María Araceli Martínez Álvarez Ilustrado por: Alicia Huecas Huecas
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ato había nacido en una muy buena familia. Bueno, como era la suya, para él era, sin duda, una de las mejores que existían. Y, además, había salido el primero de una camada de nada menos que seis hermanos, por lo que su madre siempre le exigía que dejase comer primero a los más pequeños, que les vigilase mientras salía de caza o que les permitiese arrimarse a ella para obtener calorcito en las frías noches de invierno. Solo había llegado al mundo con unos minutos de diferencia respecto al segundo de sus hermanos, pero tal circunstancia bastaba para 3
que Mamá Gata le recordase continuamente que no debía ser egoísta y sí el más responsable de toda la camada. Así las cosas, Gato se sentía bastante aislado en lo más alto de su posición jerárquica respecto al resto de sus hermanos. Por eso, en cuanto consideró que tenía edad para valerse por sí mismo, decidió dejar el hogar materno y partir en busca de aventuras por el ancho mundo. No lejos de la granja donde había crecido, se hallaba un frondoso bosque en el que su madre siempre les había prohibido internarse, por considerarlo demasiado peligroso para unos gatitos de su edad. Pero Gato había cumplido ya siete meses y estaba tan acostumbrado a cuidar de sí mismo que decidió no dejarse amedrentar ni por la espesura de la vegetación, ni por los desconocidos seres que, al parecer, habitaban en él. Una mañana, antes de que amaneciera y de que todos los miembros de la familia se despertaran, Gato se separó con mucho cuidado 4
del ovillo de cuerpecitos peludos que formaba junto con su madre y sus hermanos, besó a esta con mucho cuidado para no espabilarla demasiado y se dispuso a atravesar la gatera rumbo al futuro que le esperaba. ―¿Dónde vas, querido niño? ―le preguntó su madre, intuyendo sagazmente que aquella no era una salida rutinaria. ―Oh, madre, no quería despertarla. ―¿Vas a tratar de cazar algo para el desayuno de tus hermanos? ―No, madre. Ellos son casi tan mayores como yo y pueden arreglárselas por sí mismos.
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―Vaya, ¿entonces? ―prosiguió Mamá Gata con su interrogatorio. ―Nunca le he mentido, madre. Aquí estoy bien, pero la aventura me llama. ―Mi querido niño, ¿pero cómo voy a arreglármelas sin ti? ―se inquietó Mamá Gata, dibujando en su rostro el mohín lastimero que siempre le funcionaba. Gato se sintió obligado a dar media vuelta. De hecho, inició un resignado retorno a su sitio en el ovillo familiar, pero, entonces, ocurrió algo sorprendente. ―Espera ―le detuvo su madre, acercándosele cariñosamente―. Creo que te he estado exigiendo más de la cuenta todo este tiempo. Es justo que desees alejarte para encontrarte a ti mismo. ―¿Lo dice en serio, madre? ―preguntó Gato, incrédulo. ―Ajá ―confirmó ella―. Ve con mi bendición y no malgastes tus vidas. ―¿Mis vidas? 6
―Tus vidas ―repitió serenamente Mamá Gata―. Algunos mininos tenemos siete. Es un secreto que se transmite de padres a hijos, pero que no se revela hasta que estos alcanzan la madurez. ―¿Y eso cuándo es, madre? ―Depende de cada criatura. Pero, en tu caso, está claro que te he obligado a hacerte mayor antes de tiempo. Por eso sientes esa necesidad de irte, aunque yo te siga viendo tan pequeñito. Las madres, ¿sabes?, nunca vemos lo suficientemente mayores a nuestros hijos… Gato sintió una inmensa ternura por su madre y se arrimó a ella para reconfortarla. Comprendía que el momento era igual de difícil para ambos. ―No pasa nada porque te adelante esa información ―dijo Mamá Gata―. Al fin y al cabo… ―«¡Eres el mayor de los hermanos!» ―exclamaron los dos al unísono, echándose luego a reír. 7
―Chusssss ―ordenó Mamá Gata, ahogando las risas―. ¡Que vamos a despertar a los demás con tanto alboroto! Madre e hijo permanecieron abrazados durante unos instantes escuchando el latido del corazón del otro. Luego, ella le atusó los pelitos de la cabeza con más mimo del que Gato recordara haber recibido nunca, y, tras depositar un lametazo a modo de beso gatuno en la mejilla de su hijo, le conminó a marcharse antes de que se despertaran los demás y trataran de retenerle. Gato abandonó así el que había sido su hogar y, después de cruzar corriendo la granja, se dirigió al bosque vecino. El sol había terminado de imponerse sobre el horizonte, caldeando tímidamente las primeras horas de la primaveral jornada. Llevaba un buen rato en el bosque cuando se cruzó con una ardillita que rebuscaba nerviosa en el mullido suelo. ―Buenos días ―la saludó Gato. 8
Sobresaltada, la ardilla se precipitó hacia el roble más cercano y trepó por el tronco lo más rápidamente que pudo sin mirar atrás ni molestarse en responderle. ―¡Qué maleducada! ―dijo en voz alta Gato. ―No se lo tengas en cuenta ―contestó desde lo alto de una encina la voz más grave que jamás hubiera escuchado. ―¿Quién habla? ―preguntó Gato, volviéndose en todas direcciones. ―Aquí arriba ―respondió la voz. ―¡Oh, ya te distingo! ―dijo Gato, asombrado por la majestuosidad de su interlocutor y las maravillosas tonalidades de su plumaje, que le permitían confundirse entre las ramas―. ¿Te estás escondiendo de alguien ahí arriba? ―Me temo que no. Soy un búho real. Vivo aquí. ―¡Miau! ―se asombró Gato―.Un búho «real»… Eso suena muy importante... ―Es que lo soy ―afirmó el búho hinchiendo el pecho orgulloso―. Soy la rapaz nocturna de mayor tamaño que se conoce. 9
―¡Vaya! ―exclamó Gato sinceramente asombrado―. ¿Sabe usted por qué ha salido corriendo la ardillita sin dirigirme la palabra? ―¡Por supuesto! Me paso el día y la noche observando a las criaturas de este bosque. Aquí nadie se mueve sin que yo me percate. ―Comprendo ―respondió Gato impresionado. ―La ardilla ha salido corriendo porque pensaba que ibas a cazarla. ―¿Y por qué iba a hacer eso? ―preguntó, ingenuo, Gato. ―Su instinto le ha comunicado que eres un posible depredador, aunque no abunden los de tu especie por aquí. De hecho, ¿qué te trae por este bosque, muchacho? ―Quería conocer mundo más allá de la granja en la que me he criado. ―Ya veo. Ahora que me fijo, y yo me fijo mucho, ¡creo que te conozco! ¿No eres uno de los pequeñuelos de Mamá Gata? ―¡Sí, eso es! El mayor de todos ―afirmó Gato, contento de que alguien mencionara 10
a su querida mamá, a la que ya empezaba a echar insoportablemente de menos. ―Tu madre fue de joven una admirable cazadora, antes de acomodarse a que la familia del granjero la ayudase con sus pequeños. Apostaría a que mantiene a raya a los ratoncitos de la granja. ¿Ha podido enseñarte sus mañas? ―Algo nos ha contado ―replicó Gato, sintiéndose invadido por la nostalgia. ―Te has alejado mucho de tu casa, chico. El bosque no es lugar para los de tu especie. Crúzalo rápido y llégate a la ciudad. Allí encontrarás más oportunidades y a otros como tú. ―Agradezco su consejo, señor Real. ―Puedes llamarme Búho, y, ahora, ponte en camino o no llegarás nunca a la ciudad. Gato volvió la vista hacia el camino por el que había venido. Sentía hambre y le dolían las patitas. Por un momento consideró que, si deshacía lo andado, llegaría a tiempo de cenar y acurrucarse con los demás antes de que cayera la noche. Recordó el cuenquito de leche 11
templada que la hija del granjero solía dejar a Diez antes Suricatos cada uno de ir a acostarse... ―Es en aquella dirección, muchacho ―dijo el búho, extendiendo una de sus majestuosas Antes de que Gato abandone su confortable hogar para ir alas justo en sentido contrario. en busca de aventuras, su madre le hará una importante revelación: en efecto, algunos gatos tienen ―Claro ―dijo Gato, saliendo de en suverdad ensi-siete vidas. Pero también le hará una advertencia, que no malgaste mismamiento y poniéndose nuevamente en ninguna de las suyas. marcha―. Gracias por indicármelo. Que tenGato promete que será prudente pero ¿cómo puede un gaga usted un buen día.tan generoso y puro resistirse a ayudar tito con un corazón a losreemprendió necesitados personajes que se irá Y así su marcha porencontrando el bos- por el camino? Al fin y al cabo, ¿Para qué vale una vida si no se que. No se había alejado ni un centenar de hace con ella algo que realmente valga la pena? metros cuando se encontró de nuevo con la ardilla. El reflejo del hambre le hizo ponerse al acecho y seguidamente en posición de ataque. La ardillita le miró aterrada pero, curiosamente, no se movió. ―Se lo suplico, señor Gato, ¡no me devore! ―¿Eres tú la ardilla maleducada que no me saludó hace ISBN 978-84-17448-34-9 un Arato? partir de 10 años babidibulibros.com 9 788417 448349