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Marella era una niña de siete años que había perdido su voz a causa de un accidente que, aunque no le había dejado daños físicos, la había dejado sin habla. La pequeña Marella, junto a su hermana Arline, pasaba unos días de descanso en casa de su amiga, la enfermera Elionora.
Cuando Elionora bajó al jardín, se encontró con Marella, que estaba jugando con los enanitos de piedra que había en la entrada de la casa, y al verla tan concentrada, le preguntó:
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—¿Te gustan los enanitos, Marella? Ellos son nuestros guardianes, cuidan del jardín y protegen la entrada de la casa —le dijo mientras acariciaba a la niña—. ¿Te gustaría que nos sentásemos en la hierba y te contase un cuento?
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Marella no contestó, pero sus ojos se iluminaron y cogió, con decisión, la mano de Elionora para llevarla debajo del sauce del jardín, cuyas ramas colgantes llegaban casi hasta el suelo, y allí se recostaron las dos. Mientras Marella tiraba divertida de las ramas del árbol, Elionora improvisó un cuento que tenía como escenario un bosque, un lago y unos seres mágicos con los que, desde niña, soñaba con frecuencia.
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Hace mucho, mucho tiempo, en un lugar sagrado de Éire, existió un hermoso valle en el que crecían fuertes robles y antiguas encinas que daban cobijo a espinos, arces y abedules. En el mismo centro del valle, se hallaba un lago de aguas serenas y cristalinas, rodeado de avellanos, majuelos y acebos.
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Presidía este lugar un enorme haya de más de treinta metros de altura, cuyas raíces bebían del húmedo sustrato y sus hojas se disponían en zigzag para captar la mayor cantidad de luz posible. Su suelo era un festín para los animalillos del bosque, especialmente para los roedores que jugaban entre sus hojas caídas, buscando en ellas el sabroso fruto del hayuco.
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