El Cuervo Cleptómano
L a fosa donde yacían los pálidos restos de Eleanor de Saavedra temblaba. Sentía que lo hacía. Había sido enterrada aquella noche, justo después de la trágica velada. La pequeña cámara donde fue puesto su ataúd estaba coronada con una lápida. Y en esta había un epitafio. La losa sin esquinas donde reposaba mi cansado cuerpo constaba de una fecha, dos iniciales y un memorial.
«Tiene sentido» me atreví a pensar.
Un tapiz de tierra tupida, pero aun sin compactar, vedaba la garganta que sepultaba a la joven doncella. Pensé que ya descansaría. Sin embargo, oí un soterrado y distante gemido.
Comprobé el recinto, observando con un ojo. En el cementerio de los Saavedra todo estaba matizado por el oscuro manto de la noche, salvo donde surgían círculos luminosos por cada figura tallada de querubines que alzaban candiles, velando por los que allí perpetuaban el descanso. La luz era débil y se difuminada con la sombra, de forma que apenas dejaba percibir dónde empezaba la una o acababa la otra. Incluso mi lustroso plumaje negro perdía sus destellos bajo tan densa oscuridad.
Mientras atisbaba curioso, la lápida comenzó a tremolar y a mecerse sobre su base. El tapete de tierra ahora parecía poseer vida propia. Se movía. Consagré mi curiosa mirada a este extraño suceso, de modo que tardé en percibir al fornido hombre que hacía acto de presencia con su caballo negro bajo el umbral. No celebraba orla de luto. No venía a llorar la muerte de alguien. Más bien parecía un querubín destituido de su porte marcial.
Apoyaba el diestro hombro en el umbral del cementerio, lejos de la tumba de Eleanor. Tenía la vista vuelta hacia la pradera, más allá del camposanto. Observaba la vasta nada de la madrugada, dejándose azotar por los soplos del viento. Sus labios atrapaban la cánula de una larga pipa. Tan alto era el hombre que rozaba su cabeza el dintel. Tan ancho de hombros que el arco de la entrada parecía angosto. Aparentaba sosiego, una calma fingida.
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Y bien sospechaba yo que era falsa esa su tranquilidad, ya que los sucesos de la última velada trastornaron a la ciudad entera.
Parecía estar en la inopia de sus propios pensamientos. Al rato, se desapoyó. Estuvo atento a un diminuto chasquido y se marchó, desatándole las riendas a su corcel de la ancha rama del gran olmo. Mi gran olmo…
Mis patas encaramadas sobre la piedra memorial trepidaban. La losa tremolaba como en un terremoto, que a cada instante se hacía más frenético. Perdí el equilibrio. Con gran escándalo de croajadas y aleteo, caí de espaldas sobre el suelo. Me sacudí el polvo y, enseguida, me posé sobre la orilla de la sepultura.
Seguí observando. Pareciera que los inconformados restos de Eleanor se movían en el estrecho recinto del ataúd.
Hubo otro gemido y un amargo sollozo. El clavel colocado en su memoria se hundía en la tierra, conforme esta era removida desde la profundidad. Vi algo brillar en la superficie. Una medialuna plateada asomaba y desmenuzaba la corteza del suelo. Constaté mi atrevida sospecha. Casi me enorgullecí de ello. La losa ahora se mecía y los gemidos ya no guardaban respeto a los muertos.
Cedió la gran piedra. Fue abalada a causa de los violentos golpes y se derrumbó. Cayó sobre su verso, es-
pantándome y compactando la hierba que contornaba la sepultura. Se me aceleraron los latidos y observé la lápida tumbada. La muerte del sepultado databa del día de hoy. Acababa de ser labrada. Yo presencié sus últimos momentos.
Aun me aturdía la conmoción, el pánico del instante en el que surgió su muerto cuerpo en medio de la velada. La fiesta que era, a su vez, celebrada en memoria de la también fallecida señora Saavedra. Mucho se comentaba que su pronta partida estuvo asociada a la sarta de crímenes que avasallaba la ciudad. Piratería y atracos a manos de un ladrón sin nombre o rostro, llamado por el folclore “el Cuervo Cleptómano”, ya que no era dinero corriente lo que solía usurpar, sino dotes. Joyas y enseres.
Por supuesto, los insulsos que lo bautizaron así emplearon la palabra en su sentido insultante.
Mas mi íntima venganza se encontraba en que nadie, hasta el día de hoy, conocía quién era el recóndito ladrón. Infundía el terror por obrar sin dejarse apercibir. Y fue durante la velada de anoche que remató el Cuervo Cleptómano su hazaña. Treinta piezas de valor. Treinta dotes, que solían ser custodiadas por los jefes de las familias más nobles del pueblo. Por costumbre o tradición, cuando un pretendiente pedía casamiento a su doncella, donaba, junto con la promesa de amarla, los más precia-
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dos dotes. Ya fueran oro, plata o útiles del hogar. De este modo, le aseguraban a la dama no solo una devoción, sino un sustento en caso de pronta muerte del marido.
Veintisiete de estos dotes, según hicieron constar, desaparecieron en el espacio de un año. Y ya tan solo tres restaban bajo el recaudo de la adinerada familia de los Saavedra.
Sin embargo, durante la velada en memoria de la madre de Eleanor, volvió a obrar el Cuervo Cleptómano.
Entre los más de cien invitados se mezcló el ladrón, y visitó el suntuoso hogar. Ahora la unigénita de la familia se encontraba soterrada. Luchando con su medialuna para regresar a la vida.
Yo la asistía desde el margen de la tumba. La oía ja-
dear. La oía golpear la solapa del ataúd.
Sus dedos asomaron y asomó algo de su busto. Me dolió el pecho de aflicción.
Aparecieron sus manos pálidas, casi azules, cárdenas, sin color. Sacó un codo y lo apoyó en la tierra a fin de elevar el torso. Conforme se esforzaba en abrirse paso con ansia y raudos gestos, la tierra volvía a adentrarse en la garganta de la tumba y le oprimía el pecho. La aprisionaba en su interior.
La escuché respirar en angustia. Retiré una piedra o dos con afán de ayudar, sintiendo que mucho no hacía.
Al cabo, su rostro se descubrió. Gris, apagado, desconcertado. La mugre delineaba cada pliegue de su delicada faz. Aun en los labios, en el escote y el pelo. Eleanor tomó un gran suspiro y acarició el aire con sus delgados dedos, retorciéndolos como un esqueleto. Al acto, crujieron sus dormidos huesos.
Me espanté y emití un graznido que despertó la atención de la chica. Era duro aun sostener la mirada.
Eleanor arrojó un objeto fuera de la tumba con tal de valerse de las dos manos. La medialuna, el utensilio metálico centelleante, casi me lo asistió al cuerpo. Lo desvié como pude, cayendo enseguida sobre mi cola en forma de cuña. Me sacudí el polvo, encrespando las plumas.
«Un cubierto de plata», pensé casi orgulloso. «Una cuchara de plata, es lo que es».
Finalmente, expelió un resoplo que inauguró una serie de jadeos, sarta de sollozos y su retorno a la vida. Los incesantes esfuerzos en barrerse la tierra, áspera y fragosa, terminaron por abanicar lejos el marchitado clavel. Lo golpeó con la mano y, observándolo por un fugaz instante, luego lo atizó con rabia. Pocas horas atrás, yo había asistido desde el cobijo del gran olmo al momento en el que la flor, la pequeña mota roja, había sido dejada encima de su sepultura.
Desde la retorcida rama velé por Eleanor. La vi siendo arrastrada. Vi a la figura misteriosa que se en -
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cargó de su sepultura. Escuché cómo su cuerpo fue arrojado en el interior de la tumba, sin cuidado ni manso trato. Y contemplé cómo las paladas de tierra cubrían su lívido rostro dormido. Sospechaba ya que Eleanor aún vivía cuando la desplazaron al cementerio. No olía su carne como a manjar. Olía a joven escasa de aliento, pero no sin vida. No putrefacta. Por este motivo, me asomé y aguardé a la orilla de su losa hasta que mostrara alentar vida.
Su furioso antojo de escapar del hoyo al fin la libró de la temprana muerte.
Con un aleteo y dando trompicones, me acerqué a su cuerpo. Aun llevaba el vestido de la gala. La piel clara como la luna, pero moteada con contusiones y restos de tierra. Se apartó a rastras de la fosa negra y chocó la espalda con la lápida de otro difunto.
Soltó un diminuto singulto de puro espanto. Mientras se limpiaba con el revés de la mano sus ojos sumergidos en densas lágrimas, me acerqué tímido. Croajé suavemente y ella quiso alzar la mirada. Pensé que Eleanor me recordaría. Solía visitarla a la primera clara del día de cada mañana.
Dándole su tiempo, le ayudé a retirar las piedras enlazadas en su negro moño destruido. De vez en cuando aún echaba azorados vistazos al umbral del cementerio,
Victoria Alcolea
buscando la difusa silueta del corpulento jinete que antes fumaba allí. Tan solo su negro corcel permanecía.
Eleanor finalmente me notó. Y su gesto de espanto me ofendió el orgullo.
Uno pensaría que temblaba de frío, pero sabía que lo suyo era crudo terror. Se abrazó sus moratones en los brazos. El largo corsé puntiagudo que encerraba su cintura parecía imposibilitarla de respirar. Las cintas que lo engalanaban permanecían fuertemente atadas. La ya no blanca falda de su romántico vestido era sostenida por enaguas que vestían sus piernas hasta los tobillos.
No llegó a recobrar el aliento ni tampoco pareció asumir su enrevesada situación. Se echó una mano al estómago, impidiendo que una arcada culminara en vómito. Rodaba la vista desconcertada, quizá preguntándose qué diantres hacía entre sus muertos. La vi intentando tomar la palabra algunas veces, más la dicción la tenía entorpecida.
«¡Bienvenida!». Empleé este término que suele decirse entre la gente.
Oh, pero a Eleanor poco le interesaban mis cordiales saludos. Escuchó mi graznido e insistió en detestarme. Me miró, me reconoció y me ignoró. Resollaba aún. Me permití contornar su cuerpo abatido. La ropa era tan ceñida que le oprimía desde el pecho hasta las caderas, y la
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sostenía en una rígida postura. Finalmente, dijo algunas inefabilidades. Quise comprender que le pudo el miedo.
«Está loca, pero no de atar».
Observé las magulladuras en su piel, en el pómulo y en los brazos. Su ademán dejaba entender que sufría por todas a la vez.
«Herida, pero no a muerte».
Su delicado rostro, cuando no embriagado de terror, por lo general, era amable y agraciado. Ahora lo enmascaraba una amalgama de sangre y tierra. Parecía un animal sarnoso al que, en efecto, se abandonaría a la muerte. Observé que escurría de sus orejas un líquido rojo, encarnado. Como sangre. Y que los lóbulos los tenía desfigurados.
«Quién te ha visto y quién te ve, señorita Saavedra».
Logró aclararse las lágrimas de su oscuro par de iris. Por un somero segundo me observó y me estrechó un cálido abrazo con la mirada.
—Felca — habló ponderada y tosió—. Oh, Felca, estás tú aquí.
Sonó su voz como dulce torrente de feminidad, atragantado con desaliento y tierra.
Contesté a su ingeniosa observación con un graznido nervioso. «Obviamente. Yo vivo aquí». Mi ronca voz resonó por todo el cementerio, arrebatándole la paz a los que allí yacían.