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Esta historia comienza en un desierto, no muy lejos de aquí. No en un desierto de arena dorada, de esos que recorren los misteriosos tuaregs, a lomos de sus preciosos camellos, no. En un desierto de asfalto y de hormigón. Una ciudad bulliciosa, dominada por una gran fábrica que cubría todo de humo, repleta de semáforos que siempre estaban en rojo, y de edificios tan altos y tan fríos que nunca dejaban pasar la luz ni el calor del sol.
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Por sus aceras grises, miles de personas caminaban siempre con prisa, con los pies y la mirada muy pegados al suelo. Hacía tiempo que el cemento había alcanzado sus ojos y sus oídos, y los había sellado con una fina capa; hacía tiempo que no reían, que no bailaban, que no contaban un cuento.
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«Un-dos, un-dos, un-dos…», nunca rompían el monótono ritmo, nunca perdían el tiempo con nada, nunca miraban al cielo. Siempre estaban furiosos y les costaba mucho dormir.
Y es que en sus ventanas no había aleros, no había lugar para que anidaran los sueños, sus vidas estaban vacías, hacía mucho que las golondrinas no pasaban por allí.
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Pero en todos los desiertos hay un oasis… Y hasta este en el que ahora vamos a adentrarnos, sí que volaba, cada primavera, una pareja de golondrinas.
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Todo lo que tenemos es gracias a ellas solía decir Amama cuando las veía regresar . Esta golondrina nació aquí el verano pasado, y su madre, el verano anterior. La misma familia lleva anidando en nuestra casa desde que la construyó la amama de mi amama, que se llamaba Enara, como tú y como yo.
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