Kibou
Hacía pocos días que había llegado el verano a todo Japón. A pesar del fastidioso calor, Kibou se sentía contento porque por fin iría a visitar a sus abuelos, Naoko y Haru. Por primera vez saldría de la ciudad para aventurarse a la montaña, donde sus abuelos pasaban el día cuidando de los animales y las plantas.
Hacía meses que Kibou no veía a sus abuelos, desde la Fiesta de Año Nuevo, que siempre celebraban en familia. El viaje desde la montaña a la ciudad era largo, y los abuelos no podían venir siempre que querían porque tenían mucho trabajo que hacer. Sin embargo, no había día en que Kibou no pensase en ellos o en la montaña.
En la ciudad donde vivía Kibou escaseaban los jardines. Los edificios nuevos y los viejos competían entre sí, por el poco espacio que quedaba. Hacía tiempo que Kibou no veía ningún árbol de verdad. Tenía que contentarse con los cerezos que había pintados en las paredes de su colegio.
En la ciudad el cielo siempre estaba nublado por los humos y la contaminación. Durante el día, el Sol apenas se veía, y por la noche, contemplar la Luna o las estrellas era imposible.
A media mañana, los padres de Kibou lo acompañaron al bus que cada quince días subía y bajaba de la montaña. Antes de despedirse, le dejaron muy claras las instrucciones. Debía bajarse en la parada de Gaman. Allí lo estaría esperando el abuelo con Aibo, su perro. El abuelo había encontrado a Aibo vagabundeando por el bosque, poco después de que sus dueños lo abandonasen. Desde entonces se habían vuelto inseparables.
La madre de Kibou le había explicado que, mucho antes de que ella naciera, el camino que llevaba a la montaña estaba bordeado por árboles gigantescos. Sin embargo, el paisaje que Kibou veía desde el bus era otro muy distinto. Apenas había árboles, y los pocos que quedaban parecían sedientos. Se notaba que echaban de menos las lluvias que caían cuando los abuelos aún eran jóvenes.
Kibou se había quedado dormido. Fueron la bocina del bus y la voz del conductor anunciando la parada de Gaman las que lo despertaron. Allí era donde tenía que bajar. El abuelo debía estar esperándolo. No tardó en verlo a lo lejos. Efectivamente, como sus padres le habían dicho, Aibo lo acompañaba. Cuando Kibou bajó del bus, el abuelo lo envolvió en un fuerte abrazo. Aibo no se cansaba de dar saltos a su alrededor.
—Espero que hayas tenido un buen viaje —dijo Naoko cogiendo la mochila que traía Kibou.
—Sí, abuelo. Pero es triste ver tan pocos árboles.
—Lo sé, Kibou. Antes la montaña no era así. Pero ya verás, cuando lleguemos a la reserva podrás ver árboles altos como rascacielos.
—¿¡De verdad, abuelo!?
—Pues claro. Donde vivimos tu abuela y yo aún quedan árboles milenarios.
De camino a la reserva, Naoko le contó a su nieto la leyenda del último búho real:
—«Tiempo atrás, los montes de Japón habían sido el hábitat del búho real. Un ave de plumaje gris claro y ojos brillantes que se pasaba las noches susurrando desde lo alto de los árboles. Algunos aldeanos decían que su peculiar canto alejaba a los espíritus oscuros de la Tierra. Era como un guardián protector. Otros creían que su simple presencia traía buena suerte y fortuna.
El búho real también vivía en otras regiones del planeta, pero las sequías, los incendios y la desforestación masiva hicieron que poco a poco fuera desapareciendo. Al final, solo quedó un ejemplar en el bosque de Gaman.
ISBN 978-84-19973-29-0
9 788419 973290
