Indalecia

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Indalecia

Cuando suenan los despertadores a las

7.00 a.m., los hijos y nietos de la abuela nos aceleramos por ser los primeros en llegar al baño. El que no lo encuentra vacío, espera su turno tras la puerta para asearse e ir al trabajo o a la escuela. Los padres apuran a sus niños y las hermanas a los hermanos. En la cocina también es una corredera, y en el comedor 3


todos engullimos nuestro pan y nos atragantamos con la leche. Cada uno tiene gestiones importantes que hacer y problemas complicados que solucionar de inmediato. A las 8.00 a.m. reina un silencio parcial, un silencio de voces y ruidos humanos, tanto que si abuela afina el oído puede sentir el choque de las hojas de los árboles contra el piso y el crujido de los capullos cuando se convierten en flores. Pero no la va a inquietar ni un estornudo. Vivimos en un edificio multifamiliar y ninguna de estas personas derrocha el tiempo. A las 8.00 a.m., cuando la familia y los vecinos se van, abuela desayuna y friega sus cacharros porque no quiere sobrecargar a sus hijos. A las 9.00 a.m. barre toda la casa y sacude el polvo de los muebles. A las 10.00 a.m. escoge arroz, rellena la azucarera, pela los ajos, lava el trapo de la cocina, riega las matas y a las 4


que están bajo techo les pasa un pañito húmedo, hoja por hoja, para que respiren bien y queden brillosas. Todo eso hace abuela y más. Cuando llega el mediodía y se prepara su almuerzo para disfrutarlo sin más juntamenta que la de ella misma, si no habla, estalla. Si se le cae una olla dice: «¡Ajá!». Cuando el agua de beber empieza a hervir, exclama: «¡Perfecto!». Si la cafetera suena, responde: «Ya estoy aquí». ¡Pero qué va! Esto de hablar con los trastos no es para ella. A las 4.00 p.m. está a punto de explotar. Descuelga el auricular del teléfono y marca 888888 para conversar con su amiga Vita: —¿Qué haces, hija? —Iba a empezar a coser porque Magdalena quiere una blusa con los hombros afuera, como se llevan esta temporada, pero, Indalecia, te confieso que la cabeza me da vueltas. 5


—¡Ah! Yo ya no hago nada, la vista no me da. Dejé de ver los hilos oscuros y ya desistí. Como no soporto la chapucería, prefiero no hacer nada. —Sí, tú eres de mi regimiento, y en la cocina… ¡ay! Te tengo que dejar, se me queman las berenjenas. Entonces abuela abre la casa de par en par. Por suerte, en mi barrio no hay fieras ni ladrones. Aunque no corra ni una brisa, ella traba la puerta con una silla, pero no se queda ahí, se acomoda en el butacón con la vista fija en la escalera. Es como una rana que acecha a una mosca. En cuanto alguien pone un pie en el descanso, ella saluda y si le dan un segundo, invita: «Siéntese, Clara, viene muy cansada», «coja un respiro, Aparicio, siéntese un minuto». Y enseguida empieza a hablar de lo humano y lo divino. Los jóvenes se salvan del compromiso porque bajan y suben corriendo y cuando 6


dicen «buenas tardes», ya a abuela solo le da tiempo a corresponder con una palabra o dos. Los más añosos se acomodan y ahí empieza el interrogatorio de ella y sus comentarios «el que se queda en casa, es un trabajador sin salario», «se trajina más dentro que fuera», y cuentos van y cuentos vienen. Cuando el vecino de turno logra despedirse y llegamos nosotros, mamá retira la silla que impedía el cierre de la puerta y le pregunta a la abuela cómo pasó el día, pero es poco lo que puede responder la anciana. Comenta sobre su dolor en la espalda y le quedan unas ganas inmensas de hablar, hablar, hablar. Una tarde mi tía le pidió un libro de cocina porque se le antojaba hacer helado de yuca y piña, pero abuela en vez de buscar y entregar el recetario, se puso a leer ella misma en voz alta: «hervir la yuca hasta que se ablande, pasarla por la 7


licuadora junto al jugo de piña previamente cocinado». —Mamá, ¿es que no eres capaz de prestar el libro? —se quejó mi tía. Abochornada, abuela se lo dio. Dijo que solo quería ayudar. Y quedó en silencio, pero al ratico comenzó un ahogo que no tenía fin. «Respira profundo», le aconsejó mamá, pero abuela empezó a toser constantemente y por su cara enrojecida, cayeron dos lágrimas. Enseguida llamamos al médico que la observó con detenimiento, le recetó una pastilla para esa noche y nos dijo a la familia que la abuela se había atragantado con palabras y que tenía que soltarlas a como diera lugar. «No se cohíba, señora», le recomendó mirándola fijamente. El doctor se fue, y por la noche, cuando pensó que todo había pasado, abuela comenzó a vomitar palabras. Estaban 8


vivas, se movían. De la primera arcada, llenó una jabita de nylon. Sobre todo, los verbos se revolvían con persistencia, y ella cerró el envoltorio. Tanto ajetreo había dentro, que la jaba sonaba y abuela tuvo miedo de que despertara a la familia. No hacían grupos estables, por el contrario, se cambiaban constantemente de posición. Había algunas palabras viejas, que ya no estaban en uso, como dizque o carantoña, y frases nuevas que ella había oído de boca de nosotros, sus nietos. Las llamadas malas palabras, eran grandes y gordas, pero al parecer, no eran rechazadas por el grupo. Solo algunas muy finas, como praxis, daban la espalda a las palabrotas. Al observar detenidamente, abuela descubrió que varias se repudiaban, por ejemplo, dedo y dígito se alejaban a pesar de que las dos tenían abuelos comunes. 9


También eran primas mal llevadas fémina y hembra, la primera muy culta y la otra natural. Aunque la mayoría de las palabras habían llegado de Europa, las había de África, como fufú y quimbombó, y hasta algunas de Japón como karaoke. Abuela se desesperaba al no poder controlar el desorden. Metió la jaba debajo de la almohada, pero había silencio en el resto de la casa y el ruido parecía aún mayor. Al amanecer, abrió la jaba y arrojó su contenido a través de la ventana. La calle estaba desolada, y entonces ella vio cómo las palabras, que no encontraron ni un oído humano, se paralizaron hasta morir. Mis padres y tíos se preguntaron qué hacer al ver las ojeras de la abuela. Como respuesta mi prima propuso inscribir a la enferma en un taller de teatro en la Casa de Cultura para que fuera los fines de semana. 10


—Allí conocerás muchos amigos —le aseguró. Y abuela dijo: —Sííí, ya tendré tiempo de estar callada cuando me muera.

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