Marisa
García
L Jaleos
Ilustrado por Mikeconcejas
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Presentación
Hola, muy buenos días, queridos desconocidos: Lo primero de todo, como persona bien educada, voy a presentarme. Me llamo Jaleos y soy una bruja. Me encantaría, agradaría, maravillaría y satisfaría contaros algunas de mis aventuras, que son muchas. Yo creo, pienso, opino que soy una bruja buena, afable, inofensiva y hasta competente, pero como mi nombre indica, siempre ando metiéndome en jaleos. Todo el tiempo de trajines, de tejemanejes, de trabajos y de ajetreos… ¡Uy, cuantas letras «j» juntas!
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Os tengo que decir que estoy muy contenta, feliz, satisfecha y alegre, porque pronto se acerca mi cumpleaños. Mi cumpleaños, aniversario, conmemoración, celebración de bruja. Yo nací otro día, pero empecé a ser bruja un día muy especial. Efectivamente, en Halloween; pues habéis de saber que en esas fechas se realizan los exámenes para llegar a ser bruja, y la noche del 31 de octubre al 1 de noviembre nos bautizan a las nuevas brujas. Que mi mamá no me llamó, nombró, denominó, bautizó Jaleos, sino Eufrasina, que es un nombre mucho más poético, bonito, bello, hermoso, sonoro y rimbombante. Pero brujas Eufrasinas había ya demasiadas, así que decidieron, optaron, eligieron, escogieron y votaron darme otro nombre. Y eligieron Jaleos por los problemas, dificultades, inconvenientes, contrariedades, pegas y complicaciones que encontraba yo ante la tarea más sencilla del mundo. Os pondré un ejemplo, una muestra, un modelo, un tipo de situación en la que me suelo meter de la manera más inocente del mundo.
Un día, mi bruja-maestra, doña Remilgos, me dijo con su voz engolada: —¡Tráeme un vasito de limonada! Con este calor, me muero de la sed.
Y allá que me fui, a buscar una limonada a la nevera mágica de la escuelita de brujas. En la nevera había agua fresca, y hasta cubitos de hielo, pero ni limones ni limonadas. Como yo quería ser amable, amigable, amistosa y buena con mi bruja-maestra, me fui al huerto de al lado a buscar limones en el limonero que hay allí. Pero no alcanzaba, no llegaba, no lograba, no conseguía, por mucho que me esforzara, tocar siquiera aquellos frutos que parecían de oro. Así que fui a casa de un carpintero amigo mío a pedirle prestada su escalera. Mi amigo Virutas no estaba en casa, y un vecino me dijo que estaba en el mercadillo, así que fui al mercadillo. Vi a su mujer y ella me dijo que Virutas había salido a reparar el techo de la sala de juntas del Ayuntamiento. Abrí con cuidado, precaución, prudencia y comedimiento la puerta de la sala de juntas. Allí estaba Virutas, subido a la escalera, y alrededor de una mesa muy grande y brillante estaban todos los concejales y la alcaldesa venga a hablar. Yo le hacía señas a Virutas, pero él no me veía. Le llamé bajito: —Virutas, Virutas… —Pero no me oía. Los de la mesa cada vez hablaban más fuerte, y yo aproveché para hacer lo mismo:
—¡VIRUTAS!
Aquellos señores encorbatados y señoras elegantes parecían que iban a pegarse en cualquier momento, así que, con toda la fuerza, potencia, energía de mi voz grité:
—VIRUTAS, QUE ME DEJES LA ESCALERA PARA HACER LIMONADA.
Por alguna extraña razón, causa, motivo o azar, resultó que en ese momento se había hecho el silencio en la sala y todos se giraron para mirarme con cara de confusión. Yo me moría de vergüenza. Me hicieron entrar en la sala de juntas y explicar cómo es que necesitaba una escalera para hacer limonada.
Ante mi explicación, unos cuantos se rieron, pero la alcaldesa les mandó callar y me riñó por interrumpir la votación; el ujier del Ayuntamiento me regañó por colarme y doña Remilgos me castigó por organizar semejante lío, embrollo, enredo y complicación. Encima, Virutas ya no me habla, porque a él también le cayó una bronca. Menuda injusticia.
Y así me pasa cada dos por tres, cada rato, cada momento y cada poco tiempo, que estas cosas que parecen tan sencillas, simples, fáciles y corrientes, al llegar a mis manos se con -
vierten en algo aparatoso, complicado, difícil y enrevesado.
Pero bueno, yo creo que a Virutas se le pasará pronto el enfado y sé que doña Remilgos me aprecia de corazón. Y ya que me conocéis un poquito mejor, espero que podamos llegar a ser muy amigos.
Un saludo, Jaleos
Halloween
Mis queridos, mis apreciados, mis estimados, mis respetados, mis valorados amigos: Qué fiesta tan bonita tuvimos en Halloween , celebrando el cumpleaños de todas las brujas, hechiceras, magas, adivinas, nigromantes y encantadoras. Bueno, en realidad al final se estropeó un poco. Se estropeó del todo. Y otra vez las culpas para mí, cuando todo fue un producto de la mala suerte, fortuna, casualidad, azar, destino y estrella. Ya veréis cómo os lo cuento y me dais la razón.
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Iba yo tan feliz y contenta a mi escuelita de brujas comiéndome un bocadillo de salchichón (este dato, aunque os parezca irrelevante, superfluo, inútil, sobrante y nimio, tiene su miga, como el pan) cuando apareció mi maestra doña Remilgos, toda despeinada (más despeinada de lo que va habitualmente una maestra-bruja), acalorada, sofocada, colorada, ahogada y asfixiada, como con un ataque de asma y con un paquetito en la mano.
—Jaleos —me dijo—, ¿vas a la escuela?
Como yo tenía la boca llena de pan con salchichón y soy una bruja educada, fina, culta, pulida e instruida, solo asentí con la cabeza mientras seguía masticando.
—Perfecto, voy a meterte en la mochila este paquete. No lo pierdas: son las velas para la tarta de cumpleaños de todas las brujas. En cuanto que llegues se lo das a la directora, doña Pálida, para que las guarde, no vayas a hacer tonterías. Es más, voy a mandarle un grajo mensajero mientras yo termino de hacer los preparativos de la fiesta.
Se subió a la escoba y salió disparada, escopeteada, veloz, rauda y ligera como un cohete mientras soltaba a su grajo mensajero al aire. Y
yo seguí mi camino tan pancha, ancha, satisfecha y cómoda, dándole a la mandíbula y al pan con salchichón. ¡Me sentía tan importante, valorada, crucial, trascendental y apreciada que el bocata me sabía mejor que antes! Con toda la boca llena de embutido y sonrisas, me salió al paso Revoltosa, mi compañera, coleguita, amiga, camarada de clase.
—Jaleos —me dijo—, ¿vas a la escuela?
Como yo tenía la boca llena de pan con salchichón y soy una bruja educada, fina, culta, pulida e instruida, solo asentí con la cabeza mientras seguía masticando.
—Perfecto, voy a meterte en la mochila este paquete. No lo pierdas: son los petardos para la fiesta de cumpleaños de todas las brujas. Yo empecé a sacudir los brazos y la cabeza, a intentar impedir que metiera el paquete en la mochila, porque ya sabía lo que iba a ocurrir, pero entre que Revoltosa es más grande que yo y que no podía hablar (del susto se me había secado la boca y parecía que en lugar de salchichón el bocadillo fuera de algodón bien seco), no pude evitar que metiera el envuelto de los petardos en mi mochila. Después, se fue y me dejó de camino a la escuela con la boca llena de aquello que aho-
ra me sabía a rayos y con la certeza, la convicción, la seguridad, la certidumbre de que estaba a punto de ocurrir una desgracia. Y de mis ojos brotaron unos lagrimones inmensos, y mi nariz destilaba mocos, y por mi boca, de la llantina, se me salían los trozos de salchichón con pan del bocadillo. No quería ir a la escuela, así que allí, paralizada por la angustia, el miedo, el terror, el pánico y el desasosiego, me encontró doña Pálida, la directora, que venía a buscarme alarmada por mi tardanza.
—¡Aquí estás! Pero ¿qué te pasa?, ¿por qué lloras?
No pude responderle. Con solo verla, mi ataque de llanto se hizo mucho más grave y sonoro. El salchichón era una bola inmensa en mi boca, que paralizaba mi lengua.
—Bueno, ven aquí, que necesito las velas para terminar la tarta. Estamos todas nerviosísimas con la fiesta de esta noche. Hemos preparado una fiesta que va a ser sonada. La mejor en años. Y la tarta es enorme. Esta vez sí que va a haber para todas.
Aquello hizo que me pusiera a aullar y patalear. ¡Maldito bocadillo de salchichón! Me retiré para que doña Pálida no pudiera abrir mi mochila, pero fue inútil. Tras varias fintas que le hice,
me lanzó un golpecito de magia que me dejó más quieta que la estatua del parque. Yo abría y cerraba la boca como un pez, pero no salía más que pan mascado con salchichón.
—¡Qué alumna tan rara!, no me extraña que doña Remilgos se queje de ti. No pensarías quedarte las velas, ¿verdad?
Y claro que sí, conociendo mi mala suerte, doña Pálida se llevó de mi mochila el envuelto de los petardos que había puesto ahí Revoltosa. Podéis imaginar el resto.
Era la tarta más grande y bonita que había visto jamás. Toda de chocolate y con adornos de murciélagos y cuervos. Y estaba llenita de los petardos de Revoltosa. ¡Ay!
—Cuando yo diga tres —dijo doña Pálida—, encenderemos con nuestra magia las velas de cumpleaños, cada una la que le corresponde por rango y antigüedad, yo la de más arriba, las maestras las del siguiente piso, y después las alumnas hasta llegar a las más novatas. ¡Una, dos…TRES!
Todas las velas se encendieron. Todas menos una, yo no usé mi magia para prender el petardo que tenía justo enfrente. Todas las maestras brujas se acercaron. A animarme. ¡Ay, ay!
—Vamos, Jaleos, es un hechizo muy facilito. ¡Prende tu velita!
Y justo entonces, todos los petardos, menos el mío, explotaron a la vez.
Así que me castigaron por hacer esta pifia, con lo que yo había tratado de evitar que se liara de tales maneras… Totalmente injusto.
Pero lo cierto es que doña Pálida tenía razón: Fue una fiesta muy sonada y… hubo tarta para todas (algunas aún se la están quitando del pelo).
Besos de chocolate, Jaleos
Jaleos es una aprendiz de bruja con una habilidad especial: meterse en líos. Este talento, don y capacidad la lleva a situaciones muy divertidas, absurdas e hilarantes. Es una figura imprevisible, ocurrente, vivaracha e imaginativa. Cada capítulo es una breve historia con un desenlace sorprendente.
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