TIodo empezó un día de junio, próximo a las tan esperadas vacaciones de verano.
Aquel día eran las cuatro de la mañana. Otro día más que me desperté sin que me hubiera sonado la alarma.
Los coches circulaban por la avenida de forma tranquila, probablemente siendo médicos o trabajadores de jornada nocturna que acudieran a sus casas o a sus trabajos. De vez en cuando se escuchaba pasar una ambulancia, pero su sirena no era tan fuerte como las que sonaban de día, puesto que el tráfico de madrugaba no era tal como para no dejar pasar al vehículo de los médicos.
Tras dar un par de vueltas en la cama, decidí sentarme en el escritorio y estudiar para el examen de biología que tenía al día siguiente.
Encendí el flexo, quité la mochila de la espalda de la silla y abrí el libro que tenía ya en el escritorio, junto a mi estuche celeste y a mi taza de leche ya vacía. Corrí la cortina de la ventana por si había
algún vecino que estuviera despierto y me pudiera ver estudiando a esas horas. No quería arriesgarme a que uno de los muchos vecinos de los bloques de enfrente me estuvieran viendo sin que yo lo supiera.
Estábamos dando un tema que a mí no me llamaba mucho la atención: el cuerpo humano. Pero qué iba a hacerle, ya era el último examen del curso y prefería sacar un sobresaliente para poder subir la nota media.
Volví a la cama tras un breve pero intenso repaso. Di unas cuantas vueltas en ella, pero no podía dormir. Bajé por eso a la cocina y comí un poco de queso, que fue lo primero que pillé.
Tilín. Tilín.
Por fin sonó la alarma.
Me encontraba durmiendo en la cama, y no sé ni por qué ni cuándo había vuelto allí.
Me puse corriendo la primera camiseta que vi en el armario, que fue, por coincidencia, mi favorita. Me puse los vaqueros cortos y mis botines blancos con las tres rayas brillantes que, según la luz, cambiaban de color. Me hice rápidamente una trenza que me recogía mi pelo castaño y guardé los libros en la mochila para que los profesores no me tuvieran que poner ningún negativo.
Miré la hora en el móvil: las ocho y veinte. Cómo no, volvía a llegar tarde.
Mi madre, como de costumbre, estaba ya en el hospital; y mi padre, en la tienda. Mi madre era médico, trabajaba en el hospital atendiendo emergencias y muchas de las veces iba en las ambulancias veloz por la carretera. Mi padre tenía una tienda muy grande en el centro de la ciudad, y él estaba siempre allí porque temía que los dependientes y encargados no lo hicieran lo suficientemente bien como él quería.
Menos mal que nunca estaban allí para reñirme por salir tarde todos los días.
Eché la llave, como me decían mis padres, y salí corriendo hacia el instituto.
Me sorprendió ver que mis amigos me estaban esperando en el parque de al lado de mi casa. Sentados los dos en un banco, miraban sus móviles desesperados.
—¡Por favor! ¿Cuándo vas a llegar a tu hora? —me gritó Carmen nada más verme.
—Venga, llegamos tarde —me dijo tranquilo, Hugo.
Preferí escuchar a Hugo antes que a Carmen, por lo que salimos andando rápido intentando no llegar más tarde de lo que ya íbamos.
El edificio de nuestro colegio era uno grande de fachada blanca de tres plantas, con un reloj enorme en el centro. Había una valla de barrotes negros que separaba nuestro patio de la calle. Nosotros jugábamos allí, las porterías y las redes de voleibol estaban colocadas en sus zonas, y las canastas de la pista de baloncesto estaban ocupadas por los chicos que ahora tenían gimnasia. Y es que era tan tarde que las clases ya habían empezado.
Subimos a toda prisa por las escaleras y nos detuvimos en la tercera clase de la segunda planta. El pasillo estaba iluminado por la luz que entraba por las ventanas y al fondo se podía ver la habitación donde los profesores charlaban sobre sus cosas y ponían las notas, o lo que quiera que hiciesen ahí dentro.
No pudimos entrar hasta pasados unos minutos en nuestra clase porque la profesora quiso dejarnos castigados en el pasillo, dejándonos entrar a eso de las nueve menos cuarto con una mala nota que ya esperaba que no contase debido a que estábamos en la última semana de clase.
Mis amigos se sentaron en sus sitios y yo me fui al mío, junto a la ventana. Laura, la que se sentaba al lado mía, me miró riéndose
entre dientes, cosa que ya se había convertido en nuestro saludo matutino; le hacía gracia que llegase siempre tan tarde.
Saqué el libro de matemáticas y el cuaderno e hice como que atendía en la clase. Hacía tanto calor que no podía escuchar con atención, pensaba en las vacaciones, en la piscina, en el partido de fútbol que hoy se disputaba... en todo lo que iba a hacer cuando se acabase el colegio.
Llegó el recreo y, como todos los días, nos fuimos a la pista de fútbol a jugar. Hacía calor, pero nos daba igual. En cambio, Carlos y Macarena, que no querían jugar bajo el abrasador sol del verano, se quedaron bajo la sombra de un árbol jugando al ajedrez.
El timbre del recreo sonó y tuvimos que volver a clase: el último examen del año nos esperaba. Puse mi nombre en la hoja del examen y empecé a escribir las respuestas. Esperaba haber sacado buena nota.
Era de noche, las tres de la mañana o así. Me encontraba en mi cama, con el pijama mojado por el sudor pegado a mi cuerpo. Tenía el pelo enmarañado y una herida en la mano me escocía demasiado, haciendo que me tuviera que soplar de forma inconsciente.
Acababa de tener pesadillas, como todos los días, pero esta vez era más real. Podía sentir las espadas atravesando mi piel y la adrenalina combinada con el miedo recorriendo mis venas.
Solo recuerdo una cosa del sueño. Yo estaba en un edificio alto, con un patio interior. Era de día, las doce de la mañana o así, e iba acompañada de un chico cuyo nombre ni aspecto recuerdo. Había monstruos, unos horribles y grandes que nos amenazaban a él y a mí. Los dos teníamos espadas y yo me defendía muy bien con ella, como si llevara toda mi vida en clases de esgrima. El chico peleaba junto a mí, pero no podíamos con todos ellos, por eso, corrimos al ascensor y nos metimos en él
en cuanto llegó, echando atrás a todos los monstruos que intentaban evitarlo. Recuerdo que había un monstruo muy parecido a Medusa, con rostro de mujer y pelo negro brillante, y se dispuso a evitar que nos escapásemos. Sé que ella me hizo un corte en el brazo, pero yo le dirigí un mandoble y le corté el cuello. En su defensa llegó otro monstruo más parecido a un lagarto que a otra cosa, y metió su larga cola en el ascensor para pelear contra nosotros. El chico estaba tumbado en el suelo, creo que mareado por un golpe, y no me pudo ayudar a impedir que nos atacaran, pero le corté la cola al monstruo lagarto y quedó en el ascensor, con nosotros, moviéndose como hacen las colas de las lagartijas. Las puertas se cerraron y me senté en el suelo, respirando e intentando que el chico se levantara de nuevo.
Abrí los ojos y no vi nada más que oscuridad.
Me rasqué el brazo, que me escocía bastante, y encendí la luz para ver qué mosquito me había picado. Cuando la bombilla se encendió, vi que el interruptor que acababa de tocar estaba manchado de sangre húmeda. Me miré la mano para ver si se me había manchado y vi que era la causante de la mancha. Tenía la mano ensangrentada, con un corte reciente en la palma además de varios en el resto del brazo. Uno de ellos empezaba a cicatrizar, pero ese no era de hoy, pues no tenía sangre ni nada.
Busqué en la cama algo con lo que me pudiera haber cortado, pero allí no había nada más que mis sábanas celestes y el libro que había estado leyendo antes de acostarme.
Procuré no tocar nada para no mancharlo de sangre, y corrí al baño para coger unas gasas. Afortunadamente, mi madre tenía un botiquín en el baño y me vino de perlas para limpiarme las heridas. Cogí unas cuantas gasas, me senté en el taburete y, con las gasas humedecidas en agua con alcohol, me las limpié. Me escocían demasiado, pero no me quejé. Estaban demasiado abiertas y eran muy
profundas. Obviamente habían sido hechas con una hoja larga, no con uno de los cuchillos que teníamos en la cocina.
Me preguntaba cómo podía haberme pasado eso. Yo no era sonámbula ni nada por el estilo, pero creía intuir la respuesta, aunque mi consciencia no quisiera reconocerlo porque no parecía posible, no podía ser posible.
Volví a mi cama con las heridas vendadas y llenas de tiritas. Siempre que me caía o me hacía daño, la solución eran las tiritas, así que, ¿qué mejor remedio para esta vez?
Miré el reloj de mi móvil: las cuatro y media de la madrugada. Me eché otra vez a dormir y procuré no soñar con nada agobiante.
La alarma sonó de nuevo. Me desperté rápido y con miedo a que me vieran las heridas, me puse una sudadera y unos vaqueros largos. Intenté coger las cosas largas que menos calor diesen, pero con las temperaturas que hacían, cualquier tela daba calor. Me calcé con mis botines blancos y bajé a la calle antes que nunca. La razón era que no quería entrar otra vez sola y que todos me miraran entrar en la clase por si acaso alguien notaba una de mis heridas.
Esta vez fui yo quien tuvo que esperar a los demás para irme al colegio, y cuando me vieron allí sentada, esperando en un banco con mi móvil en la mano y rostro desesperado, me miraron sorprendidísimos, no sé si por verme allí antes de las y cuarto o por verme con ropa de otoño haciendo las altas temperaturas que hacía en esas fechas.
Esta vez venían más: Carmen, Lidia, Carlos, Macarena, Manu y Hugo. Estos tres últimos venían siempre con mis amigos, pero como ellos me esperaban siempre, nunca se quedaban para no llegar tarde.
—¡Fayna! ¿Qué haces aquí? —gritó Carlos cuando me vio.
—Eso digo yo. ¿Cómo has llegado? —me preguntó Carmen.
Me encogí de hombros e intenté sonreír. Después de lo de aquella noche me encontraba más seria.
—Simplemente me he despertado antes.
—Ya. Por eso esa cara de sueño, ¿no? —dijo Manu, riendo.
—Bueno, vamos, que llegamos tarde —dijo Carmen.
Yo no sé por qué, pero mi amiga siempre estaba obsesionada por llegar puntual a los sitios.
Nos fuimos los siete juntos caminando hacia el instituto, que quedaba junto a uno de los parques más grandes de la ciudad, en el centro, frente a una avenida y a una poca distancia de un bonito puente por el que circulaban los coches y desde donde se podía ver la torre de la catedral que caracterizaba a mi ciudad.
Los coches iban y venían por la avenida, la mayoría de ellos con niños en el asiento de copiloto. Uno de los autobuses públicos rojos se detuvo en la parada de enfrente del parque y bajaron de él dos de nuestros compañeros: Sam y Gonzalo. Nos fuimos juntos hacia la clase, donde nos esperaba el profesor de lengua con las notas en la mano.
Solo nos quedaban un par de días para las vacaciones, por lo que no íbamos a hacer mucho más que hablar.
Normalmente, habría estado hablando y armando jaleo en la clase, pero estaba nerviosa por lo que me había pasado aquella noche. Todos los golpes que me habían dado en la pelea de mi sueño debían haber sido reales, porque estaba herida en los mismos sitios en los que lo había soñado. ¿Era tal vez sonámbula? Esperaba que no.
Me bajé la manga de la sudadera aún más por si acaso asomaba algo de las heridas, y tiré de los pantalones hacia abajo.
Por suerte, no tenía ninguna herida en la cara que me delatara. Solo tenía que aguantar unas cinco horas rodeada de gente y en cuanto llegara a casa, le diría a mis padres que salía a jugar. Des-
pués, a la hora de dormir, me ataría a la cama el pie con la correa de mi perrita Brany, y esperaría despierta el máximo tiempo posible.
Mientras planeaba cómo pasar el resto del día, leía un libro al que ni siquiera prestaba atención.
—¿Qué lees? —me preguntó Lidia.
Se sentó en la silla de al lado, que ahora estaba vacía porque el que estaba allí sentado se había cambiado de sitio para hablar.
—Mira la portada.
Se echó atrás su pelo moreno y miró la portada con sus grandes ojos marrones. Le echó un rápido vistazo y sonrió alegre.
—Está guay —dijo.
Ella ya se había leído el libro hace mucho y fue ella quien me lo recomendó.
—¿Qué te pasa? —me preguntó.
Era mi mejor amiga y difícilmente podía ocultarle algo, pero aquella vez era distinto. Si se lo contaba se alarmaría y pensaría que estaría loca.
—Nada. Tengo sueño.
—¿Pesadillas, otra vez?
Asentí.
Lidia se había tragado todas las historias diabólicas de mis pesadillas, que obviamente eran más temerarias que la del chico desconocido y los monstruos.
—Una cosa, ¿por qué te pones manga larga... en verano?
—Han bajado las temperaturas, tengo frío... ¿Qué va a ser?
—¿Por qué estás tan malhumorada? ¿Qué te pasa?
—Nada... Ya te lo he dicho, tengo sueño, y ya está.
Se echó hacia atrás en la silla, resignada, suspiró y me miró requiriendo una respuesta. No le dije nada, pero ella no se fue.
—Oye, hemos pensado en hacer una fiesta, era lo que estábamos diciendo —dijo—. Por el fin de curso y todo eso. Ven ahí atrás
y hablamos. —Señaló el fondo de la clase, donde estaba la mayoría de la clase hablando en corrillo—. Vamos, Fay, vente.
No quería pasar los últimos días amargada por mis heridas nocturnas, por eso fui. No sé por qué no se me ocurrió decir que me había caído de la bici como explicación.
Cogí mi silla y la coloqué junto a Hugo y Lidia. Tom, un chico alto de ojos marrones y pelo castaño claro, era la voz cantante del grupo. Lo estaba organizando él todo y los demás se limitaban a dar ideas que él ya había dado por hecho.
—Vale. Día 2 de julio, cuando nos viene a todos bien. Todos en el parque de al lado a las doce de la mañana —acabó diciendo—. Cuando estemos todos, nos bajamos juntos para ir a la casa de campo de Su, ¿vale?
Asentimos con ganas de que llegase el día y bajamos a la hora del recreo a jugar de nuevo al fútbol. Se me desataron los cordones en mitad del partido, pero no me percaté de ello. Fue por eso por lo que me caí, tropezándome con ellos y noté cómo me escocía la rodilla tras el golpe.
Mis amigos se apresuraron a ayudarme, y yo, olvidándolo todo, no les dije nada. Carmen me obligó a atarme los cordones si quería seguir jugando, así que eso hice. Sin querer —de verdad que fue sin querer—, se me levantó el pantalón vaquero por el tobillo.
—¿Qué es esto, Fay? —dijo, asustada.
Lidia, que miraba de pie, intentando ayudar, se cruzó de brazos diciendo: «Sabía que te pasaba algo».
Me apresuré a mirar qué era lo tan terrorífico que habían visto. No recordaba tener nada en el tobillo, de haber sido así, me habría puesto calcetines altos.
—¿Qué es, qué? —tartamudeé.
Me señaló, tocando con el dedo, lo que quería decir.
—¡Ay! —aullé cuando me tocó.