Julia miraba por la ventanilla del autobús y solo veía una mancha borrosa. El autocar iba tan deprisa que el paisaje le parecía un lienzo descolorido sobre el que alguien hubiera derramado una lata de pintura.
Aquellas vacaciones con su padre no eran como las había imaginado.
Todo el día corriendo de un lado a otro detrás de un guía para ver un montón de edificios y monumentos que apenas le interesaban.
El estilo arquitectónico de este palacio del siglo XVIII…
Un soberano aburrimiento, por más que algunos lugares fuesen hermosos. Durante el resto del año, pasaba tan poco tiempo con su padre que aquel viaje le había parecido una excelente idea…
El autocar se detuvo en un palacete rodeado de frondosos bosques, a orillas de un lago de aguas tranquilas.
Apenas pisó tierra, Julia llenó sus pulmones de aire fresco y sintió la extraña serenidad del lugar. Era un sitio apacible, pero no pudo
recrearse mucho tiempo, porque el guía ya se dirigía a las taquillas del palacio, con aquel ridículo paraguas en alto para que todo el mundo pudiera verlo y lo siguiera. Su padre, a lo lejos, le hacía aspavientos con las manos para que se diera prisa y se uniera al grupo.