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Era un día de clase, un día como otro cualquiera, donde las Mates, la Lengua y las demás asignaturas corrían una detrás de otra dejando pasar las horas de cole.
Llegó la hora del recreo y Asier y Bruno, de nueve años, charlaban tranquilamente en el patio del colegio.
Les gustaba contar historias, compartían gustos por personajes, videojuegos… pero a ellos en realidad lo que les gustaba eran las aventuras.
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Lo que no se imaginaban es que ese día sus vidas iban a cambiar por completo, ya que todo eso que imaginaban, hablaban y escribían en sus ratos libres, acabaría siendo su segundo mundo.
Se estaban comiendo el bocadillo, ese bocadillo tan rico que le habían preparado sus madres y en el que estaban pensando media hora antes de que llegara la hora del recreo.
Les estaba sabiendo riquísimo, y mientras tanto, cuando se estaban contando la última historia, se miraron aterrados… ¡No! ¡No estaban en el patio del cole!
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Estaban sentados en una piedra de un color gris oscuro, que en nada se parecía al poyete del patio del colegio, como tampoco se parecía lo que empezaron a ver al fondo de una espesa niebla que cubría todo.
Y sí, era eso que tanto conocían, el Castillo del Rey de la Luna, aquel que había aparecido en tantas horas de historias que se habían contado, historias que ahora cobrarían vida.
Decidieron adentrarse en la poca niebla que todavía quedaba. Sabían qué pasos tenían que seguir, ya que era igual a todo lo que conocían de sus historias, pero esto lo tendrían que descubrir ellos mismos.
En el castillo había un demonio protegiéndolo; sí, habéis escuchado bien, un demonio, porque ellos fueron los que lo crearon y ahora ahí estaba. O se enfrentaban a él o tomaban otra decisión.
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Bruno decidió que no quería atacar. Acababan de empezar su aventura real, y no tenían con qué defenderse, ni sabían si lo que se encontrarían sería lo que ellos esperaban. Así que antes de llegar al puente levadizo, escucharon ruidos bajo tierra, y a la vez vieron unos picos a cada lado de las maderas que hacían que el puente se sujetara por unas cuerdas que no parecían seguras.
Decidieron coger los picos, y comenzaron a picar con una fuerza que no sabían que tenían, una fuerza que en el patio del colegio nadie se la imaginaría…
Después de picar unos minutos, vieron algo… Eran dos Denwords. Personajes o más bien dicho, bichejos que ellos mismos crearon y que no eran muy amigables.
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Eran de un color que tampoco agradaba a cualquiera, con manos largas y ojos amarillos, y en el centro un punto negro que les permitía divisar todo aquello que se movía a su alrededor. Pero eran muy torpes en sus movimientos, y Asier y Bruno lo sabían muy bien, debido a que esas manos largas no les permitían tener esa rapidez con la que ellos contaban.
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