Pablo y los demás abuelos y abuelas estuvieran encantados de que hubieran contado con ellos. Eso sí, podían estar tranquilos porque no había nadie mejor para repartir ilusión y ternura. De esta forma, Melchor, Gaspar y Baltasar podían estar en todas partes. Y para ellos era menos cansado, porque también a los magos los años les pasan factura. Cuando Pablo llegó junto a la esquina en donde estaba esperando la abuela con sus nietos, con Teresa y con Tomasillo, tomó un puñado de caramelitos masticables y los arrojó con toda la puntería que pudo al paraguas del revés que cubría sus cabezas. Todos gritaban y reían. Y cuando estuvo aún más cerca, miró a Tomasillo y a Teresa y les guiñó el ojo derecho, así como quien no 76


quiere la cosa. Y les sonrió mucho, que todas las arrugas de su cara se pusieron tersas y contentas a la vez. Y por lo que me dicen, a partir de esas navidades el Rey Mago favorito de Teresa y Tomasillo fue el rey Gaspar. Y ya no puedo contar mucho más porque no lo sé.

Bueno, sí. Falta una cosa que no se me puede olvidar. Que cuando Pablo le explicó a la abuela en donde había estado durante toda la tarde, Carmen le dio un besito. Y se quedó dormida con la esperanza de que a la mañana siguiente hubiera un paquete verde y rojo sobre sus zapatillas de estar en casa.

77



Fiesta de cumpleaños

¡Por fin había llegado su cumpleaños! Había estado

impaciente todo un año, esperando a que pasaran los meses para reunir a todos sus amigos y comer el pastel y los buñuelos de la abuela Ana. El griterío reverberaba en el campo de juego que habían preparado en la explanada. A decir verdad, no hubo mucho que disponer: solo tener listos los güitos, las tabas, las tizas y los trapos que necesitaban para pasar una tarde fabulosa jugando a la gallinita ciega, a la una salta mi mula o a las luchas a caballito. 79


Mamá llamó para la merienda. Empapados en sudor a pesar del airecillo gélido de diciembre, pasaron al interior de la casa. Mientras unos y otros se empujaban para coger uno de los chicles de lentisco que repartía el abuelo Joaquín, se sentó a descansar sobre los rayos de sol que se filtraban por el postigo entreabierto. Estaba contento. Le encantaba su cumpleaños: ¡venían tantos amigos que casi no se cabía en casa! Y lo mejor era cuando comenzaban a cantar. Uno cogía el pandero, otro la zambomba, aquel el flautín. Alegría, alegría, cantaban, y gatatumba, tumba, y que arre el burrito, arre. ¡Era tan divertido! De repente, a mamá se le derramó el zumo de granada. ¡Cataplof! El cántaro se partió en cien fragmentos y la fila de chiquillos que esperaban su turno se abalanzó sobre el suelo para mojar los dedos y chupetear el líquido. Apercibido del pequeño desastre, bajó del reluz. Se acercó, miró los trozos y los recompuso, rellenando el jarro con el zumo derramado. «Venga, otra vez a la cola —dijo mamá—, a ver, ¿por dónde iba?». Estaba tan nervioso por recibir los regalos que salió fuera. Ya casi había anochecido y el frío se había encargado de hacer entrar a los invitados que charlaban a la puerta. ¡Cuántas estrellas había en el cielo! Daba la 80


impresión de que el firmamento hubiera parido enjambres de luciérnagas. —¡Felicidades, hijo mío!, ¡te estás haciendo todo un muchacho! —escuchó. —¡Hola, papá!, ¡qué alegría que hayas podido venir!, ¿cómo va todo? —respondió a la voz. —Bien, bien. Sin muchas novedades. Ya he visto que están todos tus amigos. Lo estáis pasando en grande, ¡menuda noche tan buena habéis montado! —Sí... ¡estamos todos juntos! Ahora íbamos a comenzar el pastel. Estoy nervioso porque no sé qué me van a regalar. Le he pedido al abuelo que me trence una honda nueva, pero a ver... —las palabras le salían apresuradas, inquietas, ¡no se acababa de acostumbrar a hablar así con su padre! —Hijo mío —la voz cambió de tono—. Sabes que no disfruto corrigiéndote, ni llamándote la atención. Bueno, salvo cuando ya no me dejas otra alternativa y tengo que enviar a Gabriel a que te dé una colleja. Pensó que aquella introducción no presagiaba nada bueno. —Voy al grano, que de un momento a otro te llamarán para que entres. Verás. Me tienes muy preocupado. No es bueno que uses tus, digamos, dones para fines a los que, en realidad, no están pensados. 81


—¿Te refieres a mis poderes? —preguntó. —No es el nombre más apropiado, pero, bueno, llámalos como quieras. El caso es que últimamente estás abusando un poco de ellos. No está bien que hagas ganar a tu equipo cuando jugáis a romanos y cartagineses, o que te salga el seis doble bastantes veces con los dados. —Pero, papá, ¡no es para tanto! Si apenas lo hago... Y si no lo hiciera, los mayores no dejarían de ganarnos y siempre seríamos sus esclavos. Además, en mi equipo va Manuel y con lo gafe que es nunca ganaríamos. —Sí, sí. Lo sé. Que lo haces con buena intención. Pero no es sensato hacer demasiado ese tipo de cosas, ¿sabes? Por ejemplo, piensa en lo que ha pasado antes. Recomponer el cántaro ya es algo extraordinario, pero rellenarlo de nuevo y que, además, no se acabe el zumo nunca, aunque todos repitan, ¿no te parece un poco excesivo? —Papá, ¡si todos me conocen!, ¡cómo si no lo hubiera hecho desde pequeño! —¡Ese es el problema...! Que antes había excusa porque no dejaban de ser chiquillerías, pero ya has crecido y sabes manejar mejor tu..., a ver cómo decirlo... tu capacidad. —¿En qué estás pensando, papá? —la conversación no estaba tomando buen derrotero. 82


—Que a partir de mañana dejarás de hacer uso de tu don. —¿Qué quieres decir?, ¿que ya no voy a poder agachar la copa de los árboles para volver a su nido a los pollitos que se han caído?, ¿ni voy a poder curar a nadie que esté malito? —Es lo mejor para todos, no te lo tomes a mal... —Pero tú me has dicho muchas veces que me has enviado aquí para hacer el bien, y con estos poderes que tengo puedo hacer maravillas. Me pongo a pensar y no acabo, ¡con todo lo que hay que arreglar! —No te quito la razón. Hace tiempo que esto se me fue de las manos y no hay dios que lo enderece. Es un decir, claro. Pero, desde luego, no lo podemos resolver así, a base de poderes. »Ya te darás cuenta, pero te puedes meter en un lío muy grande. Basta que alguien se vaya de la lengua, cualquiera, incluso alguno de tus mejores amigos, y los romanos, con lo que son, te montan un pleito por superchería y te acusan de ir por ahí haciendo magia y dándotelas de quien no eres. Y esa gente no se anda con chiquitas, que tardan poco en crucificarte para quitarse problemas de encima. »Además, esas no son formas de arreglar lo que está mal. Te lo he dicho en otras ocasiones: te he enviado 83


para ver si a ti te hacen más caso que a mí y les entra en la cabeza que, o se quieren unos a otros, o esto no hay quien lo enderece. Si resuelves los problemas por la vía fácil, haciendo milagros, los vamos a malacostumbrar y no van a cambiar nada. ¡Vaya!, pensó, ¡con todos los planes que tenía pensado! Sanar a Matías, que desde que cogió la lepra ya no viene a jugar, con lo divertido que es, y así podría regresar al pueblo. Regalarles un buey a Marcos y Ruth para reemplazar al viejo Ethiel, que tuvieron que vender para que a los mellizos no les faltaran gachas. Llenar el granero de Tobías, que desde que entraron los ratones no tiene para hacer harina. —No te digo que muy de tanto en tanto hagas algo extraordinario, sobre todo porque tengo la sospecha de que no va a haber nadie que te crea cuando digas quién es tu padre. Pero, hazme caso, es mejor que durante un tiempo te comportes como todo el mundo, que ayudes a tu padre en la carpintería, que ya está mayor; y que aprendas bien el griego y el latín, que te harán falta. La brisa quedó en silencio. Tras un instante de espera, bajó la vista de las estrellas enfurruñado, hizo un mohín y se encaminó a casa. Su madre salía en ese momento, intranquila. —¿Dónde has estado tanto rato? —le preguntó. 84


—Hablando con papá. —Pero si tu padre está ahí, sentado, con ganas de irse a la cama. —Mamá, que estaba con el Padre... Con el otro padre. —Sí, sí, claro, ¡qué cabeza la mía! ¿Y qué te ha dicho? —Que tengo que dejar de hacer las cosas que hago que no son muy normales. —¡Vaya!, ¡no sé qué decirte! Mira que en ocasiones nos viene muy bien. Tu padre sabrá. Yo no digo nada. Él tiene más criterio en esto. Me imagino que será lo mejor para todos. Lo que sí te digo es que es tu cumpleaños y tienes a todos esperándote. Y que todavía no te he tirado de las orejas, mi chiquitín, con lo que has crecido. ¡Anda, deja de preocuparte y vamos dentro! María le dio un beso que le supo a cinco años menos, al primer día que fue a la escuela del viejo Ezequiel e iba asustado, temeroso de salir solo de casa. Después se abrazaron. Y con tanta fuerza, que se levantó un remolino de ternura que arrastró al coraje que las palabras de su padre le habían provocado. Atravesaron el zaguán y entraron. «Sal mirandillo arandandillo, sal mirandillo arandandá», cantaban todos animados. Y así siguieron hasta que al alborear el día se acabó de recoger el tío Zacarías. 85


¡Qué noche tan buena habían pasado! Se fue a la cama. A pesar del cansancio no podía dormir. Su mente recorría los estribillos de las canciones de la velada, revivía las sonrisas, el crepitar de las últimas brasas. De repente, se incorporó. «¡Claro que sí! —exclamó—, ¡mañana será todo distinto, pero eso será mañana, cuando nos despertemos!». Aún no se había dormido, así que podía... ¡Sí! ¡Todavía podía hacer uso de sus poderes! Y, entonces, Jesús deseó que su cumpleaños fuera así de dichoso todos los años. Que fueran así de buenas todas las nochebuenas del mundo.

86


La primera cabalgata

Se había arremolinado una multitud formando la

mitad de un corro en torno al establo. Habían sido unos días de gran inquietud y el acontecimiento todavía no había concluido. Saúl, el hijo de Jonatan, trajo las últimas novedades entre resuellos entrecortados por el esfuerzo de la carrera: «¡Que vienen unos señores, unos reyes o algo así, por el camino de levante!». A fe que debían ser reyes o muy altos dignatarios aquellos que se encaminaban hacia el lucero que se había asentado en la vertical del pesebre. Ceremoniosamente avanzaban por entre el pasillo abierto por los en87


tusiastas espectadores, erguidos en dignidad y con una sonrisa franca en el rostro. Seguidos cada uno de ellos por una docena de pajes, eran objeto de discusión a la par que recibían profusiones de admiración por parte de los congregados. —¿Ves algo? —le preguntó Bernabé a su hermano Daniel, encaramado a cucurumbillos sobre su padre. —Sí…, bueno…, no muy bien, ¡hay demasiadas cabezas por medio! —¿Cómo son?, ¿cómo son? —Por primera vez en su vida, Bernabé lamentaba haber crecido y no poder ser él quien contemplara la escena desde la atalaya de los hombros de papá hasta donde había escalado su hermano menor. —Uno tiene la barba blanca, ¡mucha barba! Y un traje con estrellas muy largo: casi le llega a los pies del caballo. Hay dos más, vienen detrás, pero no los distingo bien. ¡Espera!, ¡parece que uno trae un gorro muy alto, que acaba en punta! —¿Será un mago? —intervino papá, quien, por su situación, apenas veía nada. «¿Un mago?, ¿para qué viene un mago aquí si nunca nos visita nadie?», reflexionó Bernabé. Y espoleado por la curiosidad, alcanzó la primera fila, abriéndose hueco a empellones entre el gentío. 88


En ese momento llegaba el forastero de la barba blanca. Ayudado por uno de los mozos que lo acompañaban, descendió del caballo, avanzó con solemnidad y se postró. No dijo nada o, si lo hizo, sus palabras fueron enmudecidas por el murmullo de la muchedumbre. El gesto reverencial duró apenas unos segundos porque enseguida se levantó y, sin perder la sonrisa, rebuscó en las alforjas, extrajo un saquito de cuero y tomó algo de su interior. Tornó a acercarse a la cuadra, abrió la palma de la mano y se lo ofreció a la pareja de viajeros que habían pasado la noche en el portal. —¡Oro!, ¡es oro…! —El brillo no dejó lugar a dudas a los presentes. La constatación se extendió como una onda al resto de la multitud: ¡aquel desconocido tan ceremonioso había entregado oro a la pareja que recién había dado a luz! El segundo integrante de la comitiva alcanzó su destino. Bernabé contempló la túnica aterciopelada, arropada por una capichuela de pelo tupido. La barba bermeja destacaba bajo la cofia granate, avivado su color de ascuas por las antorchas que portaban los pajes. Se retomó el silencio mientras se apeaba trabajosamente de la mula. «¿Qué traería el nuevo dignatario?», pensaban al unísono niños y mayores, risueños de expectación. 89


De un pliegue de la albarda tomó una especie de candil. Después, hurgó con los dedos índice y pulgar, a modo de pinza, en el interior del bolsillo y, tras varios intentos, sacó un paquetito de fieltro. Sin decir palabra, se acercó, puso el utensilio sobre la mesa de piedra y depositó el contenido de la taleguilla en su interior. Hizo entonces un gesto a uno de sus acompañantes, que le trajo un palito cuyo extremo brillaba con una llama titilante. Lo situó sobre el candil y, tras unos instantes de incertidumbre y vacilación, el recipiente comenzó a exhalar un humo fragante y denso que la brisa compartió con los observadores. —Huele a incienso —se atrevió a conjeturar uno de los ancianos que contemplaban la escena. —¡Sí, es incienso!, ¡le ha traído incienso! —proclamó una segunda voz. Y una nueva marejada de murmullos recorrió la concurrencia. El tercer visitante entusiasmó aún más al tropel de miradas que contemplaban la escena. Bajo su gorro puntiagudo, avanzaba bamboleándose cómicamente, encajado entre las dos jorobas de aquella extraña criatura tan parecida a un dromedario. Consciente del asombro que causaba, saludaba con regocijo a la chiquillería, haciendo mohínes con su rostro azabache y su sonrisa 90


de leche cruda mientras les tiraba con cariño almendras garrapiñadas con miel y palitos de regaliz. «Este sí que debe ser un mago», razonó Bernabé. Si bien nunca había visto uno, indudablemente debían de tener el aspecto de este señor tan importante. Llegado al rincón en donde aquella joven llamada María acunaba a su bebé en el regazo, acurrucadito entre una manta y su propio seno, el tercer viajero buscó ayuda con la mirada. Se aproximaron dos de sus ayudantes, quienes le ofrecieron apoyo para descender del animal. Con andar patoso, dificultado por la resaca que le había provocado la postura del viaje, dio unos pasos y se hincó de rodillas. Luego se incorporó y abrió la faltriquera que le colgaba de la cintura. Extendió la palma de la mano izquierda y dejó caer un bullir como de guijarros de río que se amontonaron formando una pequeña colina de brillo céreo. —Y eso, ¿qué es? —interrumpió el silencio una muchacha situada junto a la escena. —¡Ni idea! —respondieron casi simultáneamente tres de los presentes. Bernabé, que lo había visto todo desde muy cerca, tampoco identificaba qué podía ser aquello. Nadie sabía nada. El desconcierto se extendió como reguero de pólvora por la aglomeración: ¿qué sería eso que había traído el último de tan elegantes viajeros? 91


Entretanto, el mago, mitad divertido, mitad circunspecto, se apartó a un lado y vino a situarse junto a Bernabé. Tan cerca, que este se sobrecogió y se echó instintivamente a un lado, trastabilló y a punto estuvo de acabar en el suelo si no hubiera sido por la mano recia que le asió del hombro. —Cuidado, que casi te caes… —Le tranquilizaron los ojos afables del mago. —Disculpe, señor —respondió con voz medrosa. —No tienes de qué disculparte. Si he sido yo el que casi te hago caer. Con un ademán de complicidad, el mago se agachó y le confió a Bernabé al oído: —Es mirra… Miiiirrrra —silabeó con misterio. Pícaramente se puso el dedo izquierdo sobre los labios y siseó, sellando con un guiño la promesa de guardar el secreto entre ellos. *** Nada más amanecer, Bernabé salió de Belén y regresó al establo, intrigado por saber qué habría sucedido durante las escasas horas de noche que había pasado en su habitación, dándole vueltas a lo que había presenciado. El séquito estaba recomponiendo 92


los bártulos, preparándolo todo para la partida tras el ligero descanso. «¡Vaya!, ¡se van! Y, ahora, ¿cómo averiguo qué es la mirra?», caviló preocupado. Estaba convencido de que aquella cosa debía ser la más preciada joya de entre todas las joyas. Si no, a cuento de qué iban a venir aquellos reyes de tan lejos para ofrecerla tan ceremoniosamente a esos desconocidos. Y con la que se había organizado, con esa estrella tan brillante y todos los que habían venido para agasajar a aquella criatura recién nacida. ¡Qué raro era todo! Le habían dado también oro. ¡Si el canijo ese había nacido en un establo! Y también lo otro, incienso habían dicho que era, que seguro que tendría cualidades extraordinarias. Todo resultaba muy extraño. ¿Riquezas y poderes para obsequiar a unos desconocidos del tres al cuarto que se habían puesto de parto en un corral? Debía averiguar qué había detrás de todo esto. Y la única forma que tenía de saber algo más era acompañar a la caravana. Nervioso por la excitación de aquel pensamiento, se echó a correr y llegó a la paridera en donde su padre trajinaba con los chivos. —Papá, que me voy con los forasteros, espero que no le importe. 93


El padre, atareado, no reparó demasiado en Bernabé y asintió, pensando que sería cosa de un rato. Y Bernabé, con el salvoconducto del permiso paterno, se incorporó al cortejo de aquellos reyes, que ya partía. El pequeño polizón no fue descubierto hasta casi llegada la noche, cuando la compañía se detuvo para acampar en su primera jornada del regreso. Avisado, el mago de la tez oscura se le acercó: —Yo a ti te conozco, ¿verdad? —Sin esperar respuesta, prosiguió—: Sí, coincidimos anoche, ¿no es así? Y te quedaste con un secreto bien guardado ahí dentro —le dijo, señalando con un dedo su sien. Bernabé bajó la mirada afirmativamente. —¿Y qué se te ha perdido aquí, entre nosotros? Tus padres estarán preocupados. Bernabé no pudo contener la impaciencia: —¿Qué es la mirra? —acertó a decir nerviosamente. —¡Ah!, conque esa es la razón de que hayas venido. —El mago se le quedó mirando con un silencio travieso. Bernabé continuó: —¿Por qué le dio eso al bebé? —Bueno, bueno… Va a resultar que eres un chaval muy curioso. Eso está bien. Si sigues con nosotros, lo averiguarás. 94


Y Bernabé se integró en la marcha como un paje más, y anduvo un día tras otro pegado al costado del camello del mago, sin separarse de su vera. Y recorrieron muchos estadios, y avanzaron por días de calor y días de viento y tormenta, y se internaron hacia el sur en el gran desierto de arena y desamparo. Pasaron tantos días que Bernabé perdió la memoria de las noches que transcurrieron. Hasta que una mañana, el horizonte brumoso del mar amarillo se quebró y dejó paso a un paisaje enriscado de montañas torvas. —Ya estamos llegando, pequeño. Estate preparado. La imaginación de Bernabé, dormida tras tantos días de fatiga, recompuso escenas de minas cristalinas en donde la mirra crecía en vetas finísimas entreveradas de filones de oro y plata. Tras el primer cerro, una segunda montaña prometió ser la custodia de la gruta de los tesoros. Pero ni aún allí la comitiva se detuvo, y una nueva cumbre tomó el relevo de la segunda. Y así fueron recorriendo uno tras otro los puertos de aquella serranía, siempre con la esperanza de que la mina estuviera tras el siguiente collado. Sin avisar, el anciano hizo un gesto y detuvo el camello. Nada había cambiado en el paisaje. Recorrían el cauce seco de un barranco sobre el que apenas crecían unos arbustos escuálidos. 95


Pidió apoyo para descender y, una vez en el suelo, llamó a Bernabé con la mirada. Después, se encaminó con paso decidido a la orilla de la rambla, junto a unos peñascos, y se detuvo frente a un arbolillo espinoso. —Aquí tienes la mirra. —¿Esto? —Bernabé estaba aturdido porque fuera lo que fuese la mirra, no podía ser aquello. No era así en ninguno de los sueños que había tenido desde que escuchara esa palabra. —Sí. Mirra. La tienes aquí dentro. ¿Qué habías pensado? Es una planta. Como el incienso. Gaspar acertó al llevar incienso para ahuyentar las ratas del establo. ¿A quién se le ocurre nacer en un sitio como ese? No hay dios que lo entienda. Bueno, sí, claro, solo era un decir… Mientras hablaba, se había aproximado al tronco sinuoso del arbolucho. Acercó con pulso tembloroso una navajita a su corteza y practicó una doble incisión. De la herida a modo de cruz brotó un líquido rojizo pálido que tiñó la mano del mago como sangre derramada. —Bueno, bueno… Este chiquitillo que os ha nacido está predestinado para algo grande… Está bien que reciba de parte de todos lo que luego dará a todos. Ni qué decir tiene que Bernabé no entendió nada. Tenía ante sus ojos el secreto de la mirra, lo había oído 96


de boca del mago, pero aquello parecía tener poco que ver con esmeraldas y rubíes. Adiós a minas y tesoros, que huyeron de sus pensamientos envueltos en una humareda de ese incienso que, a decir verdad, tampoco es que fuera gran cosa: ¡un repelente de ratones! Aferrándose a una última esperanza, se atrevió a preguntar: —Pero, entonces, el oro, ¿era de verdad oro?, ¿por qué le disteis oro? Baltasar soltó una carcajada, se agachó hasta ponerse a su altura, le cogió dulcemente el hombro y le dijo alborozado: —¡Claro, el oro! Melchor tuvo una gran idea con el oro. Guardó silencio unos segundos, manteniendo en vilo a Bernabé y continuó: —El oro —le dijo al oído, como en su primer encuentro—, lo pusimos para despistar.

97



Y se produjo el milagro

Estando la Virgen María encinta de unos meses, que

ya se le notaba la barriguita, Dios se puso a pensar en la organización del nacimiento de su Niño. No se decidía cómo hacerlo. Las típicas dudas que todos tenemos en esos momentos: quién debería estar presente, en dónde sería mejor tenerlo... El panorama se aclaró un poco al conocer que cuando a María le tocara salir de cuentas, José tendría que estar echando los papeles en Belén. Como iban a estar desplazados, sería complicado que los compadres y los vecinos de Nazaret les diesen compañía. Por otra parte, quien venía al 99


mundo era el Hijo de Dios y no era cosa de que su llegada pasara desapercibida. Pero tampoco quería caer en la ostentación, que el chiquitín iba para rey, pero para rey de sencillez y de amor. Cavilando y cavilando, Dios comenzó a barajar opciones. Quizás hubiera sido mejor que hubiese sido concebido unos años antes, cuando el cometa Halley sobrevoló los cielos enmarcando los anocheceres con panorámicas de ensueño. Siempre podría echar para atrás al cometa y hacer que se aligerara para que llegase a tiempo al alumbramiento, pero eso sería forzar demasiado los acontecimientos y Dios, en realidad, prefería los milagros pequeñitos, los de todos los días: que los almendros florezcan en ramas de febrero escarchado o que los chamarines rompan el cascarón en los niditos tiernos. Las grandes demostraciones era mejor dejarlas para cuando no hubiera más remedio y fuera conveniente pegar un buen zapatazo. Si hubiera nacido ahora, en agosto, podría haber aprovechado la lluvia de estrellitas fugaces que aletean en el firmamento tras el ocaso, pero el Niño venía para diciembre y no estaba previsto ningún chaparrón de deseos para fin de año. Pensó también en echar mano de una supernova, pero lo descartó: no estaba bien anunciar un nacimien100


to de esperanza destruyendo una estrella, aunque estuviese muy lejana. En estas estaba cuando, de repente, se percató de una pequeña lucecita que brillaba sola entre unas briznas de paja. «Algún despistado se habrá dejado encendida una yesca», pensó, y se dispuso a apagarla para evitar males mayores en el pasto reseco. Pero al agacharse, reparó en que la luz procedía de una especie de gusanico. «¡Cáscaras!, ¡si es una luciérnaga!; ¡un poco más y la piso!», exclamó. Y de repente, Dios tuvo claro cómo sería el recibimiento de su hijo Jesús. Se acercó a Belén y reservó lo único que quedaba disponible para la fecha prevista del parto: un viejo establo a las afueras. Esa semana está todo completo, por lo del censo, le decían. Está bien, se dijo, mejor esto que nada, que al menos no se quede al relente. Se dio entonces una vuelta por los alrededores, buscando, buscando. No tardó en encontrar lo que necesitaba: una tras otra, subió a la cumbrera del cobertizo todas las luciérnagas que localizó que, tras el susto, siguieron brillando en la noche estrellada. Entonces, Dios se echó a descansar para esperar que se produjera el nuevo milagro. Las luciérnagas de Belén primero, después las de Jerusalén y las de Jericó, y a continuación las de Hebrón; 101


todos los bichitos de luz de Judea iniciaron la marcha atraídos por las que se habían encaramado al tejado del chamizo. Conforme llegaban, trepaban hasta alcanzar a sus congéneres para arremolinarse nerviosas. Las que tenían la lucecita en el trasero, ponían el culete en pompa; las que destellaban por los costados, se meneaban inquietas; otras volaban y brillaban como vilanicos prendidos; aquellas que no tenían candela, a pesar de que eran luciérnagas, también se incorporaban a la febril congregación, dando toques de oscuridad al enjambre. Luces verdes, amarillas, blancas, anaranjadas, luces que reverberaban tímidas o que titilaban destellos fosforescentes. Conforme pasaban los días, la luz se hizo visible cada vez más lejos, lo que incitó a los gusanitos de luz de Samaria, Caná y Cafarnaúm a emprender la marcha; hasta dicen que, exhaustas, llegaron algunas procedentes de Cesárea de Filipo. Y creció tanto y tanto la luz, que parecía que una nueva estrella estuviese naciendo todas las noches en el horizonte. Y la noche del 24 todo estuvo preparado para que el Niño naciera entre pañales, junto a un buey y a una mula, alumbrado por miles de luceritos de luz que bullían gozosos sobre el portal. Y a unos reyes que marchaban en caravana por el Oriente les llamó la atención aquel astro brillante. 102


Y se dieron la vuelta y pusieron rumbo hacia Belén, guiados por la estrella de estrellitas que iluminaba la noche del mundo.

103



La gran idea de los Reyes Magos

Todos los años a los Reyes Magos se les presenta el

mismo problema. En realidad, suelen ser varios pequeños problemas, pero de una gran gravedad. Algunos años resultan ser demasiados. Depende de a quién le toque en el turno de reparto. Veréis. Los Reyes Magos pasan una noche muy ajetreada. No dan abasto. A veces incluso se les ha oído quejarse un poco de que menuda celebración la de su día, que eso de estar tan atareados no es de recibo. Pero es broma. A los Reyes les encanta su noche. 105


Como somos tantos niños y estamos tan desperdigados por todo el planeta, se han repartido el mundo en tres trocitos, uno para cada uno, para así poder acabar justo a tiempo, antes de que se levante nadie. De otra forma, no habría manera. América del Norte y América del Sur y todas las islas del Pacífico hasta las Galápagos es una de las partes. Asia, que es muy grande, y el resto de islas chicas del Pacífico, la segunda. Y la tercera es lo que queda, o sea, África, Europa, Australia y Nueva Zelanda y la Antártida. Todos los años se cambian de parte para que lo recorran todo y conozcan todas las casas. Parece sensato, pero en realidad tiene su complicación, porque si un niño de Madagascar, por ejemplo, pide en su carta que quiere que venga Gaspar y ese año a Gaspar le toca estar por Surinam, pues tiene que buscar un momento para acercarse y dejar los regalos. Pero no os vayáis a creer: ¡lo hacen igual de bien y con la misma ilusión, porque para esos son magos! Y, además, ese no es el problema. Lo que ocurre es que, como somos tantos enviando cartas, y como hay que preparar tantos paquetes, a veces hay confusiones. No de los Reyes, que ellos no se confunden, sino del cartero real, o de los pajes que están a cargo de los pedidos. Basta que alguien se equi106


voque un poco, porque esté muy cansado, o porque le pique la nariz y se le vaya el santo al cielo, o qué sé yo, y entonces puede suceder que las cosas que había pedido Susana se pongan en el sitio de Katerina y, luego, los Reyes, cuando toman el zapato de Katerina le dejan los juguetes, los cuentos y las chuches de Susana. Si esto sucede es porque hay muchas cartas. Y mucho trajín los días de Navidad. Y muchos dromedarios esperando su turno para recibir su carga. Dromedarios, que no camellos. Con una joroba. Solo una. Y grande. Y si os fijáis bien, con cremallera. Por eso es fácil reconocer a los dromedarios de los Reyes Magos: porque llevan cremallera para que se pueda abrir la giba y llenarla de paquetes. Si durante el resto del año veis dromedarios en el desierto, o en el zoo, o en Canarias, comprobad si tienen cremallera. Esos son los de los Reyes. Los que tienen velcro, o esparadrapo, o no tienen nada, esos no. En fin, que un despiste tonto de cualquiera de los que trabajan en el gran batiburrillo de la preparación de los regalos puede tener graves consecuencias. Por eso es tan importante ser siempre ordenados y estar bien organizados. Cuando esto sucede, los Reyes Magos tienen que improvisar. A medida que reparten los paquetes, van 107


chequeando que esté todo correcto. Llegan a una casa, toman la copia de las cartas de las niñas y niños que vivan allí, sean pequeños o adultos, y la comparan con el recibí que está en un pliego del papel de regalo de los paquetes. Casi siempre ponen una marquita con boli verde, que quiere decir que estupendo. Pero cuando algo no cuadra, sacan el boli rojo y hacen una cruz. Entonces, le tienen que dejar otra cosa, un libro de cuentos con dibujitos o una caja de lápices de colores. Eso para los juguetes, porque si ha escrito que desea amor y paz para todos, que cuando se pide en Navidad dura casi todo el año, o que la abuelita se ponga buena pronto, o que no sea a veces tan meticón con sus hermanos, esto no cuenta porque los Reyes lo ponen siempre, incluso si no se les pide. Aunque, ¡lo que son las cosas!: los Reyes se han dado cuenta de que, en realidad, a los que les pasa esto no se preocupan ni una chispa y están muy contentos el día de los Reyes Magos y juegan más y están más sorprendidos y son más felices durante más días. Por ejemplo, mirad lo que pasó el año pasado: Marcos pidió un balón de fútbol y se encontró un peluche de coatí y una caja de construcciones de madera de palo santo que huele muy bien. Y no ha dejado de cuidarlo y de hacer puentes desde entonces. 108


De modo que este año en el que a los Reyes Magos les han regalado una tablet para organizarse mejor (¡ni que no fueran magos!), se les ha ocurrido proponer a su jefe que por qué no intercambian los regalos de todos los niños y niñas del mundo. Gaspar ha tenido la idea de dejar al lado de cada paquete la carta de quien haya pedido ese regalo. Melchor ha pensado escribir una tarjetita con letras de colorines que diga que tiene que cuidar de los regalos favoritos de otra niña o de otro niño, que a lo mejor vive en Vietnam o en Ghana, y que no se preocupe de los suyos, porque ya se encargará de tratarlos con mucho cariño una niña de Perú o un niño de Kazajistán. Y Baltasar va a añadir al final de la nota que no se olvide de escribir una carta o de poner un wasap para decir que los regalos están muy bien y que los va a cuidar como si los hubiera pedido. Y los Reyes Magos se han quedado convencidos de que es una buena idea. Y su jefe, que es Dios, ha sonreído y ha pensado para dentro que cómo es que no se le había pasado antes por la cabeza. Que de aquí a unos años todos los niños, ya sean adultos o pequeños, tendrán un montón de amigas y amigos en todas las partes del mundo, y que a ver cómo diablos se van a enfadar unos con otros, si cada uno estará cuidando de los deseos más queridos de otros. 109


Ya está, ha concluido en sus pensamientos. ¡Tanto tiempo pensando en cómo lograr que todos nos cuidemos mucho, que todo este lío de la Navidad era justamente para esto y que no acababa de cuajar, y por fin parece que está resuelto! Con razón son tan magos estos Reyes Magos...

110


Sainete del buey y la mula

Estaba ya casi todo preparado para el Nacimiento del

Niño Dios cuando el arcángel Miguel reparó en que el portalito quedaba un poco deslucido. —Aquí falta algo. No sé exactamente qué, pero, tal que así, está soso. —¿Cómo dices? —le interrumpió Gabriel—. Recuerda que el Jefe tiene en mente algo discreto. Sabes bien que se ha empeñado en que nos aseguremos de que no haya lugar a malinterpretaciones: por muy Rey que sea, aquí se nace pobre y a servir, que para eso lo trae al mundo. 111


—Sí, ya lo sé, pero es que no acabo de verlo. Si situamos aquí a María, enfrente a José, el pesebre en su sitio…, queda demasiado espacio libre. Debería haber algo que diera vidilla al escenario y que entretuviera al recién nacido. —Ya lo tengo —terció Rafael—. ¿Y si ponemos algún animal? Son muy socorridos y a los nenes les encantan. Gabriel se quedó mirando espantado. —¿Animales? ¿No habéis escarmentado del lío en que nos metimos cuando lo de Noé? Y menos mal que el pedrusco ya había extinguido a los dinosaurios. Con todo y con eso, no nos cogieron todos en el arca y más de una especie se quedó en tierra. —Tienes razón, Gabriel. Nada de líos. Tenemos que pensar en algo sencillo pero efectivo —dijo Miguel. —¿Un toro valdría? —inquirió Gabriel burlón. Rafael se entusiasmó con la propuesta. —¡Qué buena idea! Un toro elegante, bien plantado, corniancho, zaíno. ¡Qué animal...! Símbolo de la fertilidad, del vigor, de la energía..., todo pura metáfora. Gabriel cabeceó: —Sí, sí, por supuesto, en eso estaba yo pensando. Un torito bravío y de casta valiente, con abanicos de colores en sus patas. O con botines para que no vaya descalzo. Rafael, tú lo flipas. Como metamos un toro en el portal, más que un belén liamos un cristo. 112


—Gabriel está en lo cierto —zanjó Miguel—. Un toro no nos sirve. —¿Y si no lo ponemos entero? —sugirió tímidamente Rafael. —¿A qué te refieres? —Ya sabéis, un toro mansete, sin la fuerza que dan... ya me entendéis..., lo que se..., en fin..., lo que les cuelga... —A Rafael le costaba terminar las frases. —¡Ah, leche!, ya lo pillo, un toro capado. Haber empezado por ahí. Quieres que castremos a un toro para que no nos chirigote el portal. —No hace falta, Gabriel. —Miguel se ilusionó con la propuesta—. Con traer un buey, lo tenemos resuelto. Eso sí que es una buena imagen: los bueyes, tan útiles, que hacen tanto para los hombres y con tanta abnegación que no es imaginable su vida sin ellos. Cómo, si no, cultivarían las simientes, arrastrarían las cargas, desplazarían los carros... Sí, definitivamente, es una gran idea que a Jesús le acompañe un buey al nacer. Y Miguel, Rafael y Gabriel se dieron la enhorabuena por haber tenido esa gran metáfora. Pasó un rato. Miguel se cercioró de que en las alforjas estuvieran la chocolatera, el molinillo y el anafre. Rafael acompasó 113


el ritmo al tamborilero, que se iba por alegrías. Gabriel dio instrucciones a los peces del río para que bebieran. Cuando el chavea y el viejo tambor se fueron con la música a otra parte, Rafael aprovechó para sentarse a la vera del arroyo, absorto en la contemplación del agua que se iba riendo. Bajo las estrellas de la noche, se presagiaba la madrugá. La colada tendida sobre el romero en flor se humedecía con el relente. —¡Menuda rasca hace! ¡A quién se le ocurre organizar este sarao en mitad del invierno! Vamos a echar un trago a ver si nos calentamos. —Gabriel se acercó a donde reposaba Rafael y sacó del zurrón una botella de anís seco. Tras verter un lingotazo en dos cuencos de café humeante, se entretuvo raspando rítmicamente con su navaja la superficie en relieve del vidrio—. ¿Sabes qué te digo, Rafael? —continuó— , que a lo mejor lo del buey no es tan buena idea: con el careto de aburrido que gasta, igual nos amuerma a la peña en la fiesta. —¿Y qué le hacemos? Bastante tiene el pobre con lo que se le ha hecho... —comentó Rafael, que se distraía trenzando unos pampanitos verdes. Miguel acudió a pegar la hebra. —Pensándolo bien, un animal solo desequilibra la composición. Se lo vamos a complicar a los pintores que retraten la escena. 114


Tras rascarse concienzudamente con el índice debajo de la nariz, exclamó: —¡Ya lo tengo! ¡Pondremos otro animal! —¿Otro bicho más? —Gabriel miró a su colega con asombro—. ¿Cuál?, ¿no estarás pensando en ovejas y cabras? Recuerda que ya se las hemos encargado a los pastores y, con lo exagerados que son, seguro que nos llenan el nacimiento con sus rebaños. Y si estás pensando en camellos, ya ha salido la comitiva de Oriente con el incienso, la mirra y no sé qué sustancias más. —Podríamos poner un burrito. Quedaría tan collejo, tan lindo... Uno pequeño, peludo, suave, tan blando por fuera que se diría de algodón, que no tiene huesos... —Rafael habló pausadamente, con los ojos entrecerrados, como recitando un viejo poema. Gabriel lo interrumpió: —Claro, y que se ponga a rebuznar en mitad de la noche y nos despierte al Niño. —Para eso, mejor un caballo —propuso Miguel—. Rellena más el hueco y, como mucho, te echa un relincho loco de tarde en tarde. —Oh, sí, cuánto glamour..., un corcel brioso, un caballo prieto azabache... —propusieron Rafael y sus musas. —O un rocín flaco, ¡no te digo! O, ya puestos, una jaca que galope y corte el viento cuando pase por el 115


puerto, caminito de Belén. Anda, espabila, Rafael: a ver cómo le explicamos al Jefe lo del glamur. —Lo suyo sería que pusiéramos una mula —pensó en voz alta Miguel—. Así, en el mismo lote tenemos al asno y a la yegua. Y ni rebuzna como un jumento, ni es tan nerviosa como un caballo. Y, además, trabaja como nadie y se queja poco. —¿Una mula? Pues sí que estamos organizando un buen casting. Dios va a nacer acompañado por un buey estéril por amputación y por una mula infértil por generación. Se nos va a echar encima la protectora de animales. Y a ver cómo casa eso con los de creced y multiplicaos... —Que no, Gabriel, al contrario —replicó Miguel regocijado—. ¿No os dais cuenta del mensaje subliminal que transmitimos? Es genial. Haceos una idea. Las estrellas, allá arriba; yo me sitúo ahí, sobre el escenario, pegado al alero del establo; por el camino que baja hasta el valle, vienen los pastores; las campanas tocan. María deja de peinarse y se retira al portal. Brilla entonces el cometa que tengamos de guardia, y Jesús viene al mundo. —Esperemos que José mantenga el tipo y no ponga mala cara... —apuntó irónico Gabriel. —¿Y no va a resultar un poco extraño que los animales que acompañen al Niño Dios se acaben en sí 116


mismos, que no sean germen de vida?, ¿no estaremos dando tema de discusión ad infinitum a los escolásticos? —En esta ocasión, las musas que acompañaban a Rafael se pusieron filosóficas. —Pues cuando se enteren de lo de la Virgen... —masculló entre dientes Gabriel, a quien el carajillo le había activado las neuronas. —A lo que iba: la escena es perfecta, impactante. El mensaje que quiere el Jefe de ternura y amor está más que conseguido. Ya tenemos Navidad para siempre. —Si te digo la verdad, sigo sin entender lo del buey y la mula —replicó Rafael. —¿No os dais cuenta? El amor. Sí. La Navidad es pura alegoría del amor. Y el buey y la mula harán recordar siempre que el amor también es hacia ellos, hacia los animales, hacia la naturaleza toda... —No lo pillo. Y no creo que haya dios que lo entienda. Me da a mí que nos van a tomar por ecologistas. —Por un momento a Rafael le abandonaron las musas. —O por perroflautas —remató Gabriel. —Que no, que no. Que piensen lo que quieran. Que si no es ahora, ya echarán cuenta con el paso del tiempo. Que el buey y la mula simbolizan la fragilidad de la vida, que su existencia depende de esa criatura que hizo el Jefe tan espabilada... 117


»Y que eso de ser más inteligente que el resto no es un don gratuito; por el contrario, le obliga a ser más responsable. Que el mensaje de paz y de buena voluntad no va dirigido solamente hacia los seres humanos entre sí, sino que es una buena nueva para todo. —¿Qué quieres que te diga? —Rafael le echó el ala al hombro a Miguel mientras hablaba—. Que ojalá tengas razón, Miguel, y esta gente lo coja a la primera. —O a la segunda, o cuando sea. Pero que lo comprendan alguna vez —concluyó Gabriel. —Que sí, que sí, que ya veréis como lo entenderán. ¿Y sabéis por qué? Porque más les vale que se enteren bien de que solo si cuidan a los demás se estarán cuidando a ellos mismos. Y Miguel, Gabriel y Rafael se fueron volando hacia las puertas del cielo, en donde ya estaban repartiendo los dulces y las zambombas para la gran fiesta de la Nochebuena. Gabriel tiraba de la marcha de sus compañeros, inquieto al pensar que, como no se apresuraran, se quedarían sin alfajores y hojaldrinas y tendrían que pasar la noche royendo peladillas.

118


¡HAY QUE ECHAR UNA MANO AL ESPÍRITU DE LA NAVIDAD! CUENTO QUE ES UN ENTREMÉS EN UN ACTO CELESTIAL Y UN PAR DE LLAMADAS TELEFÓNICAS Llamada primera (El escenario está vacío; hay un personaje en el centro hablando por teléfono: está como a mitad de una conversación. Tiene alas). —¿Qué te decía?, que si tú sabes dónde queda Vigo. (pausa) —¿Cómo?, ¿que hay que pasar Santiago y luego ir hacia abajo, a la izquierda? (pausa; con incredulidad) —Ah, ¿que tiene equipo de fútbol?, ¿y en primera? (pausa; en tono comprensivo) 119


—Ya, ya… pero no es capital de ningún sitio, ¿no?, ni de provincia ni de continente ni de sistema planetario... (pausa; resignado) —Vale, que no tiene que ver eso con lo otro. (pausa) —Pues, ¿sabes qué te digo? Que en menudo lío nos ha metido ese señor. Sí, el alcalde. El que salió el otro día en la tele. El jefe está que trina. (pausa; como en espera) —Con lo de las luces. (pausa) —¿A quién se le ocurre encenderlas en noviembre? Y que si Madrid y Nueva York ya podían echarse a temblar. A ver quién las pone más grandes... Me imagino que lo habrá hecho con buena intención, pero la que ha liado... (pausa) —Sí, si ya te digo. El jefe, callado; que ya sabes cómo es cuando se calla, que es lo peor. No dice nada un buen rato y, después, hay que esconderse. Que hasta aquí hemos llegado: eso es lo que ha dicho. Y que llamásemos a todos los ángeles, y que viniera la corte celestial en pleno, y que subieran mis colegas, los otros arcángeles, y los serafines, que tenía algo que decirnos. Y cuando nos hemos juntado todos, nos ha mirado fijamente, pero que muy fijamente, y nos ha dicho, como quien no 120


quiere la cosa, que se acabó, que nos vayamos preparando que, de aquí a unos días, en cuanto arregle unos asuntillos que quedan pendientes, va a enviar la parusía, y el apocalipsis, y que hasta aquí llegué, Bernabé. (pausa; expresión de no oír bien) —¿Cómo dices? (pausa) —Sí. Me da a mí que no es como otras veces. Que en esta ocasión no se echa atrás. Está muy enojado. (pausa) —Eso es lo que yo digo también. Que lo de las luces de Vigo es solo la gota que le ha colmado el vaso, que ya llevaba siglos diciendo que estaba en el límite. (pausa; asintiendo) —Pues eso. Porque es bueno y nunca acaba de arrancarse del todo. Ya sabes, hace un poco de ruido de truenos, lía un tormentazo grandísimo en plan susto, y ya está. Pero me parece que esta vez va en serio. Le han tocado la fibra sensible. (pausa; como esperando a que conteste su interlocutor) —Sí. La Navidad. Con el trabajico que le costó montar el belén. Y, claro, todos estos siglos ha ido la cosa bien que mal, pero, quieras que no, aquello marchaba. Todo el año la gente andaba un poco a lo suyo, quien más, quien menos, pero luego llega121


ban las fiestas y el tiempo parecía que se sosegaba, se volvía más tierno, más amoroso. Que era lo que buscaba el jefe. (pausa y asentimiento) —Sí, si ya lo sé… Que últimamente estaba la cosa un poco más confusa. Claro, es que ahora está todo más sobrecargado, con tanto jaleo como hay. (pausa; se encoge de alas) —Lo que yo creo es que con esto de a ver quién pone antes la iluminación y quién tiene más luces, el jefe se teme que ya ni la Navidad va a ser algo especial. (pausa) —Tienes razón. Es que, a este paso, las luces se van a encender en el verano. (pausa; en tono paciente, como si ya hubiera escuchado otras veces lo que el interlocutor le está contando) —Ya lo sé. Que en tu barrio pasáis la Navidad en la playa. Pero es que estamos hablando de Belén, ¿tú sabes los sudores en mitad del secano aquel?, ¿y la picazón del buey y la mula, con tanto mosquerío? Que mira que en la cueva hace mucho calor, que está muy cerrada. Y como entren los de Cádiz al trapo, capaces son de hacer coincidir Nochebuena con los carnavales y así ya tienen todo el año echado. (pausa; semblante de conformidad) 122


—Así es, te llamo para eso. A ver qué se nos ocurre para enfriar un poco los ánimos y que podamos esperar a que pasen las fiestas y que el jefe tome una decisión con la cabeza menos en caliente. Lo suyo sería que se aguantara unos años más: total, por el camino que lleváis no os va a hacer falta que os enviemos ningún heraldo anunciando el acabose, que ya os estáis encargando de todo... (pausa; gesto de desconocimiento, de cierta sorpresa) —¿Cómo dices?, ¿un workshop? (pausa) —Ya…, ya… Que juntemos a un grupo de expertos para que den ideas… ¿expertos en qué? (pausa; poco a poco va cambiando de rostro; se le perfila una sonrisa) —Bien, sí. O sea, que solo hace falta que hayan entrado aquí arriba con buen pie, con buen expediente…, sí…, vale..., ah. (pausa) —Y que sean modernillos. Que hayan venido de los últimos, que todo anda muy cambiado en poco tiempo y que las propuestas no deben ser, ¿cómo has dicho?, ¿boludas? (pausa; estrecha la oreja contra el auricular) —Ah, no. Viejunas. ¿Viejunas?, ¿de dónde te has sacado ese adjetivo? 123


(pausa) —Pues tú sí que te podrías venir al workshop este con lo moderno que te pones. (pausa; enarca las cejas) —Vale, vale. Que por ti que esperemos un poco…, bueno, como eso no depende de mí, que no es de mi negociado, no te puedo decir nada. En fin, que lo hacemos como dices, reunimos a toda esa gente y le preguntamos que qué podríamos hacer para echarle una mano al espíritu de la Navidad, que anda desangelado. (pausa) —Pero aggiornato, sí… Cómo se nota que no desaprovechas el tiempo y se te ha pegado el italiano. (pausa; como compartiendo una broma) —Bueno. Descuida, que yo me encargo; ya te voy diciendo. (el interviniente se pliega y atusa las alas, que con el fervor de la conversación se le habían despeluchado un poco, cuelga el auricular y se aleja hacia el fondo del escenario) Acto celestial

(aparece el personaje anterior con chaqueta y una pajarita; está sobre un estrado de cara a una mesa de trabajo 124


en la que, alrededor, está sentado un grupo de personas; a la izquierda, hay una pizarra de tipo veleda con trípode; está exponiendo algo, con tono de dar instrucciones...) —Como os digo, para ayudaros a que os centréis, hemos seleccionado unos ejemplos de buenas prácticas de entre todos aquellos que durante todos estos años han apoyado al espíritu navideño. (pausa; mirando a los participantes en el taller; espera un poco, como para crear expectación) —Para el primer caso de éxito hemos llamado a alguien que no necesita presentación... (por detrás del escenario aparece un señor menudito, vestido con una cogulla de lana raída; la capucha le tapa la cara, poblada por barba) —Hola. (pausa y silencio, interrumpido por el arrullo delicado de una tórtola de plumaje ceniciento y alas entejadas de beis y negro que se apoya sobre el hombro del personaje) —Hermana tórtola, que me piden que les hable del primer nacimiento. ¿Qué decir, si, en realidad, nada hice más que recordar cómo fue? (se baja la capucha y vuelve la cabeza hacia los asistentes) —Mi deseo fue celebrar la memoria del niño que nació en Belén y contemplar con mis ojos lo minúsculo 125


que era en su ser de niño. Y cómo fue acunado en el pesebre. Y cómo fue colocado sobre heno entre el buey y el asno. Y de lo demás se encargó el bueno de Juan, que lo dejó todo instalado en el establo de Greccio. Poco más os puedo contar. (mientras la tórtola aletea, los ojos enrojecidos se vuelven al suelo y permanecen callados, como todo lo demás) (honda interrupción de murmullos y del tiempo en el workshop; al cabo de unos segundos, una vez que se hace evidente la continuidad del silencio, se escucha un primer tímido aplauso que es seguido por otros encadenados, cada vez más sonoros, hasta que todos los presentes se ponen en pie, dejándose escuchar infinidad de «¡bravo!») (pasan unos segundos; se aleja el personaje con pasos suaves; el moderador del taller, que había estado en la sombra, retoma al centro de la escena y carraspea) —Tras el primer ejemplo de buena práctica que nos ha expuesto el hermano Francisco, demos la bienvenida a nuestro segundo invitado. (entra un señor vestido con calzas, jubón y polainas; en la mano derecha lleva un rabel) —Buenas. Que conste que yo he venido porque me lo ha pedido Gabriel que, si no, no vengo. En 126


realidad, yo no debería estar aquí. Si a mí, en realidad, me plagiaron. El moderador, que ya sabemos que se llama Gabriel y tiene alas, que se había quedado atrás, da un paso adelante y habla con gesto entre recriminador y comprensivo. —Ya, ya. Eso ya lo hemos hablado antes de entrar. Deja de hacerte la víctima, que ya ha pasado mucho tiempo. —Vale, vale. Está bien. Si tú lo dices y sirve para algo, pues por mí que no quede. Me llamo Juan del Encina, y soy trovador. Inventé los villancicos para requebrar a las dueñas y endulzar de amores a las damas, pero llegó uno y me fusiló la copla y le puso letra de Navidad. El muy truhan no quiso dar la cara y se quedó en el anonimato. (saca un pañuelo y se seca las lágrimas; habla Gabriel con tono dulce) —Por eso justamente te hemos llamado, Juan. Es que tampoco sabemos nosotros quién fue. Pero reconoce que, si no lo hubiera hecho, igual nadie se acordaba de ti. —Ya. El tipo acertó de lleno. Pero se aprovechó de mi trabajo. (se lleva las manos a la cara y da unos jipidos) —Vale, vale, estoy bien. Ya que estoy aquí, os pediría que, si alguien lo conoce, me lo diga... 127


(se aleja encogido de hombros y lloroso; los intervinientes le dan un cálido aplauso; se oyen reiterados «eres grande»; cuando acaban los vítores, Gabriel toma de nuevo la palabra) —El tercer caso de éxito que os traigo es el de un caballero a quien el espíritu de la Navidad le cambió la vida. (aparece un viejecito encorvado con traje de levita y una chistera bajita; tiene la nariz aguileña y las cejas muy pobladas, canosas; está muy alegre) —¡¡Hola!! Estoy aquí gracias a que el espíritu de las navidades me arregló la vida en un cuento. Si no llega a ser por él, les aseguro que mi fantasma, el fantasma de Ebenezer Scrooge, andaría aún arrastrando su cadena por las mazmorras del infierno. ¿Saben lo que les digo? Que el espíritu de la Navidad puede hacer lo que quiera, ¡claro que puede! Solo hay que dejarse llevar, y soñar, y recordar, y vivir el presente como merece, y pensar en el futuro con alegría. Y si oyen a alguien decir que la Navidad no existe, respóndale: ¡Paparruchas! ¡Hurra!, ¡yupi! (mientras se aleja hacia los bastidores, bailotea por el escenario con su bastón, pataleando con frenesí) —¡Merry Christmas!, ¡God bless Us, Every One! (Nota: no se sabe muy bien por qué, pero las últimas frases son en inglés; en realidad, es lo de menos, porque 128


todos los asistentes al taller tienen pinganillo para traducirse unos a otros) (Cuando Scrooge da el último saltito, que le hace caer detrás del escenario, Gabriel toma de nuevo la palabra) —Una vez que hemos recordado estos tres casos de éxito de innovación navideña, es vuestro turno. Necesitamos ideas frescas, rompedoras. Dejad libre vuestra ingenuidad. Tratad de ser modernillos: ya sabéis, si podéis, no uséis carbón en vuestras propuestas ni cosas así. Ajustaros al presente, que os pilla cerca. No hay más reglas. Por operatividad, y como sois muchos, os hemos distribuido en mesas de trabajo. Sobre cada una tenéis un bloc de pósit amarillos y dos rotuladores, por si uno no pinta. Podéis hablar entre vosotros un rato, pero, por favor, no os copiéis las ideas entre mesas para que tengamos más en dónde escoger. (el arcángel se esfuma al retirarse y deja a los participantes en el taller pensando y conversando) (pasan unos instantes y Gabriel vuelve a tomar presencia; se acerca a la mesa de trabajo que hay en el escenario) —Espero que hayáis aprovechado el tiempo. A ver qué tenemos por aquí... (mira hacia la pizarra, en la cual hay varios pósit pegados) 129


—Pues sí que os habéis empeñado en la tarea. Y todavía nos queda un buen rato. Decidme, que me vaya haciendo una idea. A ver… (coge una de las hojitas al azar) —¿De quién es esta nota? Esperad que la lea. Parece que pone: «vivero zambomba». ¡Vaya!, ¿esto qué es? (levanta la mano un participante) —La he escrito yo. Había pensado que como ya casi nadie toca la zambomba, pero todos queremos que haya muchos árboles por el efecto invernadero, y que se echa en falta que cantemos en casa y en la calle, para alegrarnos y para recordarnos que es Navidad, pues se me ha ocurrido que cada zambomba sea un kit para plantar una encina o un baobab, depende de donde vivas; entonces, usas la zambomba, un poner, estas mismas navidades, y cantas ande, ande, ande, y los peces en el río, y el burrito sabanero, y cuando ya hayan llegado los Reyes, le quitas lo de arriba, el pellejito, que viene con una goma elástica, y lo pones debajo, o sea, le das la vuelta, ¿me seguís?, pero ya no hace falta tocarla, sino que la llenas de tierra de las macetas y le pones una bellota, o una semilla de baobab, que no sé muy bien cómo es, pero que espero que coja, y si no, pues de otro árbol, o el baobab se pone en un zambombón de los de tiesto grande; luego, lo riegas, y cuando crezca, lo llevas 130


a un campo y lo pones y te encargas de cuidarlo hasta que tú o él seáis muy grandes y te cuide a ti. (Gabriel, que ha estado muy atento a la explicación, responde) —¡Es una gran idea! Esto comienza bien…, ¡tiene buena pinta! ¡Fabuloso! Estoy impaciente por conocer todas vuestras propuestas. Veamos qué tenemos por aquí, que me da a mí que le vamos a dar la vuelta a la Navidad. (va cogiendo pósit y leyendo, a veces con dificultad, el texto) —«Huevos con figuritas del belén dentro». «Que haya otra vez sellos en los estancos para enviar christmas». «Que se saque un canal en youtube de villancicos trap». «Grupo de facebook con amigos de verdad». (cuando lee este último, el del facebook, levanta la mano uno de la mesa) —Con todos los respetos por el compañero o la compañera que ha escrito esa propuesta. Yo no estoy de acuerdo. (Gabriel mira a la mesa, como con cara de póker) — Hombre, yo…, ahora mismo no sabría qué decir. No tengo criterio. (vuelve a tomar la palabra el que no estaba de acuerdo, con tono explicativo) 131


—Es que depende. Si estamos solos los vivos..., los que están vivos, digo (es que todavía no me acabo de habituar), pues igual va bien, pero si hay que meter los datos de los de aquí, yo eso me lo pensaría mucho, que luego uno no sabe a quién le llega la información. (interviene un segundo participante del taller) —Pues se hace un grupo de wasap, que solo das el teléfono. Podríamos pedir que nos dejen enviar mensajes desde aquí, y así podríamos dar ánimos a la hora del desayuno para que la gente se quiera mucho. (vuelve a intervenir el que estaba en desacuerdo, y ahora lo vuelve a estar) —Sí, claro, y que pillen el teléfono del jefe los del wasap. Quita, quita. Eso, además, va contra la protección de los datos personales. Yo al jefe le recomendaría que no dé su número a cualquiera. (una tercera participante toma la palabra) —Pues yo creo que si el problema es cómo hacer llegar mensajes para recordar lo que es la Navidad, pues que se aprovechen las cartas de los Reyes Magos. Corregidme si estoy equivocada, pero si contestas una carta no te pueden demandar por lo de la confidencialidad. Con poner a los Reyes, a los pajes y a algunos voluntarios, y yo misma me ofrezco a responder las cartas (que esto, a propósito, y con to132


dos los respetos, es algo mejorable de lo que vienen siendo las navidades hasta ahora), diciendo que se recuerda que la Navidad es para que comience el año queriéndose, pero también para acabarlo, y que hay que echar todos los meses entre medias, o sea, que el amor dure los trescientos sesenta y cinco días, porque no hay instrucciones en contra, pues con eso ya tendríamos mucho avanzado. (Gabriel, que había estado atento al debate, retoma la lectura de los pósit) —Esperad, esperad, que estos también son buenos: «Que ser amable y tener ilusión desgrave a Hacienda». «Derecho a quererse todos. Incluir en la Carta de la ONU». «Que Papa Noel adelgace un poco, que le va a entrar algo». (conforme va leyendo, el telón se cierra, dejando a los participantes en el workshop deliberando las propuestas) Llamada segunda

(el escenario vuelve a estar vacío; Gabriel está de nuevo hablando por teléfono con su interlocutor; está iniciando la conversación) —Sí. Ya hemos acabado el taller. (pausa) 133


—Bien. Un éxito. La verdad, no me lo esperaba. Supersorprendido de todo lo que ha salido. (pausa) —Claro. Es lo bueno de tener a tanta gente pensando a la vez. (pausa) —Eso digo yo. Que lo difícil va a ser ahora seleccionar. Nosotros ya estamos preparando el dosier, y a ver lo que decide el jefe. Y después cómo se… cómo se… ¿cómo decías que se dice? (pausa; esperando respuesta del interlocutor) —Eso es, cómo se implementa. (pausa; con gesto atento) —¿Que qué pienso yo? (pausa) —No sabría qué decirte. Por lo que he podido ver, hay muchas ideas buenísimas para ayudar al espíritu de la Navidad. Ya te enviaremos el informe. Aunque, si yo tuviera que escoger, ¿sabes qué te digo? Que le haría caso a Nati, una que, por lo visto, quería ser titiritera de chica, pero se quedó en poeta de canciones de cuna. (pausa) —Escribió en su pósit «que las luces sean de confeti y la noche buena de estrellas», y lo explicó, y tiene razón, porque dijo que a cuento de qué ponerse a iluminar las 134


noches de Navidad si con las luces de las estrellas y de la luna, cuando sale, ya está todo perfecto, y que los colores tenían que ponerse para verlos de día, que es cuando se mira bien, y que en lugar de guirnaldas de led o de bombillitas, pues que los niños y los mayores hagan cadenetas de colores recortando los libros del curso pasado que ya no sirven, y los folletos de publicidad que no se leen casi nunca, y los envoltorios de papel de regalo, y que las tiendan entre los balcones y las farolas, que seguro que quedan muy bonitas, y que cuando acaben las fiestas se descuelguen y se corten en pedacitos chicos y se llenen las mochilas y los estuches de los lápices, y las carteras, y las tarteras de ir a trabajar, y los bolsillos, y, después, cuando toque, se esparzan cantando feliz cumpleaños, o en la habitación del hospital al visitar a la abuela que está malita, o en el salón de plenos del ayuntamiento cuando haya que votar algo. O si alguien está un poco triste, que tomes un puñadito del bolsillo y, haciendo chas-chas, le llenes de confeti de Navidad la cabeza para que sigan siendo navidades en su corazón. Y, después, que se recojan los trocitos, y se lleven al contenedor para que se reciclen y se pueda volver a hacer cadenetas las navidades que viene. (pausa; en espera de la reacción al otro lado de la línea; después, con expresión risueña). 135


—Qué... ¿te gusta?, ¿eh? (pausa) —¿Que cómo hacemos? Ya te he dicho que le estamos preparando un informe al jefe. Ya me encargo yo de subrayarle lo de Nati con rotulador fosforito... (se interrumpe para escuchar) —¡Ajá!, ¿que quién se lo dice al alcalde? ¿Al de Vigo? Pues no sé, igual llámalo tú, que te pilla más cerca. (pausa; asentimiento) —Sí, sí, cuando tengas un rato, Francisco. Está bien. Dile, eso sí, que se vayan poniendo a hacer cadenetas para el año que viene si quiere que nadie les gane en espíritu navideño… (se cierra el telón; cuando dejas de aplaudir, se abre de nuevo y salen todos a escena cogidos de la mano y dicen al unísono: «¡Ánimo, espíritu navideño, estamos contigo!, ¡Feliz Navidad!») (bueno, todos, todos, no, porque Scrooge grita: «Merry Christmas!», mientras da muchos saltitos).

136


Cover: canción de su Navidad

Para empezar, Rodríguez estaba muerto. De eso, no

cabía la menor duda. Sin embargo, de confiar en la información que transmitía el rótulo identificativo del despacho Rodríguez y Vermúdez, S. L., habríamos colegido que el primero de los socios continuaba en activo. Pero no era así, y bien seguro estaba de ello Constancio Vermúdez, quien aún mantenía el carácter de miembro fundador vitalicio de la empresa. Les mentiría si les asegurase que la figura de Constancio Vermúdez era gentil y airosa. En mi descripción debería prescindir de cualquier calificativo que pudiera 137


dar una impresión distinta de la hosquedad y hermetismo que irradiaba por todos sus poros. Y para no apartarme un ápice del compromiso de veracidad al que me debo, no está de más que incida en el tono poco agradable de sus maneras, las formas poco adecuadas de su trato y el estilo poco agraciado de su porte y vestimenta. Eso sí, igualmente debo reconocer que al señor Vermúdez le importaba un comino la opinión que ustedes o yo mismo pudiéramos tener de él y de su figura. Lo que en verdad le importunaba al señor Vermúdez era la Navidad. «¡Menuda estupidez de celebración!», pensaba. A su juicio, parecía increíble que todo el mundo se pusiera de acuerdo para hacer como si durante unos días los problemas los tuvieran otros. Y también le molestaban sobremanera las licencias que todos esos botarates se permitían durante estas fechas. Sin ir más lejos, el propio García, el único trabajador que aún mantenía su vinculación laboral con Rodríguez y Vermúdez, S. L., y que, debido a ello, reunía en su única persona las funciones de oficinista, secretario y recepcionista. Apenas hacía unos minutos que García había salido por la puerta. Su carácter discreto —que el señor Vermúdez ponderaba en particular por la poca conversación que demandaba— había contribuido sin duda a 138


que finalizara su estancia en la oficina con un tímido «felices fiestas, feliz Navidad, señor Vermúdez» antes de irse literalmente a tomar el fresco, porque el día había acudido a su cita navideña con una ventolera gélida y cortante. ¡Cómo si no hubiera que cerrar el ejercicio en unas horas! ¡Cómo si no supiera que el año estaba en las últimas y que era la última oportunidad para mejorar los balances! —Al diablo García y sus malditas navidades —masculló apagando la luz de la mesa que había quedado vacía—. ¡Será necio! Felices fiestas me ha deseado, ¿es que ha visto en mi cara algún tipo de gesto lastimero que le sirviera como excusa para arrojarme un improperio tan majadero? Gruñendo para sí, se acercó a su mesa de trabajo, iluminada por una lámpara con un exangüe led mortecino. Inquieto por retomar la tarea que había dejado inconclusa, cerró las cortinas del ventanuco, molesto con las luminarias de la calle que distribuían generosamente su alegre centelleo multicolor para todo el vecindario excepto para el domicilio social de Rodríguez y Vermúdez, S. L. Convendría aclarar que desde que el señor Rodríguez viera interrumpido de forma drástica el curso de 139


su existencia como consecuencia de una cardiopatía fulminante, su socio había heredado su parte correspondiente de tareas, clientes y mal humor, acrecentando con ello su nivel de ocupación y reafirmando su áspero carácter. —Condenado alcalde, condenados concejales y condenados operarios de luminotecnia. ¿Es que no tienen nada mejor en que entretenerse que despilfarrar el presupuesto público en semejante sandez? Atendiendo a los comentarios, no resulta aventurado concluir que las fiestas navideñas no eran del gusto del señor Vermúdez. Y, ciertamente, era así, como de hecho él mismo no paraba de recordarse: —«¡Feliz Navidad!», me ha dicho el bobalicón. ¿Y a qué hora lo ha dicho? A las 14:27. Treinta y tres minutos antes del tiempo en que le corresponde dejar el trabajo. ¡Menudo mamarracho! Él sabrá lo que hace, que ya lo notará en la siguiente nómina. Que a mí no se me olvidará descontarle estos minutos que me ha dejado en deuda. Sonó el teléfono. ¿Quién, a estas horas de un 24 de diciembre, día de ilusión y alegría, llamaría al señor Vermúdez? ¿A quién le era tan urgente pasar por el mal trago de hablar con un arisco misántropo que menospreciaba de tal manera el día y la noche más gozosos? 140


—¿Sí? —contestó desabridamente el señor Vermúdez—. ¿Quién es? —¡Tío! —contestó una voz juvenil, cálida, risueña—. ¿Qué tal estás? —¿Cómo voy a estar? Igual que ayer y lo mismo que mañana —fue la seca respuesta. —Llamaba para felicitarte las fiestas —la voz, inicialmente jubilosa, había perdido buena parte de su fuelle. Aun así, tomó aliento y concluyó—: ¡Feliz Navidad! —¿Feliz?, ¿feliz por qué?, ¿qué ha pasado hoy desde ayer para que tenga que estar feliz? ¿Es que me he perdido algo? —Siempre con tus cosas, tío. Te llamaba porque nos hemos acordado de que a lo mejor te apetece compañía esta noche y te animas a celebrar la Nochebuena con nosotros. —¡Qué paparruchas estás diciendo! Dale compañía a quien te apetezca esta noche y todas las noches del mundo, pero, a mí, déjame en paz. Constancio presionó el botón rojo de cortar la llamada y arrojó con desprecio y con un sentimiento adicional que podríamos definir como coraje el terminal sobre la mesa. Llamaron a la puerta. ¿Quién sería ahora? Dado que él no tenía la costumbre de abrir a nadie, carecía de referen141


cias para imaginar quién podría ser. Alguien de Correos, quizás, si es que todavía existía esa gente que traía de aquí para allá cartas manuscritas. O un repartidor de algo que se hubiera equivocado. O García, que hubiera recapacitado. Se encaminó a la puerta, puso el ojo en la mirilla y no vio nada: estaba todo oscuro. Podría ser García, pensó, porque le tenía bien advertido que no encendiera las luces si no fuera estrictamente necesario. De modo que abrió la puerta y se quedó mirando a alguna parte que no pudo precisar. De repente, se encendió la luz del pasillo y lo que le pareció ser una muchedumbre incontable de criaturas aulladoras comenzó a vociferar con el acompañamiento de un tañido insufrible de instrumentos chillones: Ya viene la vieja con el aguinaldo, le parece mucho, le viene quitando. Pampanitos verdes, hojas de limón, la Virgen María, Madre del Señor. Se quedó tan paralizado que ni siquiera se le ocurrió cerrar la puerta. De hecho, hasta que las voces no 142


coincidieron en un breve silencio no comenzó a ser consciente de lo que estaba pasando. En cualquier caso, sus cavilaciones apenas progresaron, porque uno de los integrantes de aquella fanfarria le interpeló: —Hola, señor. Estamos recogiendo dinero o lo que usted pueda darnos para que estas Navidades sean un poco mejores para todos. —¿Dinero?, ¿cualquier cosa? Anda y marchaos a tomar viento. Y darle la murga a cualquier otro. ¡Fuera de mi casa, fuera de mi pasillo, fuera de mi descansillo! ¡Fuera de mi vida! —Y dio un portazo tremendo, dejando al grupo de cantores enmudecidos. Doy fe de que el conjunto se pudo sobreponer a aquella conmoción inesperada porque antes de emprender la retirada atendiendo a la petición del señor Vermúdez, los integrantes gritaron al unísono: —¡Feliz Navidad! ¡Que tenga una buena noche con los suyos! Y mientras se marchaban en dirección de la escalera, se oyó preguntar a uno de los pequeños del coro: —¿Por qué se ha enfadado tanto ese señor? —No lo sé —le contestó uno de sus acompañantes mayores. Tras lo cual, añadió con un tono de picardía que fue acompañado de un guiño de ojo—: A lo mejor es un grinch. 143


El señor Vermúdez hundió aún más sus hundidos ojos en su rostro cetrino y huesudo en el cual, de tanto no sonreír, los músculos habían tensado las comisuras de los labios hacia abajo, dejándole con una mueca permanente de muñeco de ventrílocuo mudo. Si por él fuera, rumió, dejaría fuera del planeta al resto de la humanidad durante estos días hasta que se recobrase el juicio y se dejasen de molestar unos a otros con ñoñerías. ¡Qué idiotez! ¡Que porque así lo estableciera el calendario, todos se volvieran tarumbas de repente!; ¡que por ser hoy día 24 de diciembre esa chuminada de la felicidad se convirtiera en algo obligatorio! A él no le tocaba nadie las narices, ni un calendario ni los operarios del ayuntamiento. Y ya que pensaba en ello, juraría que habían aumentado la intensidad de las luces desde esta mañana y, con ello, proseguían con el desvío de fondos de las arcas municipales hacia esa fruslería inútil. Acompañado de estas reflexiones, volvió a su sitio en el escritorio, tratando de concentrarse en la tarea que le quedaba pendiente. De improviso, un rumor le llamó la atención. Primero fue como un murmullo tenue, que fue in crescendo hasta que, tras apenas unos segundos, se convirtió en un soniquete metálico que inundó la sala. Un chirriar 144


parecía arrastrarse por el embaldosado, recorriendo la sala de uno a otro extremo, rodeándola, divagando en diagonal, como si quisiera reconocer con exactitud cada minúsculo espacio del aposento. El hecho de que el rostro del señor Vermúdez se contrajo en una mueca de desconcierto permite suponer que no supo identificar el origen del sonido. De su silencio se desprendía igualmente que tampoco fue capaz de etiquetarlo bajo algún tipo de denominación, lo que posiblemente hubiera contribuido a superar el estado de inmovilidad en que estaba sumido. Solo venció su ensimismamiento cuando su cerebro seleccionó la imagen de una cadena arrastrándose por un pasillo como aquello que más podría asemejarse a aquel ruido. Cadenas que, por cierto, continuaban serpenteando por la habitación y rondando por su cabeza. Transcurrieron un par de minutos que le parecieron dos horas hasta que cayó en la cuenta de que uno de los pilotos de la impresora parpadeaba intermitentemente mientras que de la boca de la máquina iban surgiendo, uno detrás de otro, folios envueltos en llamas. Las hojas se consumían antes de caer al suelo convertidas en un reguero de polvo gris. 145


—¡Tonterías! Es solo esta impresora tarada que se ha vuelto a estropear —clamó victorioso tras desenchufar el cable de alimentación. Sin embargo, lo que ocurrió a continuación le hizo reconsiderar su momentáneo júbilo. Como si alguien hubiera extendido un cobertor en la atmósfera del despacho, un hedor profundo, hiriente, nauseabundo, ocupó toda la sala, un olor pútrido que únicamente podría ser comparado con el que exhalase el más desolado de los vertederos, como el que emanaran las mismísimas mazmorras del infierno. En honor a la verdad, lo que para cualquier otro mortal hubiera constituido una señal inequívoca de que algo extraño estaba sucediendo, solo se tradujo en el erizamiento repentino del vello de las manos del señor Vermúdez. Tenemos constancia de ello porque, sin vacilación alguna, entró en el cuarto de aseo, tomó el bote de ambientador y distribuyó el espray por toda la oficina mientras se quejaba de la falta de diligencia del presidente de la comunidad de propietarios en dar el aviso al ayuntamiento para que revisaran las cañerías. De nuevo en su silla, Constancio se preparó para proseguir con la enésima revisión del balance de fin de año. 146


«Pi-pi», escuchó. Lanzó la mirada al móvil, cuya pantalla se había iluminado. —¡Qué extraño! —pensó en voz alta—. Un sms. ¿Quién me escribirá un mensaje? Será la Agencia Tributaria o alguna promoción del banco. Nada útil, seguro. Se reincorporó a su tarea de números. Otro pitido. —Pues sí que están pesados. Quienquiera que sea debe ser un cretino. Si ya nadie escribe por sms. Un pitido más, y otro más, y otro más. El señor Vermúdez se mantenía ajeno, enfrascado en su tarea. Entonces, llamaron por teléfono. Decirles que el semblante del señor Vermúdez adoptó una tonalidad que rivalizaba en blancura con la nieve recién caída no sería ninguna exageración. Porque quien estaba llamando era su socio, el señor Rodríguez. O, al menos, eso era lo que indicaba la pantalla led del terminal. —¿Quién es? —preguntó, pese a la evidencia que manifestaba el identificador de llamada entrante. —Lee los sms —respondió una voz fría y heladora, seca y cavernosa. Una voz que hubiera petrificado a la Roca. Una voz que, irrebatiblemente, pertenecía a Rodríguez. Y dicho lo anterior, la llamada telefónica se interrumpió. 147


Aunque no nos atrevemos a calificar el exacto estado de ánimo que le acompañaba en ese instante, resulta evidente que fue el apropiado para tomar esta escueta conversación como un mandato. «Hola». Fue el conciso contenido del mensaje que surgió en la pantalla al pulsar el botón de entrada, al que siguieron nuevos sms igualmente breves. «Soy yo». «Tu socio». «Rodríguez». —Ya te he leído —exclamó a media voz Vermúdez. De su tono se desprendía cierto malestar por el modo en que su socio, fallecido siete años atrás, había retomado la comunicación. «Te he venido a advertir» fue el texto del siguiente mensaje. «¿De qué?» contestó tecleando Vermúdez. «De lo que fuiste». «De lo que eres». «Y de lo que serás». «No te entiendo», interrumpió la cadencia de sms de su finado socio. «Yo ya solo puedo intentar conmoverte». Los mensajes acudían en pausada cascada al teléfono con un intervalo de unos pocos segundos entre ellos, 148


con lo que Constancio podía leerlos y releerlos una docena de veces, logrando multiplicar al menos por esa cifra su desazón y su ritmo cardíaco. «Porque mi hora ya fue llegada». «Y cuando me encontré en el umbral». «Tuve que responder a las preguntas». «¿A qué preguntas te refieres?» respondió preguntando Vermúdez. Mientras escribía en el teclado del teléfono, exclamó en voz alta: —¿Quieres ir al grano, socio? «Cuánto viví y cuánto amé». «Cuarenta y tres respondí a la primera». «Veintidós, me corrigieron». «Para la segunda no tuve respuesta». «Casi tan poco como la nada, me dijeron». Pese a lo extraordinario del trance, Constancio no podía evitar pensar que como la conversación se alargase se resentiría la siguiente factura de teléfono. Al menos podría escribir en wasap. Pero aquello no era posible porque su finado socio había desatendido el negocio antes de que el señor Vermúdez se convirtiera en usuario activo de esta mensajería tras convencerse de que él no era responsable de que una compañía estúpida quisiera dar gratis el servicio de mensajes por teléfono a todo el planeta. Y, además, y a pesar de lo 149


que dijera el rótulo, en sentido estricto Rodríguez ya no formaba parte de la empresa, por lo que a él no le incumbía si hacía uso de sms, facebook, instagram o el correo del paje real. —¿Por qué me cuentas todo eso? Eso es cosa tuya y de tu espíritu o lo que quiera que seas —las palabras de Vermúdez sonaron balbuceantes, como si hubieran perdido todo atisbo de bravuconería. «Y tuya». Rodríguez demostraba con sus respuestas que tras su defunción había ganado en imperturbabilidad y concreción. «¿Cómo que mía?». «Sí». «Porque vago desde entonces». «Para recuperar la vida que no viví». «Y el amor que no di». Constancio se impacientó y elevó la voz en su respuesta: —¿Y qué tengo que ver yo con tus paseos? «Fuimos socios en lo que no viví». «Y en lo que no amé». «Y sólo tú puedes redimirme». Al leer esta última frase, Constancio Vermúdez vaciló. No sabemos si porque desconocía o, acaso, se le había olvidado el significado del verbo redimir, o por150


que comenzaba a hacerse cargo de lo extraordinario de la situación. «¿Qué tengo que hacer?». «Esta tarde recibirás tres visitas». «La del que fuiste cuando den las tres». «La del que eres vendrá a las seis». «Y la del que serás, a las nueve». «Aprovéchalas». «Yo estaré vigilando ahí fuera». «Te espero, socio». En ese momento se abrió la ventana con un gran estruendo. Un remolino de aire turbio y ocre deambuló por la mesa de escritorio alborotando los papeles, tirando al suelo los bolígrafos, revolviendo los clips. La tromba de aire avanzó primero como una hélice de humo sedoso para ir tomando la forma de un cuerpo humano que se dilataba y encogía, como si estuviera siendo volteado por los rizos del vórtice. Las contorsiones de la figura estaban acompañadas por unos gemidos lastimeros, ululantes, que se diría que procedieran de las almas en pena de ultratumba. Llegado al umbral de la ventana, aquello que hasta ese punto solo era una apariencia difusa adoptó rasgos reconocibles. Una nariz arqueada y desviada hacia levante, unos pómulos marcados y sobresalientes y una calva incipiente, que se iba 151


adueñando de la parte superior de la cabeza, extrañamente plana y extendida. Caracteres todos ellos familiares para el señor Vermúdez porque concordaban a pies juntillas con los que en su día pertenecieron a su difunto socio Rodríguez. La ventana se cerró. Y sin que el señor Vermúdez tuviera tiempo en concebir la esperanza de que aquellos fenómenos inauditos hubieran finalizado, un gran resplandor procedente del ordenador iluminó la estancia. En el salvapantallas, el cifrado digital informaba con precisión de la hora: 15:00:00. Las tres de la tarde. Constancio Vermúdez se dejó caer en la silla consternado, percatándose de que la primera de las visitas anunciadas había llegado puntual. Pero no pasó nada. Nadie llamó a la puerta, nadie pulsó el interfono, nadie apareció como por arte de birlibirloque, nadie se sentó en el sillón del recibidor. En la oficina de Rodríguez y Vermúdez, S. L. únicamente estaba Vermúdez. Al menos de cuerpo presente. De repente se escuchó una voz procedente del altavoz del teléfono de mesa a donde llegaban las escasas llamadas que García atendía cuando dedicaba una parte de su jornada laboral a la ocupación de telefonista: 152


—¡Hola! Quería comunicarme con el titular de la vida de Constancio Vermúdez. Soy el espíritu de sus navidades pasadas. Espero no importunar. —Soy yo —respondió el señor Vermúdez, tembloroso. —Encantado, señor Vermúdez. Disculpe por no saludarlo en persona. He venido para acompañarlo. Y dicho esto, el reloj digital que hacía las veces de salvapantallas del ordenador desapareció dando paso a la cubierta de un álbum digital de fotografías de recuerdos en la cual se podía leer: «Constancio Vermúdez». La portada se abrió y dio paso a la primera página, y después a la segunda, y así, consecutivamente, a decenas, cientos de páginas que en una fotografía recogían momentos de la vida del señor Vermúdez. Si sumásemos el tiempo que el señor Vermúdez dedicó a cada una de las imágenes, concluiríamos que el recorrido por todo el álbum se extendió durante todas las horas que le restaban a aquella tarde y durante algunas tardes más. Pero por alguna extraña razón, el tiempo parecía haberse detenido para la vida presente del señor Vermúdez. Tras superar los primeros instantes de desconcierto, ¡con qué deleite se detuvo en sus primeras navidades, de las que ni siquiera podía guardar recuerdo, en el recorrer del pasillo gateando, en los paseos sobre los hom153


bros de su padre a cucurumbillos, en los soplidos de mamá apagando el calor de la papilla humeante!; ¡cómo deseaba demorarse al recobrar sensaciones y sentimientos olvidados como la ternura, la alegría y el goce! Sí, les puedo garantizar que en aquellas fotografías estaban todas sus navidades pasadas. Y estaba su madre poniéndole un gorrito de lana de color verde antes de salir a la plaza a comprar una zambomba porque a la del año pasado se le había desgarrado el cuero. Y estaba su padre llamando al timbre y escondiéndose en el rellano de las escaleras, y él tenía que encontrarlo detrás del pino que había traído como árbol de Navidad. Y estaban los paquetes envueltos en papel de colorines junto al belén. Y estaban sus hermanos y él abriendo los paquetes. Y visitó las navidades en las que cantó villancicos en el colegio vestido de pastorcillo, y cuando escribía las tarjetas de navidad con un poco de prisa porque si no llegarían para después de Reyes… Y, después, las navidades aquellas en las que comenzó a salir con sus amigos el día 24 por la tarde a cantar villancicos por las calles de la ciudad, y ¡vaya que si cantaron!, y se reían cuando conseguían llamar la atención de algún transeúnte, y celebraban cuando recibían alguna moneda como aguinaldo. 154


Y la última Navidad, la del último curso, cuando Nico y Pepe y Rubén y Marcelo y él mismo habían crecido, y Marta, la prima de Rubén, se sumó al pequeño orfeón, y le pareció que no acababa la tarde y que no avanzaba la noche, porque no dejaba de mirar a Marta y a su media melena castaña, y le parecía que sus ojos verdes y su pequita morada bajo el párpado izquierdo tampoco le dejaban de mirar a él, y se convencía de que de aquella noche no pasaba, y esperó el momento oportuno, cuando ella dejase de estar con todos y él estuviera solo con ella, y entonces se lo diría, y cantaron todo el repertorio de villancicos, y luego repitieron el del burrito sabanero y el de la burra y el de los peces, porque nadie se quería ir, pero alguien miró el reloj, y eran las once, y Marta se percató de lo tarde que era, y Pepe la acompañó porque vivía cerca, y él se volvió a casa solo, y ya no tuvo ganas de cantar con sus padres y sus hermanos. El álbum se cerró tras una última fotografía en blanco y negro en la que se vio en la cama, mirando al techo, la pandereta, la bufanda y el gorro de colores tirados en el suelo, paralizado, mordiéndose el labio inferior y sintiendo cómo por su mejilla derecha se deslizaba una gota de tristeza. Y en la pantalla se cerró el álbum y la negrura lo invadió todo, el ordenador y su alma. 155


Y en la sala quedó el señor Vermúdez, desconcertado ante tanta pena recobrada. Juraría que llegó a murmurar el nombre de Marta en dos o tres ocasiones con un tono que hubiéramos calificado de tremendamente compungido de haber procedido el bisbiseo de cualquier otro mortal. Pero tratándose del señor Vermúdez, se antojaba extraño que sentimientos de ese tipo afloraran en su ánimo. Lo que sí resulta innegable es que Constancio Vermúdez dejó caer la cabeza sobre la mesa y se quedó inmóvil. Y a partir de ese momento, ninguna alteración, ningún movimiento perturbó la quietud de la sede social de Rodríguez y Vermúdez, S. L. No sabríamos decir durante cuánto tiempo las circunstancias se mantuvieron en esa disposición estática hasta que fueron interrumpidas por un zumbido procedente del móvil que advertía de la llegada de una notificación. Aquel aviso hizo recobrar la atención a Constancio. Tras vencer un primer instante de desorientación, localizó el dispositivo y lo miró. En la pantalla, el reloj digital marcaba las seis de la tarde. De forma automática activó la notificación. Ante sus ojos apareció una figurita, un icono animado de color verde, de trazos sencillos, que parecía enfundado en una túnica y en el cual destacaban los ojos negros in156


mensos, la gran sonrisa y el cabello, que tenía la forma de un trazo estrellado. Una figura que, si tuviésemos que calificar, recordaba vagamente a un lémur esquemático y coloreado o a un dibujito de animación con cierto aire a un pokemon. En la parte inferior del dispositivo apareció un texto: «¡Hola! Soy el espíritu de tus navidades presentes. He venido a mostrarte lo que tienes y lo que eres». Y, haciendo un gesto a modo de guiño, el icono de color verde saltó sobre un triángulo blanco situado en el centro de la pantalla y dio entrada a un vídeo de youtube. El señor Vermúdez miró con atención. Un coche se detuvo en el lateral de una calzada y aparcó junto a la acera. Se abrió la puerta del copiloto y descendió una joven con una especie de gabardina corta gris, el pelo negro recogido en una coleta y un rostro que, cuando la cámara la enfocó, irradiaba simpatía y apuro al mismo tiempo. Al señor Vermúdez no le costó identificar a su sobrina. El coche había aparcado en la puerta de lo que se diría que era una vivienda aislada en una plaza, o tal vez fuera una residencia, o, fijándose mejor, posiblemente una iglesia moderna porque había una cruz metálica de mediano tamaño en la fachada. Y luces de navidad que unían las ramas de los árboles que desfilaban por la calle. 157


Debía hacer frío. «Ese palurdo debe ser su pareja», se figuró Constancio Vermúdez cuando de la puerta del conductor surgió un joven enfundado en un jersey de lana rojo, botas de monte rojas y rojas mejillas, quien tomó de la mano a su sobrina con un gesto celeste y cariñoso. Llamaron al timbre. Al cabo de unos segundos abrió la puerta un hombre de edad indefinida, ni muy joven ni ya maduro, que los recibió con una sonrisa cálida y bondadosa: —¡Qué bien que hayáis llegado! ¡Os estábamos esperando! —saludó. —Disculpa que nos hayamos retrasado, padre Antonio. ¡Había tanto tráfico! —contestó la sobrina. —Bueno... En realidad, había solo un poco de tráfico... —intervino con tono afectuoso el compañero de la sobrina—. Nos hemos detenido un ratito para hablar con el tío de Beatriz. Para animarlo a venir con nosotros a celebrar la Nochebuena. —Ya…. —contestó el padre Antonio con mirada cómplice—. Dejadme adivinar… —prosiguió con tono pícaro— intuyo que el tío Constancio tenía otros muchos compromisos y ha declinado muy educadamente la invitación. Seguro que lo ha lamentado en el alma, pero os ha prometido que enseguida que sus asuntos 158


laborales se lo permitan pasará con vosotros un día de estas fiestas… —Ya sabes cómo es… —dijo Beatriz algo azorada, como disculpándose. —Dejémoslo en que ha dado una muestra más de que parece un plagio de Ebenezer Scrooge, el personaje del cuento de Dickens: ¡si hasta ha dicho paparruchas! —apuntó con suave socarronería el joven. —No os preocupéis. Algún día, cuando haga la declaración de la renta de su vida, le dará a devolver ilusión y cariño. Y seguro que os dejará a vosotros un buen pellizco. Como mínimo, la pedrea… Mientras, nos queda esperar. Que el que va a nacer esta noche viene a desordenarnos la vida…, ¡e igual ya le toca a vuestro tío! Beatriz hizo un gesto como de recordar algo. —Hemos traído lo que nos pediste, Antonio. Eduardo, saca la bolsa. ¿Para qué hace falta esto? —¡Qué bien que os hayáis acordado! Son para Larysa y Yaroslav que quieren preparar para esta noche kutia en agradecimiento por estos meses que han pasado con nosotros. No me preguntéis qué es ni lo que tiene. Bueno…, sé que lleva granitos de amapola: ¡vamos a parecer canarios o verderones! —dijo con alegría Antonio—. Venga, adelante, que ya estamos en el almacén 159


llenando las bolsas para la cena, que hoy están más surtidas para que todos tengamos una noche especial, ¡y ya hay quien ha llegado y nos está esperando! En el momento en el que Eduardo y Beatriz entraban en el edificio siguiendo al padre Antonio se interrumpió el vídeo y quedó la pantalla en negro. Solamente se veía el circulito blanco que avisaba de que se estaba cargando uno nuevo. Constancio se quedó absorto. Su pupila daba vueltas como un carrusel siguiendo la figura de la pantalla. Entretanto, su mente rebobinaba lo sucedido. Pensó que Eduardo le había caído bien. Algo pardillo, quizás, pero a primera vista no parecía un mal tipo para su sobrina. Si hiciera falta, seguro que ella lo espabilaría. Si cuando era chiquituja ya asomaba maneras, con su carácter tan decidido. Claro que luego le perdió la pista y la dejó de ver. Si reconocía su voz era porque ella aún lo llamaba de vez en cuando. Parece mentira que no se hubiera cansado aún de él. La aparición del icono verde en la pantalla le alejó de sus cavilaciones. Captó su atención dando saltitos en el centro del terminal. Tras dar un brinco con mayor impulso, hizo un gesto ceremonioso y se inició un nuevo vídeo. Alguien se bajó de un autobús y se encaminó apresurado hasta la entrada de lo que parecía un bar. Las 160


ventanas estaban cerradas con una persiana metálica y nada de lo que hubiera dentro podía intuirse desde fuera. Llevaba un chaquetón gris, como de franela, y unos pantalones rectos, lisos, de color gris marengo. Aunque el atuendo era el propio de oficina, asía una gran bolsa de deporte con la mano derecha, como alguien que fuera al gimnasio. Se paró en la entrada del local, hizo una llamada con el móvil y, casi al instante, la puerta se abrió, escapándose como a empellones una gran humareda de vaho. —¡Que casi no llegas, Potito! —No me lo recuerdes. Que a punto ha estado de no dejarme salir el orco gruñón de mi jefe. El señor Vermúdez reconoció aquella voz. Sin duda alguna pertenecía a García, su secretario – oficinista – recepcionista. La ropa también concordaba con el sujeto que había abandonado la oficina. Y aunque el hecho de que hubiera respondido al estúpido nombre de «Potito» le creó una ligera perplejidad, de lo que tampoco albergó la más mínima duda es que aquella denominación de orco gruñón, convenientemente recordada el próximo día veintiséis, daría lugar a un descuento sustancial en sus siguientes emolumentos mensuales. García se paró en el recibidor del local, abrió la bolsa de deporte, se quitó el chaquetón, después la chaqueta 161


y, de forma aún más atropellada, la corbata y la camisa. Extrajo entonces de la bolsa una prenda engurruñada de algodón, la extendió ligeramente, se la zambulló y la desplegó por el torso y la espalda. A raíz de ello, García, o deberíamos ya decir Potito, quedó cubierto por una camiseta de color negro sin mangas, serigrafiada en su parte trasera con un anagrama del yin y el yang, y en la que en la parte delantera aparecía una estrella acabada en una especie de rayo de advertencia de línea de alta tensión. A continuación, se descalzó los zapatos de piel negra y se quitó los pantalones plisados, que dieron paso a unos pitillos de licra de color azul cobalto. La metamorfosis quedó finalmente concluida cuando apretó las hebillas de los botines de charol negro con espuelas. Potito — y cualquiera que en ese momento lo contemplara juraría que ese era su nombre verdadero y que García no era más que el apodo con el que se hacía pasar cuando utilizaba la anterior indumentaria— abrió la puerta de la sala principal del local. Que Potito era esperado con gran impaciencia se pudo inferir de forma instantánea al recibir las miradas de alivio de tres figuras que, subidas sobre un escenario al fondo de la estancia, vestían un uniforme que podríamos calificar como equiparable al suyo. Y también porque, antes de llegar a su destino, hubo de abrirse 162


paso entre una animada parroquia que, al verlo, le jaleó con expresiones de polémica interpretación. —Perdonad, colegas. El orco, que no me dejaba —aclaraba Potito conforme avanzaba. Constancio seguía la escena ensimismado, sin saber qué pensar de aquella situación, más allá de ir añadiendo porcentajes adicionales de descuento a la nómina de enero de García. Un grito proferido por uno de los asistentes que estaba situado en una posición de vanguardia alertó a la muchedumbre de que Potito, por fin, ocupaba el centro de la plataforma con su guitarra eléctrica colgada al cuello. —¡Potito! ¡Eres un grande! —fue la exclamación. —¡Ya podemos empezar! ¡Vámonos! —jaleó una segunda voz. Tomó entonces Potito la palabra o, quizás, para ser más preciso, habría que decir el alarido: —¡Síííí! ¡Ya estamos aquí otro año! ¡Ha llegado el momento de celebrar la Navidad! ¡Feliz Navidad, colegas! Un estruendo rugió en la sala cuando todos los presentes prorrumpieron al unísono: —¡Feliz Navidad! —¡Qué bueno que nos juntemos un año más! —animó Potito, agarrado al micrófono. 163


Las luces se apagaron totalmente. La sala quedó sumida en un impresionante silencio. Al cabo de unos segundos, se encendió un foco azul, iluminando a la batería del conjunto que comenzó a tocar el tambor izquierdo con las baquetas. Durante unos instantes solo se escucharon los rotundos y acompasados pom-pom-poropompóm, pom-pom-poropompóm del redoble hasta que Potito, y con él toda la sala, rompió a cantar: El camino que lleva a Belén, baja hasta el valle que la nieve cubrió… Cuando el eco del último redoble quedó casi definitivamente amortiguado por la calidez de los asistentes, Potito tomó de nuevo la palabra: —¡Gracias, Zarpas! Sublime. Y, dirigiéndose a la sala, bramó: —¡¡¡Nos queremos mucho!!! Una voz surgida entre el gentío completó: —¡¡¡Y a mucha más gente!!! Y, entonces, todos los participantes en aquella especie de rave comenzaron a darse abrazos, y a chocar las palmas y los nudillos, y se felicitaban las pascuas, y se preguntaban unos a otros que qué tal estaban, si todo 164


les iba bien, y a aquellos que ponían cara como que no tanto, otros los animaban. Abuelos y abuelas recibían besos de sus nietas y nietos; vecinos que no se habían encontrado hasta el momento en el pasillo del bloque se daban felicitaciones efusivas; maestras que el último día de colegio habían cogido la gripe recibieron las felicitaciones que se habían quedado en clase... ¡Qué algarabía tan fresca y dichosa en todas aquellas expresiones de sinceros parabienes! ¡Qué alegre alboroto al desearse unos a otros que se mantuvieran empeñados en su ánimo de felicidad, de optimismo, de amor! Constancio Vermúdez no sabría decir durante cuánto tiempo estuvieron los presentes intercambiándose expresiones de sincero afecto. Quizás fuera unos minutos, o tal vez unas horas de aquella tarde venturosa que anunciaba la Nochebuena. Su semblante se había relajado e, incluso, se podía intuir cierto gesto de ternura, como si toda aquella escena se hubiera convertido en un paisaje del que no quisiera ser nunca alejado. —Bueno, peña, tenemos que continuar —interrumpió Potito—. Ya sabéis cómo va esto, que si no, no tendremos tiempo para cantar todo el repertorio antes de irnos a cenar. ¡¡¡Vámonos con la siguiente!!! 165


La concurrencia exclamó entonces al unísono: —¡¡¡Ama, ama, ama y ensancha el alma!!! Los dos instrumentistas que acompañaban comenzaron a puntear, uno el bajo y la otra la guitarra eléctrica. Zarpas tomó las baquetas. Potito se acopló al ritmo con su propia guitarra. Desde la multitud, se escuchaban alocuciones enfebrecidas: —¡Síííí! —gritó uno—. ¡Sois un pedazo de...! De qué parte eran un pedazo no lo llegamos a poder saber, ni siquiera Constancio Vermúdez, porque del móvil salió un pitido en lugar de la palabra exacta. El caso es que Potito comenzó a cantar, y sus tres acompañantes tocaban, y los congregados coreaban la canción y la acompañaban con exclamaciones de difícil interpretación puesto que únicamente se escuchaban con nitidez algunas palabras como madre e hijo entre los pitidos. No había concluido la canción cuando nuevamente apareció la pantalla negra y el círculo blanco que informaba que youtube procedía a buscar un nuevo vídeo. Y apareció el icono verde de pelo estrellado dando cabriolas hasta que se cargó la siguiente conexión. —¡Hola!, ¿quién hay en casa? —retumbó la voz en el vestíbulo del piso antes de que una cara sonriente traspasara el umbral de la puerta recién abierta. 166


—¡Papá, papá!, ¡qué bien que ya has llegado! ¡Mira lo que he preparado! —Una muchacha de unos quince, o tal vez diecisiete años, acudió corriendo al recibidor. Su cabello suelto bailaba mientras corría, balanceándose la media melena castaña a uno y otro lado. Con impaciencia, cogió de la mano al hombre que acababa de aparecer. —¿Qué me dices, Inés? ¿Que la comida ya está lista? ¡Qué bueno! ¿Y puedo saber qué vamos a cenar? ¿O es una sorpresa? —El caballero luchó teatralmente contra el ímpetu de la joven, logrando detenerla—. ¡Un momento, un momento! ¿Va usted a hacer el favor de permitirme ser educado? Si es así, habrá de esperar a que salude a los pastores, que aún andan esturreados careando a sus ovejas; a sus majestades, quienes, si no me equivoco, ya se pusieron en camino; y, especialmente, a mi tocayo y a María, que me huelo que está comenzando a sentirse indispuesta. El hombre se acercó al nacimiento que estaba instalado en una mesita que ocupaba una esquina de la entrada. Los desconchones de la pared parecían haber traído un tiempo de nubes mansas al paisaje que esperaba al Niño. Una tras otra tomó las figuritas en su mano y las cumplimentó con una ligera reverencia. 167


—¿Cómo está mamá?, ¿ha pasado bien la mañana? —preguntó el hombre a la joven una vez que concluyó el saludo. — He estado mucho rato con ella, papi, y hemos visto la tele. Creo que le ha dolido un poco, pero no me ha querido decir nada. —De los ojos de la muchacha, hasta el momento brillantes como esmeraldas, surgieron dos lágrimas. —¡Vaya, vaya! Ahora vamos a entrar tú y yo y verás cómo se le pasa en un santiamén. —Y, diciendo esto, le acercó disimuladamente la manga del suéter a la mejilla izquierda y le secó la lágrima que se había quedado detenida sobre su pequeño lunar violeta. Constancio Vermúdez contemplaba la escena perplejo. No podía ser. Aquella melena. Aquellos ojos verdes. Aquella manchita sobre el pómulo… Pero el vídeo no dejaba tiempo para meditaciones porque proseguía en su recorrido de escenas. —¿Cómo estás, Marta? —El hombre y la joven habían avanzado por un corto tramo de pasillo y entrado en un dormitorio apenas iluminado por la luz del exterior que se colaba por las rendijas de la persiana. Acercándose al cabecero de la cama, encendió la lamparita de noche y dio un beso suave en la mejilla que le esperaba. 168


—Bien, un poco dormida —contestó Marta con dulzura. Se quedó mirándola tiernamente. Con suavidad, le resituó la gomita izquierda del gorrito alrededor de la oreja. —Con el frío que hace, mejor que tengas bien abrigada la azotea. —Gracias, Pepe, es que con el roce de la almohada se me descoloca. —No te preocupes. Verás cómo dentro de unas semanas ya no tendrás que utilizarlo. Ya te acordarás cuando no te dejen como te gusta en la peluquería. —¿Qué tal te ha ido hoy? —le preguntó ella—. ¿Te ha pasado alguna cosa bonita? —Bueno… He tecleado al menos 2537 letras, le he dado treinta y dos veces a la tecla enter y me he manchado un poco el suéter con el café, que me lo han puesto caliente. Bueno, esto último no ha sido en realidad muy bonito, aunque depende de cómo se mire porque la mancha tiene forma de pez espada. ¡Ah! Y me he encontrado con Cover. —¿Cover? ¿Con Cover? —preguntó Marta interesada—. ¿Has hablado con él? —En realidad, sólo lo he visto. Me lo he cruzado cuando salía del banco; él iba caminando cabizbajo y casi nos chocamos. 169


Constancio se quedó paralizado al escuchar las últimas frases de la conversación. Cover. Hacía años que no oía ese nombre. El nombre que había sido suyo durante tanto tiempo, por el que había sido reconocido. Como un chispazo, recordó el momento en el que Rubén le bautizó por segunda vez, evitando tener que dar continuas explicaciones sobre el nombre de pila de su abuelo y su bisabuelo maternos y corregir constantemente a compañeros y profesores que se empeñaban en que Vermúdez se escribía con «b» grande. A partir de ese momento, Constancio Vermúdez dejó de ser Constancio Vermúdez y fue Cover. —Muchas veces me pregunto qué habrá sido de él. Desde que cortó la relación con todos nosotros no volvimos a saber nada. Dejó de contestar las llamadas. En ese momento pensé que sería solo durante un tiempo. Después se marchó a estudiar fuera y nunca retomó el contacto. Ni siquiera cuando regresó a la ciudad. —Mientras hablaba, parecía que Marta estuviera tratando de buscar respuestas. —Bah. Déjalo. Sabes que quiso emprender una nueva vida y, según dicen, parece que le va bien. Al menos así se deduce de la fama que tiene su despacho de obtener beneficios a costa de quien sea. —La última frase la dejó caer Pepe enrollada en un envoltorio de pena e ironía. 170


La mirada del señor Vermúdez era en ese momento irreconocible. Había perdido su tono desafiante, su hostil vivacidad, su enérgica desaprobación. Un hondo abismo ocupaba toda su pupila como si se hubiera perdido la comunicación entre sus neuronas y el exterior. Paralizado como estaba, ni siquiera reparó en que la pantalla se ennegreció, apareciendo por última vez el icono verde que, desde una esquina, levantó la mano haciendo un gesto de despedida. Constancio salió de su ensimismamiento cuando comenzó a sonar una música familiar. Prestó atención y no tardó en reconocer la sintonía del telediario. La televisión que estaba situada en el recibidor de la oficina se había encendido y en ese momento estaba emitiéndose la entradilla de las noticias. Pero era una introducción distinta a la de todas las noches. Es decir, aunque cualquiera que estuviera viendo la tele identificaría que comenzaban las noticias de las nueve, pese a su similitud, no era exactamente la misma sintonía. Y tampoco era exactamente la misma presentadora de flequillo recto y melena recortada. Y estaríamos por asegurar que esta impresión no se debía realmente a que las imágenes o la melodía fueran muy distintas, sino que uno sabía que eran diferentes porque había algo intangible que hacía especial aquella emisión. 171


El señor Vermúdez miró la pantalla. La locutora estaba sentada tras una mesa. Aparentemente no había nada extraordinario en su vestuario, en sus gestos, en la decoración del estudio. Solo cuando comenzó a hablar, Constancio comprendió que aquel noticiero era muy singular. —¡Buenas noches! ¡Y feliz Nochebuena! Esta noche es muy especial para todos, pero en especial para el señor Constancio Vermúdez que nos estará viendo. Porque, señor Vermúdez, va a tener la oportunidad de compartir con nosotros una Nochebuena de sus navidades futuras. Conectemos con el reportero de los acontecimientos venideros que nos está esperando. La presentadora desapareció de la pantalla y dio paso a un reportero callejero, tan igual a cualquier otro reportero que estuviera retransmitiendo en cualquier otro programa. —Gracias, compañera. Esta noche única hemos venido a acompañar a Inés, una voluntaria que dedica parte de su Nochebuena a acompañar a los residentes de este centro. La imagen dejó al reportero y se trasladó a un largo pasillo de paredes blancas cuya continuidad era interrumpida regularmente por unas puertas marrones que guardaban un respetuoso silencio. Una de ellas se abrió, 172


dejando pasar a una mujer aún joven que llevaba una pandereta en una mano y un bolso de cuero en la otra. —Me tengo que ir, pero ya vendré otro ratito. ¡Que pases una feliz noche! —se despidió de quienquiera que estuviera dentro. Cerró la puerta y avanzó por el pasillo de espaldas a la cámara. En la quinta puerta comprobó el número, llamó quedamente y, al no obtener respuesta, entró. —¡Hola! ¿Quién está por aquí? ¡Feliz Nochebuena! En la habitación solo había una cama de hospital, una silla de baquelita y una mesa elevada apoyada sobre unas patas que descansaban en cuatro ruedecillas. Un hombre estaba sentado cerca del cabecero, con los pies tocando el suelo y la mirada perdida en algún punto entre el pomo de la puerta y la pared. En su rostro apagado únicamente destacaban los labios caídos que formaban una triste mueca de muñeco de guiñol deprimido. Estaba inmóvil, solo las arrugas de sus pómulos se movían rítmicamente. —¿Cómo está, abuelo? Veo que ha querido esconder los adornos de Nochebuena para despistarme, ¡qué travieso! De todos modos, yo he traído algunos de mi casa. Rebuscó en su bolso, sacando un par de espumillones, cinco bolas de colores brillantes y unas figuritas con las que montó un pequeño portal de belén sobre la mesita. 173


—¡Vaya! He cogido también sin querer las gafas de mamá. ¡Qué cabeza! No pasa nada, luego se las llevaré —dijo en voz alta con alegría. El señor de la habitación no miraba. —Me han dicho que no le apetece comer turrón ni mazapanes. No se preocupe, a mí tampoco me sientan bien si tomo muchos. Y, de todos modos, casi nunca tomo porque los niños se los acaban enseguida. —El pelo castaño de la mujer, salpicado aquí y allá por algunas canas traviesas, estaba cortado a media melena. Tenía los ojos verdes y bajo su párpado izquierdo destacaba una peca violeta. —¿Le apetece que cantemos un villancico? Papá siempre dice que la Nochebuena solamente viene de verdad si antes se la ha llamado cantando. Usted tiene pinta de saberse muchos, ¿se anima? Entonces, la mujer agitó la pandereta y cantó el villancico de los peces, y el de la burra, y el burrito sabanero. Y el abuelito que estaba sentado en la cama dejó de mirar la pared, y rescató a su mirada, que se había quedado extraviada un poco a la derecha del pomo de la puerta, y sus ojos se dirigieron a la mujer, y sus labios dieron un respingo y formaron una sonrisa, y los dedos de su mano derecha se movieron, tamborileando sobre las sábanas. 174


En ese momento se apagó la televisión. Constancio Vermúdez pareció no darse cuenta de ello porque permaneció con la vista clavada en la pantalla, mientras que sus dedos repiqueteaban sobre la mesa, golpeando rítmicamente. Aunque lo hacía en voz bajita, si prestabas atención era posible escuchar lo que estaba cantando: Si me ven, si me ven, voy camino de Belén... Pero en la habitación no había nadie para escucharlo. Y menos para acompañarlo a cantar juntos villancicos. O, simplemente, para estar con él el día de Nochebuena. De repente, Constancio se levantó de la silla y gritó: —¡Escuchadme, espíritus! Me habéis hecho comprender. He dejado de ser el hombre que era. Y ya no seré el hombre que habría sido. Recuperaré el niño que fui. En mi corazón celebraré la Navidad, y la celebraré con todo mi ser, y honraré el espíritu que ilumina la Navidad todo el año. No caerá en balde lo que me habéis mostrado. ¡Rodríguez, querido socio, Lucas, dondequiera que estés, óyeme tú también! ¡Que Dios te bendiga! ¡Puedes estar seguro de que lo haré, que viviré, que amaré todo el tiempo que me quede! 175


»¿Qué hora es? ¿Habrá acabado ya de cenar mi sobrina? Quiero conocer a ese caballero tan agradable que la hace feliz. Y quiero conocer a Yaroslav y a Larysa. ¡Quiero acompañarlos esta Navidad! Y mañana… Llamaré a García, ¡qué digo a García!, llamaré a Potito, y le felicitaré las fiestas. Y buscaré a Pepe, y le preguntaré por Marta, y ojalá pueda conocer a Inés... ¡ay, Inés, cuánto te deberé en mi futuro! Se acercó al reloj del escritorio. Marcaba las 14:31. Sí, las 14:31; pero ¿de qué día?, se preguntó. Para salir de dudas, corrió hacia la puerta. Necesitaba salir a la calle. Tenía sobre todo ganas de gritar, de saltar, de felicitar las fiestas. Al abrir, advirtió que por las escaleras bajaba un animado grupo de voces. —A lo mejor es un grinch —acertó a oír, antes de que las voces comenzaran a cantar: Campana sobre campana, y sobre campana una, asómate a la ventana verás al niño en la cuna «No puede ser —pensó el señor Vermúdez—. Son los que habían venido a pedir el aguinaldo hace un rato». 176


—¡Esperadme, amigos, esperad! —gritó Constancio, corriendo hacia el inicio de las escaleras—. Disculpadme por lo de antes, disculpadme. ¡Feliz Navidad!, ¿me oís? ¡Feliz Navidad! Y como el coro lo escuchó y se detuvo, el señor Vermúdez pudo unirse a ellos, y los acompañó a la calle, y cantó Gatatumba, y después entraron en el portal de al lado a pedir el aguinaldo. Y cuando la voz se le quebró después de entrar en muchos más portales, llamó a su sobrina, y esa noche se sentó a cenar junto a Eduardo, y el padre Antonio bendijo la mesa, y cenó kutia, y después cantó villancicos en idiomas que nunca se imaginó que pudiera cantar. Y a partir de entonces no hubo nadie que dudase de que él, Constancio Vermúdez, sí que sabía celebrar la Navidad. Y a todos aquellos que se lo reconocían, Cover les contestaba con una sonrisa de oreja a oreja: ¡que pueda decirse lo mismo de vosotros, de todos vosotros!

177



Cartas a los Reyes Magos



Diciembre de 2007

Queridos Reyes Magos: Es curioso lo de los años bisiestos. De repente, te encuentras con un día más de vida, así por las buenas. Y eso pasa cada cuatro años. ¡Pues lo podían poner todos los años, o cada mes, o cada día! Me imagino que a quien se le ocurriera lo haría por algo. Por mi parte, lo voy a dedicar a nada. O sea: a dejarlo vacío, sin apuntes en la agenda y sin citas a las que se me olvidó acudir. Voy a concederle un día de asuntos propios a Google, al despertador y a los semáforos, que les hace buena falta. Todavía no sé qué día escogeré. Lo que no me parece bien es que tenga que ser obligadamente el 29 de febrero. Ese día estaré pendiente del sol y de las estrellas para que vuelvan a su sitio y se ajusten como está mandado al calendario. ¡Ah, y a propósito!, que paséis unas felices navidades y que le deis la bienvenida como se merece a este año 2008 tan agradecido. Es lo que toca. Un abrazo, Ramón.

181


N. B.: Me da la impresión de que el pequeño Héctor se adhiere a la felicitación, aunque todavía no entiendo lo que me dice. N. B. 2: Os he contado un rollo macabeo y al final no os he pedido nada. Con que echéis lo de siempre, está bien, ya sabéis, amor y salud. Pero que no se os olvide pasaros por casa: os dejaremos el aguardiente y los polvorones en el salón (si el buenazo de rojo no se los come antes...).

182


Diciembre de 2008

Queridos Reyes Magos: ¡Qué rápido se ha pasado este año! Si estamos otra vez en Nochebuena... Este diciembre sí que está haciendo frío; mejor, así será más sencillo parar la rutina y ambientarse. Me uno a la petición multitudinaria de buenos deseos para 2009; total, que por pedir que no quede. El otro día, que tuve la oportunidad de echar un ratillo en Francia, me apercibí de un detalle tonto. Los vecinos tienen grabada la proclama revolucionaria en muchos de sus edificios públicos: libertad, igualdad y fraternidad (en francés, que suena aún mejor). Lo de la igualdad y la libertad llevamos doscientos diez años detrás de ello, y hemos avanzado. Lo de la fraternidad nos lo deseamos con más o menos convicción una vez al año desde hace ya dos mil y pico. Pero parece que luego no nos ponemos en ello lo suficiente... Pues, lo dicho, a revolucionarse. ¡Feliz Navidad y próspero año 2009! Ramón 183


Diciembre de 2009

Queridos Reyes Magos: Este año, que andaba un poco escéptico, me he convencido de nuevo de que existe el espíritu de la Navidad, o lo que quiera que sea que nos vuelve un poco ñoños y entrañables en estos días. Veréis, el otro día, nuestro pequeñajo Héctor hizo su primera aparición estelar en el show navideño de la guardería. Los padres iban más nerviosos que el día de su boda. El caso es que la ocasión no era todo lo propicia que hubiésemos deseado: le había tocado (y nunca mejor dicho) el papel de campana. En honor a la verdad, siendo la primera vez, hubiera preferido algo con más glamur, que lo hubieran puesto de pastorcillo, o, qué sé yo, de buey o de caganer; pero no pudo ser... Afortunadamente, resolvimos en casa la papeleta de una manera digna, y el canijo tenía un parecido bastante razonable a una campana (aunque es cierto que sin la brillantina también podría haber pasado por un tipo de los que pasean por la avenida con el cartel de «compro oro»). Segundos antes de comenzar la actuación, Héctor se me echó a los brazos compungido, poniendo de manifiesto su contrariedad por ser una campana. 184


«¡Pero, Héctor, con la cantidad de niños que hay en el mundo que darían cualquier cosa por ser una campana como tú!». Como comprenderéis, mi tono no fue nada convincente: estos momentos son duras pruebas que debe afrontar un padre. Puse de mi parte, intentándolo superar acordándome de la canción de Serrat de los locos bajitos. De modo que Héctor subió al escenario con otra docena de niños-campana y comenzó el espectáculo. El padre, que era yo, estaba tan nerviosico que no dio pie con bola. No echó ni una foto decente y se le olvidó dar al «rec» de la cámara de vídeo. Y diréis: ¿qué tiene esto que ver con la Navidad? Pues que la primera actuación navideña hubiera pasado sin pena ni gloria en nuestra intrahistoria familiar, si no fuera porque se apareció un angelito en forma de señorita de la guarde que pidió repetir la actuación de las campanitas al final del show. ¿Entendéis lo que os quiero decir? Ni los peces en el río, ni san José y la mula. Ninguno de esos números repitió. Solamente nuestro Héctor y su pandilla volvieron a deleitarnos con la coreografía, y, por si fuera poco, les salió como los ángeles, aunque eran campanas... Después de esto, el que siga diciendo que esto de la Navidad es un fiasco se las tendrá que ver conmigo… 185


En fin, que, si no os importa, traed lo de siempre: paz, amor y salud... Del resto ya nos encargamos nosotros. Un abrazo y felices fiestas. Ramón

186


Diciembre de 2010

Queridos Reyes Magos: Ya andamos otra vez a vueltas con la Navidad. Este año no sé muy bien qué contaros ni qué pediros, total, como estamos en crisis, quizás sea mejor dejarlo para cuando vengan tiempos mejores. Lo que sí quería es haceros una consulta. Veréis, no sé si sabréis que este año he estado liado con las luciérnagas, los bichillos esos que lucen sin estar conectados a un transformador y sin llevar pilas como el conejito del anuncio. Entre todos los nombres, relatos, imágenes y avistamientos que he recopilado hay una historia en la que aparecéis. Me la contaron la otra noche en sueños, mientras dormía. Quería pediros que, si no es molestia, me confirmarais o desmintierais si de verdad sucedió lo que dicen que ocurrió. Me imagino que con todo el jaleo no prestasteis atención, pero ¿recordáis si la luz de la estrella de Belén procedía de las luciérnagas? Igual ni os acordáis, han pasado ya muchos años… Yo, por mi parte, creo que es posible que, efectivamente, fueran las luciérnagas. Aunque parezcan otra cosa, suelen ser bastante discretas y 187


están sin casi estar, esperando a que nos sorprendamos al descubrirlas. De cualquier forma, si tenéis un rato para responderme después de leer el cuento, aprovechad también para explicarme lo de la mirra, que nos tiene muy despistados en casa. Ahora que caigo en la cuenta, a lo mejor con la crisis es más fácil llenar los calcetines de las cosas que siempre pedimos, pero que casi siempre olvidamos, ya sabéis, paz y amor y todo eso. Como veáis, que para eso sois los Reyes. Recibid un fuerte abrazo y, por favor, no olvidéis apagar la luz tras dejar lo que sea. Ah, y Feliz Navidad, que se me olvidaba. Ramón N. B.: Este año Héctor ha ido de reno. Más vistoso que el año pasado. Pero a ver si para el año que viene intercedéis con alguien y nos lo ponen de pastorcillo.

188


Diciembre de 2011

Queridos Reyes Magos: Este año, como estamos en crisis, está la cosa más achuchadilla que de costumbre. Así que solamente os voy a pedir una tontería: que no decaiga el ánimo y que no nos falléis porque, si no, qué va a ser de nosotros. De manera que tratad de acordaros de todos y dejarnos algo bueno para el 2012, aunque sea un gormiti o una barbie cumpleaños. Por mi parte, os echo también este año un cuentecillo de Navidad. ¡Que paséis unas felices navidades! Y, por favor, encargad al que pone los años que ya le vale con este 2011 que se va. Que con una mijita que ponga de su parte seguro que el 2012 será mucho mejor. Al menos nosotros nos vamos a poner en ello. Un abrazo. Ramón

189


Diciembre de 2012

Queridos Reyes Magos: Me da en la nariz que este año no vais a dar abasto con tanto como se necesita. Por eso, para mí, nada de nada, que, para la que está cayendo, ya estoy bien surtido. Al contrario, más que pedir, lo que os voy a encargar es que no se nos quite la ilusión y la alegría. Total, es de lo poquito que nos queda sin devaluar en esta crisis tan fastidiosa. Sí que os quería consultar algo. Veréis: el patio del belén lo tenemos un poco revuelto con el despido del buey y la mula. En casa no sabemos qué hacer con ellos. Como están recostados y medio dormidos, no sirven para jugar a los playmobil. Los hemos llevado un par de veces a la veterinaria de barriguitas, pero, como no se incorporan después del tratamiento, los hemos dejado por imposibles. A lo mejor los llevamos al pueblo, aunque el alcalde emitió hace poco un bando prohibiendo los mugidos y los rebuznos durante los días laborables, los fines de semana y las fiestas de guardar. Entretanto, los tenemos metidos en una cajita de 190


cartón junto al infernillo para que, al menos, no pasen frío. Buscando por ahí he encontrado un sainete sobre la noche de Navidad que, por su viveza, tiene pinta de proceder de algún texto apócrifo sobre el Nacimiento de Jesús. Aunque no soy un experto en hermenéutica bíblica, hay algunos detalles que me despistan. He pensado que, quizás, la versión que ha llegado hasta mí sea una reelaboración tardía de un texto previo. No sé... Justamente habla del buey y la mula, y del porqué de su presencia en el portal. Al menos, a mí me parece muy convincente la explicación que aporta, pero, claro, tampoco quiero llevar la contraria a nadie, y menos aún a quien se supone que conoce mejor estos temas. En fin, como vosotros estuvisteis por ahí durante esos días, quizás me podáis dar alguna pista. Si es así, decidme algo. Nada más. Bueno, sí. Que digo yo que como este año 2012 ha sido de los malos, el que viene toca que sea mejor. Si podéis hacer algo por ello, bien. Si no, tampoco os lo voy a pedir, porque visto el caso que hicisteis el año anterior, será que no está en vuestra mano y no os quiero dejar en mal lugar poniendo una reclamación. Tal y como se las gastan últimamente, 191


no me gustaría que os pasara como a la mula y al buey. En lo que me toca, yo no voy a dar motivos para justificar otro ere. ¡Feliz Navidad y un abrazo fuertote! Ramón

192


Diciembre de 2013

Queridos Reyes Magos: No sé cómo empezar. ¿Tenéis algo de mano por allí arriba o qué?, ¿o voy a tener que buscarme a otros para escribirle la carta de Navidad? Andad con cuidado, que el bonachón del traje rojo que va por ahí haciendo el ridículo diciendo «jo, jo, jo» os está quitando la clientela. Vamos a ver. El mecanismo es sencillo: todos los años por esta fecha os escribimos una carta. Quien más, quien menos, algo pide. Los niños no os suelen crear problemas. Además, siempre podéis ponerles lo que os venga bien, que nosotros somos los que tenemos que dar las explicaciones. Pero, en fin, son muy agradecidos y se conforman. Apostaría a que los mayores suelen coincidir en las mismas cosas. Paz, amor, salud y trabajo. Nada del otro mundo, la gente va a lo seguro. Aunque, visto lo visto, parece que a vosotros a veces os entrase por un lado y os saliera por el otro... Lo de la paz lo puedo llegar a entender, como tiene muy pocas letras y ya tenéis cierta edad, lo mismo ni lo llegáis a leer. Echar amor es muy agradecido porque, quieras que no, el año es muy largo y da para mucho y algún ratillo bueno se echa. Diréis que lo de la salud es muy 193


complicado, que depende de cómo venga el invierno, que si las epidemias de gripe, que si los catarros mal curados... Bueno, hasta aquí no sabría qué deciros. Pero ¿y el trabajo? Si cada año, en lugar de echar más, parece que ponéis menos. Ya os vale, que tampoco es una cosa del otro mundo. ¡Buf! Me vais a perdonar por el tono y la forma con que me he expresado. Es que estoy enfadado. Igual vosotros no tenéis nada que ver en todo esto. Pero, bueno, si podéis hacer algo, pues achuchad por vuestra parte, a ver si entre todos… Aprovecho para aclararos las cartas de los canijos de casa. Miguel ha pensado que trabajáis en unos grandes almacenes y ha rellenado dos carillas: no le hagáis mucho caso y fijaos solo en lo que está subrayado. Si nos os importa, traedle a Sandra alguna cosa que no sea rosa. Y hacedle caso a Héctor, por favor, que ha pedido que todos los niños del mundo tengan regalos. También os envío un cuento este año. Tiene pinta de ser apócrifo; no lo sé, no entiendo mucho de estas cosas, de modo que lo dejo a vuestro criterio. Con tanto escribir casi que ya se me ha quitado el enfado. Así que os deseo lo mejor, de corazón. ¡Felices Navidades! (sin acritud). Ramón 194


Diciembre de 2014

Queridos Reyes Magos: He sido bueno, así que ya podéis estaros preparando... Bueno, en realidad no sé si he sido lo suficientemente bueno, pero me ha dicho mi psicoterapeuta que tengo que hacerme valer. Si os hace falta, haced las comprobaciones que estiméis conveniente. Yendo al grano: no acabamos de levantar cabeza por mucho que haya bajado el precio del petróleo. Así que, achuchad un poquito por vuestra parte, a ver si entre todos convencemos a quien haga falta para que esto se enderece. Este año no os voy a pedir muchas cosas. ¿Me podríais echar la sonrisa de Bob Esponja y un juego de magia al revés para convertir la realidad en sueños o, al menos, lo que no me guste mucho? Quería comentar también con vosotros una cosa. Seguro que ya lo habéis pensado o alguien os lo ha dicho antes, pero os lo escribo por si acaso. Para este año igual todavía no, pero para los siguientes sería bueno que echarais un poquito de frío. Aunque solo sea un par de días al año para que podamos sacar las bufandas y los guantes. Y si yo fuera vosotros, pediría a los Reyes 195


aire acondicionado para vuestros dromedarios porque, si no, lo mismo ellos no llegan. Un abrazo fuerte de felices navidades. Ramón N. B.: Este año os envío una historia que supe una tarde de las que voy a recoger al cole a Miguel, Sandra y Héctor. A ver si os gusta. Si no es así, pues no pasa nada, no la volváis a leer y se os olvida enseguida.

196


Diciembre de 2015

Queridos Reyes Magos: Ya vais a estar aquí otra vez, en unos días. Este año tengo muchas ganas de que vengáis, para qué os voy a engañar. No es por mí, que yo ando muy bien despachado. Pero es que se ve cada cosa… Sabéis que no soy mucho de pedir. Además, casi siempre me acuerdo de las mismas cosas. Vamos, que seguro que ya ni leeréis mi carta, de repetido. A lo mejor por eso es por lo que no me echáis del todo cuenta. O, en realidad, sí lo hacéis y soy yo el que no me doy cuenta. A ver. Lo de siempre: paz y amor para todos, ea. Ya está, así de sencillo. Que no tenéis ni que pensar. Igual nos lo echáis siempre y justamente por eso no estamos peor de lo que estamos. Si os digo la verdad, como no puedo comparar, pues no lo sé. Pero, vamos, que si ponéis un poquito más, no nos vendría mal, que si lo dejamos todo fiado a nosotros mismos, entonces sí que vamos listos. Menos mal que estáis vosotros. Como otros años, os dejo un cuento. En realidad, no es un cuento, es un sueño que me vino el otro día y como salís en él, os lo he escrito para que me digáis si 197


es un sueño de los de verdad. Desde luego, a mí me lo parece: ¡qué magos que sois! Ya acabo. Un abrazo de feliz navidad. Y lo dicho: cuidaos mucho que ahora casi no hace frío y lo mismo se os olvida la bufanda y en enero cambia el tiempo y os entra una pulmonía. Ramón

198


Diciembre de 2016

Queridos Reyes Magos: Si casi parece que fue el otro día cuando vinisteis la última vez. ¡Qué rápido va todo! Estaba yo pensando que no sé cómo podéis llevar todo para adelante. Porque lo de aquí es más o menos sencillo, pero con la que está cayendo, estoy curioso por saber qué pensáis echar por allí, por Oriente, por vuestra tierra. ¡Anda!, echadles un poco de más cuenta, por favor. Se me ocurre que podríais empezar a repartir la paz por allí. Vayamos a que lo que suceda es que otros años los dejáis para los últimos y por eso no les llega. A lo mejor ese es todo el problema. También podríais hacerles no regalos. Les quitáis las bombas. O, aunque sea, las espoletas. Con eso sería suficiente y no tenéis que cargar con todo el peso, que me temo que los pajes no quieran hacerse cargo de subirlas a los dromedarios. Con esas cosas es mejor no jugar. En casa, bien. Me gustaría poder afirmaros con rotundidad que hemos sido razonablemente buenos. Pero me pillarías el embuste enseguida porque tenéis espías en todas partes y ya sabéis que a veces no ha sido así, y 199


nos hemos chinchado un poco, o nos hemos enfadado un poco porque no nos dejaban poner Bob Esponja porque estaba el resumen del fútbol en la 1. Lo sentimos mucho, pero eso es lo que hay, como dice Miguel. Ganas de mejorar no nos faltan. Eso sí, esperamos que estos pequeños incidentes no nos supongan penalizaciones importantes. Yo, por si acaso, os echo el cuento de todos los años. De todas maneras, si tenéis que castigarnos, no nos echéis la play ni la nintendo, que envician mucho. Lo dicho, queridos Reyes. Que nos sigáis haciendo felices. Ramón

200


Diciembre de 2017

Queridos Reyes Magos: Ya hemos vencido otra vez al año. Este se ha puesto un poco caprichoso porque el otoño no quería llegar y ha estado que sí que no durante un montón de semanas, y venga calor, como si no hubiéramos estado bien despachados en junio, y en julio, y en agosto, y en septiembre. Parecía que se hubiese roto la máquina de hacer nubes y de pintar los atardeceres del rosa y violeta que dan las tormentas del día siguiente. A este paso, los locutores del tiempo van a grabar el parte el 15 de mayo y dejarlo hecho hasta mediados de noviembre. Con poner una foto pintada del anticiclón de las Azores, ya está. No sé en qué se van a entretener el resto del tiempo, la verdad. Igual se apuntan a un cursillo de papiroflexia. Digo yo que alguna cosa les mandarán hacer. Este año hemos cambiado el modo de pediros las cosas. El otro día nos juntamos en el salón y nos pusimos a pedir la carta al mismo tiempo, pensándolo muy fuerte, para a ver si así os llega el mensaje más clarito, porque con todas las peticiones que tenéis vemos normal que se os pasen algunas. 201


No hemos innovado mucho, un poco como siempre: que el año que entra, que ya va por 2018, sea bueno. Con que no incordie mucho, ya estaría bien. Es decir, entendemos que entre tantos años como hay, alguno de ellos tenga que ser regular, y hasta un poco malo, para que podamos disfrutar mejor de los buenos. Sí, esto lo sabemos... Pero sin pasarse, si puede ser. Tampoco hace falta ser muy duros… Una última cosa: Miguel me ha preguntado si no seréis como Siri. Ya sabéis, que si tenéis un robot o algo que recibe las cartas y después contesta lo que quiere o lo que puede. Sandra os ha defendido y dice que no puede ser, que vosotros sois Reyes y Magos y que Siri es solo una voz. Y Héctor se ha quedado dudando porque como va todo tan rápido, cualquiera sabe. Lo único que os digo, por mi parte, es que si algún día os da por eso de la inteligencia artificial que no os volváis tontorrones. Pues, nada, lo dicho, que nos traigáis este año también mucha ilusión y cariño. También otras cosas, si podéis, sobre todo de este estilo, que nunca están de sobra. Este año también os envío un cuento. Va sobre vosotros y no sé si será verdad o no, me lo contaron la otra noche en sueños y cualquiera sabe. Os lo 202


envío por si acaso me podéis dar razón. Si no, pues nada, a seguir bien. Un abrazo de felicitaciones para esta Navidad y ¡feliz año nuevo! Ramón

203


Diciembre de 2018

Queridos Reyes Magos: ¡Con qué ilusión os espero este año! No me preguntéis por qué. A veces me entra la tontera. Pero es que os hacéis de rogar. Que tenga que pasar todo un año para que hagáis acto de presencia no deja de ser una excentricidad un poco vintage. Os lo explico mejor, que igual os habéis quedado out: que hay quien dice que lo vuestro es un poco carca. Yo no opino así, pero bien es verdad que me da la impresión de que si hubierais empezado con vuestro negocio ahora, seguro que os lo montaríais de otra forma. No sé, como más modernos. Las barbas, por ejemplo: en mi barrio tengo un peluquero la mar de bueno que os las despuntaría, os daría unos retoques, que falta os hacen, y os pondría en plan hípster. Seríais mucho más cool y atractivos. Pero es que, ni aun así os invitarían a una rave. Menos mal que estás tú, Baltasar, que le pones un poquito de corrección, que si no... Tenéis la excusa de que lleváis más de dos mil años en el oficio, lo de la tradición y todo eso. Pero andaos con ojo, hacedme caso, y tratad de ser discretos, que uno nunca sabe de qué móvil puede salir un tuit malin204


tencionado. Yo, por si acaso, no tengo ni wasap. Para que no me entren ganas. Este año hemos tenido ratos buenos, regulares, de los que ni fu ni fa, que parece como si no hubiera pasado el tiempo por ellos, y también ha habido momentos que, en fin, mejor hubieran hecho quedándose en casa. Es cierto que los momentos malos están hechos para disfrutar más de los buenos, pero, digo yo que como eso ya lo sabemos, pues se podrían ahorrar y no aparecer en el calendario. El cuento que os envío este año es un poco raro. Va sobre vosotros, pero me da que todavía no ha ocurrido. A lo mejor me podéis decir algo. En cualquier caso, lo que cuenta está bien, o sea, que viene a decir que sigáis siendo como sois: los mejores Reyes Magos que existen y que han existido nunca (y no hagáis el chistecillo fácil de que no hay otros...). Y que no os olvidéis nunca de recargarnos de ilusión, de felicidad, de alegría y de buen humor. Y de amor, claro, que de eso va la cosa. Un abrazo y nos escribimos el año que viene. Ramón

205


Diciembre de 2019

Queridos Reyes Magos: ¿Qué os parece? ¡Otro año más!, ¡y qué rápido! Y mirad que ha venido bien despachadito, con sus cosas buenas, y sus ratos malos… Como os he dicho otras veces, que, si por mí fuera, no vengan, que no pasa nada. Los malos, digo. Que si hicieran falta, porque te toquen en el reparto, pues se echan. Aunque por mí, si me pasan el turno y me ponen solo días en condiciones, de los de estar alegre, y ser feliz, o, simplemente, que pasen tranquilos, suaves, dulces, pues mejor. Os quería consultar una cosa muy importante. Que me ha entrado la duda y quería saber qué hacer. Aunque me da un poco de corte porque no sé si está bien que os lo pregunte. Es que me dijeron el otro día algo y me da no sé qué que se vaya diciendo por ahí sin ton ni son. Sin contrastar. Y que se pueda pensar que sea falso. Fake, que así se dice ahora. Me lo dijo una amiga del trabajo a la que tengo mucho cariño y es de las que no me engañan. Estábamos hablando de las navidades, y de lo que íbamos a hacer, y yo le dije que tenía que escribiros la carta, que an206


daba este año achuchado de tiempo, y ella, entonces, me miró, como tomándome la mano, pero sin mano, porque yo estaba con la taza del café en la boca, y estaba caliente y por eso la tenía cogida casi con las dos palmas, y estando así, me lo dijo: —¿Sabes de lo que me he enterado? Que quien debería leer tus cartas son los padres. No entendía nada. Imagino que me tuvo que cambiar la expresión de la cara. Y hasta el color. Pero fue solo a lo primero, porque mi amiga me guiñó el ojo mientras decía: —Que sí. Que tienes que escribir a los padres de los Reyes Magos. ¡Claro! ¡¿Cómo no caí antes en la cuenta?! Los Reyes Magos son también los padres de los Reyes Magos. Así, sí. Ya me cuadran muchas cosas. En realidad, ya lo comprendo todo. Ya sé cómo dais abasto con lo de los regalos; si es que no sois tres, sois cuatro veces más para repartiros todas las tareas: leer las cartas, la intendencia de los paquetes, el reparto para que llegue a todos al mismo tiempo… Y ya encuentro explicación a lo que me extrañaba más: que no os acababa de ver eligiendo algunos de los juguetes, que para eso hay que tener mano. Y, de verdad, no 207


es por desconfianza, pero es que se nota el toque de vuestras madres. Es otra cosa. Me imagino que lo tenéis un poco callado por lo de no romper con la tradición, que siempre cuesta. Pero ¿sabéis que os digo? Que aquí también pasa. Si no fuera por los abuelos y las abuelas, esto no sería lo mismo. Lo que pasa es que están callados, y parece como si no estuvieran, pero nosotros sabemos que no es así, ¿a que sí? Pues nada más. Bueno, sí, que igual este año sí que me podríais contestar. Si vosotros estáis muy liados, pedídselo a vuestros padres, que yo os guardo el secreto. Y pasadle la carta, por favor, que la lean también ellos. Un abrazo y ¡¡felices navidades!! Ramón N. B.: Os dejo aquí debajo un cuento que encontré el otro día en un sueño. En realidad, es como un teatro, pero es que dormido no se distinguía bien.

208


Marzo de 2020

Queridos Reyes Magos: ¿Qué tal estáis? ¡Qué raro escribiros estos días, cuando acaba de entrar la primavera! Si casi ni nos hemos enterado… Es que me ha entrado la preocupación por vosotros. Estaréis en casa, ¿no? Seguro que ya os habrán llegado noticias de todo esto, aunque, por mí, que no quede: tened mucho, mucho cuidado, que la cosa es seria. Guardaos y no salgáis para nada, que nos tenemos que proteger entre todos. Y sobre todo a los que, como vosotros, nos lleváis mucha ventaja en cuidarnos. Entretenimiento no os va a faltar: de eso, estoy convencido. Digo yo que podríais aprovechar para ir preparando los regalos de la Navidad que viene. Igual ya estáis en ello. Os lo propongo por si acaso, porque me da a mí que este año vais a tener más tarea con tanto encargo como recibiréis de fonendos con los que escuchar mejor el agradecimiento de los que están malitos, y de termómetros para medir la calidez de las sonrisas de buenos días, y de batas azules, y verdes y rosas, y de tocas blancas, y de gorras azules, y de chaquetas verdes, y de pantalones grises, todos perfumaditos con suavizante de ternura, y de anaqueles bien surtidos de frascos 209


con vitaminas de esperanza, y de fregonas y de bayetas que le saquen al suelo, a la nevera y al lavabo destellos de afecto, y de ambulancias que recorran el pasillo con su sirena cantando canciones de cuna, y de camiones con palés de latitas que lleven en conserva nuestros abrazos retrasados, y de cajas registradoras de las que imprimen tiques de buenos deseos, y de puestos de mercado y mostradores de comercio con cámaras para mantener sin fecha de caducidad los aplausos de aliento, y de tiendas de campaña coloreadas de camuflaje que custodien la cotidianeidad de nuestras pequeñeces, y de tractores cuyas rejas acaricien la tierra dejando a su paso surcos de dulzura, y de perrillos de pelo crespo que guíen rebaños de lana mullida con la que rellenar las almohadas de nuestros sueños futuros, y de acequias de fibra óptica que reverberen con el fluir del brillo de nuestras miradas cuando están lejanas, y de códigos informáticos que conviertan nuestros anhelos, ahora en cuarentena, en disciplinados batallones de ceros y unos, y de morrales repletos de cartas con miles de te echo de menos, y de alforjas con pedidos urgentes y normalitos de cariño, y de mochilas de reparto que lleven los cientos de manos estrechadas y de besos que estamos guardando para cuando todo esto pase. ¡Vamos a querer parecernos a tantos y tantos que nos va a resultar difícil elegir los regalos que queramos para nosotros! 210


En realidad, ¿sabéis qué os digo? Que este año no voy a pedir nada para mí; de hecho, no creo que pidamos nada para nosotros. O mejor, sí. Os vamos a pedir que tengáis un detallazo, o muchos, todos los que podáis, con todos los que nos están cuidando. Pensándolo bien, son tantos y tenemos tanto que agradecer, que a lo mejor no dais abasto… Si fuera así, y os veis en un apuro, contad conmigo para cuando vayan llegando las fechas. Hasta sería capaz de montar un grupo de wasap para que se sumen voluntarios, que seguro que no nos faltan. ¡Ah!, una última cosa. Como me imagino que estaréis en contacto con él, decidle, por favor, al bonachón de las barbas blancas y el traje rojo que se quede también quieto. Que, aunque viva en la punta del mundo, lindando con el Polo, no se confíe y que se ande con cuidado. Que, como mucho, salga a acariciar a los renos y a cambiarle el agua del pilón, pero que se deje de andar por ahí diciendo jo, jo, jo, que ya habrá tiempo para eso y para todo lo demás cuando recobremos la normalidad que tanto desconocíamos. Un abrazo. Ramón

211


Diciembre de 2020

Queridos Reyes Magos: A ver, me dan ganas de deciros que vaya añito, que a quién se le ocurre echar uno así de malo. Porque uno puede entender que salgan unos mejores que otros, que no todos van a ser iguales en condiciones. Que como estamos muchos, igual a algunos les va muy bien, y a otros solo bien. Pero que a quien más, a quien menos, a cualquiera, entre los 365 días, le salen muchos bonitos, que te gusta pasarlos. Y más en los años como este que traen uno más de propina. Yo qué sé. Hay mil motivos para que no te vayas triste a la cama. Y tampoco hace falta un gran despliegue de buen rollito o que te toque el Euromillones. Ya sabéis lo que os digo. Que los días normalicos resultan muy apañados con tal de que te des cuenta de que son un buen día. Pero este año, quien sea, se ha pasado. Es que ha repartido la pedrea mala a prácticamente todo el mundo. Y con todo y con eso, ha habido quien lo ha pasado peor que nunca. Ya sabéis a lo que me refiero. O sea, que si uno pregunta por ahí, como haciendo una encuesta, estaría por decir que casi todos dirían que la cosa ha estado de mal a muy mal. 212


Así que me imagino que este año tendréis a alguien leyendo las cartas primero, para que se asuste antes con los improperios. De este modo, cuando las leáis vosotros lo que esté escrito será menos brusco. En cualquier caso, si yo fuera vosotros no nos echaría mucha cuenta. Es decir, que es normal que estemos calentitos y con ganas de que vengan las uvas para mandar al dichoso 2020 al otro barrio. Con vosotros no va la cosa, que bastante habréis tenido con estar confinados, sin poder salir a ningún oasis y viendo las estrellas solo en los documentales de Cosmos. Además, que menos mal que estáis vosotros. Y muchos más. Ya sabéis a qué me refiero. A todos los que han echado el hombro para que esto no fuera todavía peor. Que son muchos. Que no nos ha faltado pan ni pasta dentífrica, y las calles han seguido limpias, aunque nadie paseara, y la luz nos iluminaba cuando se iba el sol tras los balcones en donde nos asomábamos para aplaudir. Y qué deciros de las médicas, y los enfermeros, y los celadores, y todos los que ponen cuadraditas las sábanas y ventilan el cuarto, que le van a dar la vuelta a su reloj de fichar. Si es que podría estar toda la noche escribiendo, acordándome de unos y de otras. Vamos, que me huelo que habrán sido muy poquitos los que habrán aprovechado para seguir siendo malotes. 213


De todos modos, si tenéis ocasión de hablar con el que pone los años, decidle que no hace falta que nos eche otro así. Que ya ha visto de lo que somos capaces cuando nos lo proponemos. Y que seguro que nos vamos a acordar siempre de este año. Porque me da a mí que no ha sido todo lo malo que podría haber resultado si no nos hubiésemos cuidado unos a otros. Un abrazo, y ¡¡felices navidades!! Ramón N. B.: Creo que alguien se ha enterado de algo que queríais mantener en secreto. O no. Yo os lo cuento por si acaso.

214


Diciembre de 2021

Queridos Reyes Magos: ¿Os están llegando las cartas? Las de los últimos años, quiero decir. Sobre todo, la del año pasado, ¿os acordáis? Esa que acababa con que el 2021 fuera bueno. Mirad, el peor, lo que se dice el peor de todos los años habidos y por haber, posiblemente no ha sido, eso es verdad. Pero desde luego no ha sido como para tirar cohetes. El caso es que el otro día fui a Correos y fue cuando caí en la cuenta de que igual no estáis recibiendo las cartas. Al menos, no todas las cartas. Entre ellas, la mía, o el trocito en el que os decía que el nuevo año fuera bien distinto del anterior. Veréis lo que me pasó. Como todos los años, me acerqué con nuestro paquetito de christmas y las cartas a los Reyes. Nos gusta ser tempraneros, no por nada especial, sino porque un día Sandra, Miguel y Héctor razonaron que con todas las que os llegan sería mejor que las leyerais de las primeras para pillaros con ganas. Cuando me llegó el turno, le dije al empleado: «Vengo a echar estas cartas». «¿Cómo las quiere? ¿certificadas?, ¿sobre prefranqueado?, ¿paquete azul?», me 215


preguntó. «No, si yo solo quería enviarlas. Las de los christmas, pues normales. Las otras son para las Reyes, como siempre». «¡Ah!, usted las quiere ordinarias» respondió. «No sé a qué se refiere —le contesté, tratando de no enfadarme—, lo que quiero es como otras veces, con su sello». «¿Sello?», lo dijo como si hubiera pedido percebes en una mercería. «Sí, sello. Con su figurita», repliqué. «Es que no nos quedan». «¡Vaya! ¿y cómo salen las cartas?, ¿a pelo?». «No, señor —me contestó con un tono entre educativo y molesto—, les ponemos una estampita que imprime la máquina». «Bien, si así lo hacen ahora..., ¿y puedo saber cómo son?». El señor me lo explicó, mostrándome una carta: «Tiene su código de barras, y estos números, y dice Correos y va el anagrama». «Sí, me hago cargo. Y ya que imprimen, ¿no le pueden poner un portal de Belén, aunque sea con cuatro líneas, como si lo hubiera pintado Picasso, o pintar una corona o algo?». «No. Salen así», el señor me respondió esta vez con cierta sequedad. «Vale, vale, pero ¿seguro que llegan lo mismo?» «Claro. Por supuesto. Además, está asegurada la trazabilidad porque cualquiera puede saber exactamente en cualquier momento desde qué estafeta se han imprimido. Y si está bien puesta la dirección, es muy posible que lleguen. Pero si no se fía, las puede certificar, como le había dicho al principio». 216


Le advertí que no todo era tan sencillo como me estaba pintando: «¿Cómo voy a certificar una carta a los Reyes?, ¿qué le pongo: Sus Majestades, Palacio de Oriente?, ¿y el código postal?, ¿y si le llegan a los otros reyes? Mire, mejor lo va a dejar. Además, nunca le hemos puesto sello a las cartas de los Reyes». El señor se limitó a contestar: «No puedo recepcionar nada que no cumpla lo que dice el manual». «Pues nada, me pone las estampitas y ya está. A ver si hay suerte». Mientras las imprimía y las iba colocando en la esquina de las cartas, seguí conversando, más que nada para quitarme un poco de mal rato. «Y digo yo que cómo hacéis ahora con los filatélicos. Tendrán que comprar una máquina de estas en lugar de álbumes. ¿Y qué intercambian en el mercadillo?, ¿archivos de impresión?». «Mire usted, desconozco los productos de filatelia. Eso lo lleva otro departamento». «Vale. Si yo era por hablar». Cuando acabó su tarea, introdujo las cartas y las tarjetas de navidad en una cesta, me dio el tique y pulsó el siguiente número. «Bueno, adiós. Y que pase unas felices Navidades», me despedí. «¿Cómo dice?», me preguntó, sin mirarme, porque ya andaba en otra cosa. «Que tenga un buen día», le respondí mientras me iba. Me imagino que me tocó uno de los que han entrado nuevos y no ha recibido todavía el cursillo inicial de 217


expediciones navideñas. Lo que pasa es que como haya muchos como este, así, recién entrados, me da que pocas cartas vais a recibir... Total, que igual es por esto por lo que no estáis muy finos estos últimos años poniendo los años. Si intención parece que no os falta: algunos los empezáis bien, pero luego se tuercen cuando menos te lo esperas; y otros, hay que esperar hasta casi el final para tener algún respiro. No sé, es como si os pillara desfondados. Es que no hay forma de ver un año medio decente todo a lo largo. Y, además, está lo del negociado de calamidades. Que no dan abasto. Y ni siquiera las echan bien repartidas. Pienso que, si hace falta que tengamos malos ratos, pues que los dividan mejor entre todos, que no está bien que unos tanto y otros tan poco. Ni para lo bueno ni para lo malo. Os voy a dar una idea, que igual no habéis caído. Yo entiendo que cada vez os llegarán más cartas, de más gente que somos y más que pedimos. Pues mirad: si no tenéis tiempo o ganas de leer todas las cartas, lo suyo es ser ordenados y metódicos. Primero, que os separen las de los niños. Con esas, hacéis lo de siempre, no hay que cambiar nada. Después, las de los abuelitos. En su mayor parte os recordarán que les echéis a sus nietos y nietas lo que os 218


han pedido, así que ya tenéis casi toda la tarea hecha. Eso sí, el resto de lo que os pongan veréis que tiene mucha sustancia, como diría Arguiñano, conque hacedles caso. Luego, las del resto. Ahí lo tengo claro: empezad por el final. Es decir, os leéis el último párrafo, o las últimas líneas, y si no podéis seguir porque estáis cansados o son muchas, pues lo dejáis ahí. Como casi todas van a coincidir en los mismos buenos deseos, lo tenéis fácil. De esta manera, os podréis dedicar a lo esencial, a echadnos una mano para que seamos más felices y tengamos mucha alegría, paz y amor, que es de lo que sabéis. Y nada más, que me ha salido un poco larga la carta. ¡Que tengáis unas felices navidades! Y llevad siempre la mascarilla, aunque ya sé que estaréis vacunados, vayamos a que os dé un revolcón una de estas olas. Ramón N. B.: Os dejo un cuento que me han contado, porque igual vosotros ni os enterasteis de lo que pasó, ¡menudo lío!

219


Diciembre de 2022

Queridos Reyes Magos: ¡Qué alegría saludaros otra vez! ¡Espero que estéis bien y que este año haya sido venturoso! Antes de entrar en materia, quería advertiros de una cosa: estoy preocupado por las cartas que os puedan estar llegando. Veréis, no es por las que sean fake, que imagino que ya las tenéis controladas. Ni por las que recibís por WhatsApp, Facebook, Instagram, Twitter, Mastodom, TikTok, LinkedIn o Twitch. Me imagino que le habréis dicho a algún paje que se ponga de community manager y estará pendiente de todo eso. A esas no me refiero. Lo que me preocupa es que os estén llegando cartas que se hayan escrito con inteligencia artificial, que es que a ti no te apetece escribir algo y se lo preguntas al ordenador y te contesta. Es parecido a como si lo hubiera escrito Siri, pero más leída y que no se atranca tanto. Va muy ligera. Aunque no sé si será más espabilada. Por lo que he visto yo, hay que andarse con ojo. Porque, verás, tú le preguntas algo, cualquier cosa, por 220


ejemplo, que si es recomendable que una hija adolescente de trece años vaya a la ópera. Porque tengas esa duda, quiero decir. Pues resulta que se lo piensa, pero poco, y te escribe una disertación. No esperéis encontrar algo concreto, del tipo: «Pues si yo fuera tú, la llevaría a ver a la Rosalía. O, como mucho, a un musical; tipo Grease, si no lo han quitado, aunque lo mismo te dice que en menuda ochentada le has metido. Casi mejor que le des el dinero que te gastarías en la entrada, que seguro que así aciertas». Nanay de la China. Primero te dice que sí, que es muy bueno para su formación integral como ciudadana, que patatín y que patatán. Pero, después, es como si cambiase de opinión, pero no lo dice del todo, y sigue con párrafos que empiezan por una conjunción adversativa, y lo que antes era estupendo, pues ahora ándate con ojo porque puede entrar dentro de lo posible que le cause algún tipo de trauma, o no sé qué o no sé cuánto. Total, que sabrá mucho, pero mojarse, no se moja. Digo yo que, si con esto de la inteligencia artificial se quiere arreglar el mundo, no vamos muy bien encaminados. Que si te deja así de tibio con lo de ir a la ópera, a ver cómo se quedaría uno cuando le pregunten al ordenador qué hacer para que nos dejemos de fastidiar unos a otros. 221


Por eso os recomiendo que tengáis cuidado con las cartas de este año. Que seguro que alguna vendrá escrita por esta máquina y os lía. Vosotros, las leéis, y si llegáis al final y no os habéis enterado de si lo que quiere es un scalextrix o la casa de pin y pon, pues esa es de la inteligencia artificial. Así que le echáis cualquier cosa y que el año que viene el que sea se ponga a escribir como Dios manda. O lo mismo la máquina ya estará más aprendida y no pone tantos peros. Ahora que estoy por acabar, he caído en la cuenta de que igual pensáis que esta carta me la ha escrito la inteligencia esa. Palabrita que no. Porque seguro que no se le ocurre pediros que el año que viene venga de los buenos y que nos pongamos a ser mejores de verdad. Así, sin más. Sin medias tintas y conjunciones adversativas. Un abrazo de felices navidades. Ramón N.B.: Este año el cuento ha salido un poquillo más largo. A lo mejor os lo tengo que echar también el año que viene por si no os da tiempo a leerlo. Avisadme, ¿vale?

222



Suricatos Un ramillete de 13 cuentos de Navidad, como los de siempre, pero de nuestros días. En los que han querido estar presentes los personajes de la Navidad (y, muy especialmente, los Reyes Magos), pero también niñas y niños, papás y mamás, abuelas y abuelos, reporteros, policías, oficinistas, gallos, carteras, notarios, pajes reales, camellos y dromedarios... ¡hasta conoceréis a Constancio Vermúdez, que hay quien dice que es un plagio de Ebenezer Scrooge!

Valores implícitos: Esta colección de cuentos es para ser leída por los Reyes Magos y por todos los niños y niñas que los esperan cada día 6 de enero, los que son pequeños y los que ya crecieron. Por eso, comparten todo aquello que está detrás de cada mirada infantil, que es la forma más sabia de mirar: imaginación, ternura, cariño y, sobre todo, mucha ilusión.

babidibulibros.com ISBN 978-84-19859-59-4

RI

NG

SITY

INSPI

9

788419

859594

R CU IO


Turn static files into dynamic content formats.

Create a flipbook
Issuu converts static files into: digital portfolios, online yearbooks, online catalogs, digital photo albums and more. Sign up and create your flipbook.