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Capucine estaba mirando el cielo desde el jardín de la casa de campo. ¡Por fin habían llegado las esperadas vacaciones de verano! Todos los veranos, desde hacía seis años, Capucine iba a visitar a sus abuelos, que vivían en una casa de campo en lo alto de una montaña en Francia. La montaña era tan alta que casi tocaba la Luna. Se llamaba Belledonne. A Capucine le encantaba salir al jardín en las noches de verano para ver las estrellas. Le entusiasmaba observar el cielo, y le gustaba mucho más hacerlo en las noches de luna llena, porque decía que las nubes se veían muy brillantes y parecía que cobraban vida. Esa noche había luna llena, y las nubes tomaban formas de animales fantásticos. ¡Parecían enormes pájaros luminosos!
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Al rato de estar mirando el cielo, Capucine vio que una de esas nubes pájaro descendía hasta posarse sobre una casa al otro lado del valle. Estaba iluminada. Cada vez brillaba más fuerte. ¡Aquellas nubes pájaro tenían vida de verdad! De pronto, un niño que parecía dormido se elevó hasta el tejado de la casa, tumbado sobre una cama con sábanas de plata.
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Por la chimenea de la casa salía un humo que parecía luces de purpurina brillantes y de mil colores, que se difuminaban con la luz cada vez más potente que emitía aquella nube pájaro. La estela de luz de aquella nube envolvió al niño y lo elevó junto con su cama hasta los cielos. Luego desapareció. Y de pronto apareció una nueva estrella encima de aquella casa. Era verde y plateada. ¡Era preciosa!
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A Capucine le pareció muy bonito todo lo que había visto, pero sintió un poco de miedo y pensó: «¿Y si me pasara a mí lo mismo? ¿Nunca volvería a ver a mi familia ni a mis amigos?…». Entonces entró corriendo a casa. Había estado tanto rato en el jardín que todos se habían ido a dormir. Como Capucine tenía miedo, se acostó entre sus padres e intentó dormir. Era tan extraño lo que había visto que no pudo dejar de pensar en eso durante toda la noche. Le pareció algo extraordinario. ¡Era gigantesco! Aquellas nubes casi la habían cegado. Pero al mismo tiempo no podía dejar de pensar en aquel niño que parecía haberse convertido en una estrella. ¡Pobrecito! ¡Se había ido solo!
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