La cita dulce

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Uno

El ronroneo del motor del barco llevaba un rato adormeciéndole, pero estaba justificado, ya que eran cerca de las once de la noche y había sido una larga jornada. Siempre le resultaba extraño el final de los días de viaje, en los que por la mañana podía haber estado trabajando en la oficina, escribiendo su informe de los viernes, pero a aquellas horas ya había cambiado de país, pasando por un aeropuerto, una estación de autobuses y un puerto, hasta encontrarse el barco que en ese momento lo llevaba a una poco turística isla del mar de Andamán.

Música desconocida sonaba en sus oídos; era la música de ella. Tenían un dispositivo para conectar dos auriculares a la misma salida de audio y él le había pedido compartir lo que fuera que estuviese escuchando. En cierto sentido, era como escrutar su intimidad, ya que él sabía que a pesar de la seguridad que tenía en su gusto musical, después de cuatro años una pequeña parte de ella aún seguía buscando impresionarle, y que aquella selección de canciones estaba condicionada por su furtiva invasión.

I wanna take off my panties1, le dijo ella bruscamente, sacándolo del estado de letargo previo al sueño en el que siempre se le ocurrían las mejores ideas que jamás registraba y se perdían para siempre.

Sin mucho preámbulo ni pudor, se sacó las bragas por debajo del vestido negro y las guardó en su bolso. No lo hizo con intención sexual, sino por comodidad, pero de nuevo le provocó aquella excitación a la que nunca acababa de acostumbrarse con ella.

Estaba preciosa, con sus enormes ojos rasgados entrecerrados y la boca cubierta con un pañuelo para protegerse de la traicionera brisa nocturna.

Viajaban en aquel barco destartalado y casi vacío, tumbados en el suelo de madera y probablemente con una docena de ratas deambulando bajo los tablones en busca de migajas o una bolsa de patatas fritas sin terminar. Había empeza -

1Quiero quitarme las bragas.

do a planear la forma de echar un polvo sin que la tripulación les pillase, cuando aquel pensamiento de roedores a bordo de embarcaciones se le cruzó por la mente y se enquistó, tomando el control. Había releído La narración de Arthur Gordon Pym , de Edgar Allan Poe, hacía poco, y recordó la descripción de buques a la deriva en los que los marineros no tenían energía ni para combatir a las malditas ratas, y si la Providencia hacía que llegasen a puerto o fueran rescatados, la mayoría de ellos había perdido algún dedo de los pies engullido por estas, igual de hambrientas que ellos y con menos escrúpulos a la hora de recurrir a la carne humana para sobrevivir.

Antes de quedarse dormido decidió que era mejor dejarse los zapatos puestos y no exponer más piel de la necesaria, especialmente partes delicadas. Convenía ser precavido ante las fuerzas animales.

Una fina lluvia en la cara les despertó, y solo entonces se dieron cuenta de que la barcaza no estaba completamente cubierta. Al haber crecido ambos en ciudades supercontaminadas, no se habían percatado de la ausencia de estrellas, al estar el cielo cubierto por un imperceptible manto nuboso; una inferencia sencilla que habitantes de una zona rural habrían hecho inmediatamente al tumbarse de espaldas. Encontrar paralelismos entre sus diferentes mentalidades era importante para él, aun estando muchas de ellas cogidas con pinzas, como era el caso. Su razón, occidental y de ética titubeante, se cuestionaba constantemente la credibilidad de una relación en la que la diferencia de edad y de cualidades físicas resultaban evidentes, y cuando encontraba pequeños vínculos, le servían como validación contra las discrepancias que solían golpearle como un iceberg surgido de la oscuridad de la noche —cuando surgían—. Aquellos absurdos nexos paliaban ligeramente el choque cultural que se producía cuando ella le recomendaba cierta infusión de cierta corteza de cierto árbol para calmar su dolor de cabeza, o cuando él comparaba cierta situación con cierta película en la que un niño olvidado por su familia tenía que defender su casa ante unos ladrones. Ninguno de los dos tenía ni idea de lo que hablaba el otro y aquello muchas veces era positivo: una constante oportunidad para abrir sus mentes, explorar otras culturas, quizá absorber y asimilar conocimientos a los que jamás habrían llegado por otra vía. Pero la mayoría de las veces, él simplemente quería hacer un comentario sobre Solo en casa y que ella se riera sin tener que explicar la broma.

A decir verdad, aquello le producía ansiedad y era uno de los motivos por los que dudaba sobre el éxito de una relación a largo plazo con ella. Aunque le molestaba reconocerlo, no era sino otro emigrante eurocentrista y ególatra más, que pensaba que no conocer a David Bowie y toda la filmografía de Lynch convertía a

cualquier asiático en poco menos que un analfabeto. Aquello solo lo reconocía en los momentos de mayor debilidad, ya que normalmente era capaz de encontrar las siete diferencias —y las diecisiete, si hacía falta— entre sí mismo y cualquier otro prejuicioso expatriado con novia asiática.

En cambio, el punto de vista de ella era totalmente diferente y carecía de dilemas morales. No se imponía pensamientos aprendidos por ser lo políticamente correcto. No. Ella, en toda su candidez, jamás le juzgaba por no conocer cosas de su cultura que eran obvias y naturales para ella.

Con aquellas cavilaciones se había vuelto a adormecer, aunque no sin angustia, cuando ella le dijo en su inglés roto —siempre hablaban en inglés—: La semana pasada hablé con Leandro, en un tono que dejaba entrever la inseguridad del anuncio al que se lleva un tiempo dando vueltas, quizá días. Su primer impulso fue preguntar ¿Cómo?, pero hacía años que había decidido restringir esa reacción automática por parecerle falta de inteligencia, con lo que rellenó el tiempo que se suele generar con esa pregunta como habitualmente lo hacía, con una mirada fija, intentando averiguar la intención de la frase que le generaba confusión. Él creía que aquello le daba un aire detectivesco, pero la gente solía considerar que el impacto había sido mayor del esperado y formulaba preguntas del tipo ¿Estás bien?, o ¿me has entendido?, lo cual acababa poniéndole finalmente en la posición de idiotez de la que pretendía huir. En cualquier caso, ella le conocía bien y se limitó a esperar, aguardando su reacción con paciencia.

¿Hablaste con él o lo viste?

No, solo hablamos.

Pasaron unos segundos y ella sintió la necesidad de aclararlo, ya que le estaba incomodando su actitud.

Por WhatsApp. Me escribió él.

Y qué te dijo. Las palabras no surgieron de su boca como una pregunta, sino más bien como una exhortación.

Que iba a venir de viaje a Tailandia y me quería ver.

Qué hijo de puta. ¿Qué le respondiste?

Que no podía verlo porque iba a estar contigo esta semana, que también venías esta semana.

¿Cómo? Esta vez se le escapó. ¿Está aquí ahora mismo?

No, está en Bangkok. Ella tendía a ser muy literal en inglés. Aquí para ella significaba Aquí, en las inmediaciones. Carecía de una visión global, tendía a centrarse en unidades mínimas a la hora de considerar una pluralidad. Normalmente le parecía adorable, pero en ocasiones como aquella le producía gran irritación.

Ya imagino que no está en este puto barco.

¿Por qué me hablas así? No he hecho nada malo, no tienes por qué insultarme.

Otra cosa que le sacaba de sus casillas: cuando él decía una palabra malsonante y ella lo percibía como un insulto. Era consciente de que en español es muy común introducir tacos en una frase y que eso en el idioma tailandés es extremadamente agresivo, pero no podía evitarlo, era su naturaleza.

No te he insultado. Si acaso, he insultado a este puto barco. Y a tu ex.

Ella retiró la mirada y se giró sobre sí misma, posicionando su cara en un ángulo de unos cuarenta y cinco grados respecto a la de él. Era su forma de darle a entender que, aunque estaba dolida, dejaba un resquicio abierto a la reconciliación inmediata, si él la quería.

Pero no, él no la quería.

Nunca se había considerado a sí mismo un hombre celoso, ni creía haberlo sido con ninguna de sus parejas anteriores, pero ella le provocaba un sentimiento de posesión visceral que le hacía caer en continuas contradicciones. Por un lado, quería que no le ocultase nada, que fuese completamente transparente, que le hablase de sus relaciones pasadas. Pero cuando lo hacía, siempre surgían problemas. Comenzó a pensar en las palabras de ella, La semana pasada hablé con Leandro. Aquello le enfurecía, llevaba una semana ocultándoselo. Pero al mismo tiempo, la indecisión que inundaba su mirada le hacía sentir culpable; y su reacción no había hecho más que corroborar el temor de ella y reforzaría futuros encubrimientos. Era uno de esos problemas de pareja que requieren intervención externa para ser solucionados, algo que rara vez se lleva a cabo.

Aquel Leandro le exacerbaba y hacía aflorar todas sus inseguridades.

Un año más joven que ella, de padre brasileño y madre francesa, delgado pero con musculatura bien definida, His skin is like milk tea2, le había dicho ella en una ocasión, y con un miembro de un tamaño muy por encima de la media —fue una de las primeras preguntas que le hizo cuando ella le habló de él, e incluso le forzó a escenificar con las manos la medida aproximada, provocándole un arrepentimiento inmediato—. Era su antagonista inconsciente, todo lo que él no era ni podía ser. Leandro había tenido una buena educación en un instituto privado, pero no podía decirse que fuese una persona cultivada. Sus tres mayores intereses eran los reality shows de cocina, los videojuegos —hablaba con pasión y buenos argumentos de lo que él definía como el octavo arte— y el Olympique de Lyon. Era una persona sensata, centrada y con aspiraciones concisas: convertirse en chef de un restau-

2Su piel es como té con leche.

rante de categoría media-alta y formar una familia durante la treintena. En cierto sentido, admiraba su falta de grandilocuencia, la simplicidad de su discurso vital y su mediocridad, que contrastaba con su propia pedantería y la arrogancia del que aprovecha cualquier situación para impartir lecciones.

Kanta era incapaz de explicar por qué la relación con Leandro no había funcionado y aquello le producía una extraña sensación a caballo entre la crispación y la vulnerabilidad. Ella argumentaba que los motivos por los que le había dejado eran de naturaleza cotidiana, resultado de la interacción diaria, que no había una razón mayor que le hubiese hecho tomar aquella determinación, que se basaba más en una falta de conexión y que no hacían clic. Así lo definía ella. A él le gustaría que hubiese una infidelidad de por medio, una noche en la que estando borracho se puso agresivo y quizá hizo pedazos algún objeto contra la pared, que fuese un idiota egoísta que solo se preocupaba por pasar un buen rato con los colegas y que aquella puerta estuviese cerrada para siempre. Pero no había nada de eso. Simplemente, no hacían clic, y ahora eran amigos y él no tenía motivos para insultarle ni desconfiar de un encuentro y debía ser comprensivo y demostrar su madurez emocional, pero le resultaba imposible, era algo que escapaba a su sensatez.

El problema radicaba en su inseguridad física, en el instinto masculino de compararse con el prójimo, de medir su musculatura, su altura, la anchura de su quijada, el espesor de su cabello y la longitud de su pene. Es un impulso del que cualquier hombre de letras intenta huir y en el que acaba cayendo inevitablemente, de una forma u otra. El complejo de Woody Allen. La Psyche contra el Physique. Treinta y cinco años, con un notable flotador abdominal y mechones de pelo acumulándose en el desagüe de la ducha, no podía evitar compararse con las fotos de Facebook de aquel exnovio apolíneo y que la obviedad le produjese un cosquilleo en la zona perianal.

Habían pasado un buen rato en silencio y apenas sin moverse, en el que ella había exhalado sonoramente un par de veces para demostrar la decepción ante su pasividad, cuando lejos de intentar un acercamiento, lanzó la idea a la que llevaba varios minutos dando forma.

Entonces, si no hubiese venido yo esta semana, habrías quedado con él, ¿no? Kanta giró completamente su torso y le dio la espalda mientras suspiraba de nuevo. Comenzó a llorar en silencio, aunque él pudo percibirlo por alguna absorción nasal esporádica. Pasados unos diez minutos, se percató de que estaba tarareando mentalmente una canción pop horrible que se había puesto de moda por la última película de una saga de acción —lo cual era extraño porque no era una de las canciones de la lista que habían estado escuchando, pero así funcionan estos superhits, se meten en tu

cabeza y taladran tus neuronas hasta formar parte de tu subconsciente—, y aquello le hizo sentirse un auténtico tullido emocional. No solamente había dicho algo que conscientemente sabía que iba a hacer daño a otra persona —una persona a la que supuestamente quería—, sino que ahora estaba ahí tumbado, con la mente despejada de remordimientos y ocupada por una melodía repulsiva mientras su novia moqueaba a su lado. No era la primera vez que caía en la cuenta de que poseía cierto grado de sociopatía. Tenía una gran facilidad para conectar con las emociones de las personas, leerlos y saber qué decir o hacer para conseguir que se sintieran mejor o, por el contrario, para herirlos. En definitiva, para manipular. No era infalible, pero era bueno en ello. Y aquella lectura no la realizaba de una forma puramente empática, es decir, era capaz de entender los sentimientos, pero le costaba reproducirlos internamente o vivirlos en primera persona. Aquello le llevaba preocupando varios años, ya que no era una habilidad que le interesara potenciar y le incomodaba cada vez que se manifestaba de una forma negativa. En otras ocasiones, se decía a sí mismo que no debía sobrevalorarse, confundiendo ser un sociópata con ser un capullo.

Se acercó ligeramente y le pasó una mano por el hombro, dándose cuenta de que estaba húmedo. A temperatura tropical, no se habían percatado de que la fina llovizna había ido calando su ropa. Le apretó ligeramente el brazo y balanceó un poco su cuerpo.

Vamos abajo. Estamos empapados, le dijo.

Ella no respondió ni se movió.

Babe, lo siento mucho. No debería haber dicho esas cosas. No te he insultado, lo siento, pero es que… No sé. Ese tío saca lo peor de mí, pero no es tu culpa.

Está bien, dijo ella.

Lo siento, no volveré a ponerme así. Venga, estamos de vacaciones, he venido desde Vietnam y no quiero estropear el fin de semana. Bueno, no quiero que una persona externa a la pareja nos estropee el fin de semana. Solo es que… ¿por qué has esperado hasta este momento para contármelo?

Te lo he contado cuando nos hemos visto. No quería contártelo por teléfono porque sabía cómo te ibas a poner. Me escribió la semana pasada y te lo he contado en cuanto hemos estado juntos.

Sabiendo que ella estaba en lo cierto, debía recular.

Tienes razón, lo siento. La abrazó por detrás, pero solamente con sus brazos, no quiso acercar todo su cuerpo porque la sensación de humedad le desagradaba. Ella tomó la mano que tenía en su hombro y se incorporó. Él se levantó y cogió las dos mochilas donde habían tenido apoyadas sus cabezas. En realidad, lo único que quería era ir dentro y olvidar aquella maldita canción.

Dos

Durante una larga etapa de mi vida me dediqué a coleccionar toda clase de objetos inútiles. Mi primera y más prolífica colección fue de llaveros, práctica en la que me inició mi padre cuando tenía siete u ocho años. Una familia china abrió cerca de casa una de esas tiendas que tienen de todo. En aquel momento fue una auténtica revolución en el barrio, nunca se había visto nada igual. Ya existían tiendas de juguetes, tiendas de plantas, ferreterías. Incluso había una tienda de muelles en la que vendían desde amortiguadores de camión hasta muelles de bolígrafo. Me pregunto cuántos muelles hay que vender al mes para mantener un negocio abierto. No parecía una tienda que vendiese al por mayor, tenía un escaparate con decenas de tipos de muelle expuestos, haciendo alarde del imponente catálogo del que disponían. Siempre que pasaba por delante me quedaba ensimismado, pegado al cristal. No sé qué tenían aquellas formas helicoidales que producían tan poderosa atracción sobre mí, quizá simplemente era uno de esos lugares comunes a los que de niño se les coge aprecio y por los que le gusta a uno pasar a diario y reconocer, algo que se convierte en rutina en los recorridos por el barrio. Acaban siendo esos lugares a los que nos gusta volver cuando de mayores visitamos a nuestros padres, si es que se tiene la oportunidad, para comprobar si siguen existiendo o cómo han cambiado. La tienda de los chinos no vendía muelles, pero vendía todo lo demás. Tenían cosas que jamás había visto ni imaginado y todo costaba cien pesetas. Mi primer llavero fue un candado rosa de plástico con lunares blancos y una llave de color amarillo limón que tras la primera burla de mi hermano se vio confinado a la caja donde acabé acumulando cientos de ellos. El caso es que desde entonces aquel fue el premio semanal que mi padre me concedía, ir a los veinte duros y elegir un llavero. Por aquel entonces no tenía una paga definida y mi padre solía utilizar aquel gesto como recompensa a mi buen comportamiento durante la semana, limpiando el polvo de mi habitación y no pegándome demasiado con mi hermano. Tampoco mis padres podían permitirse mucho más: éramos ese

tipo de familia que cambiaba de ultramarinos porque el pan de molde costaba cinco pesetas menos en otro establecimiento.

En cierto momento, mi colección se convirtió en una carga de la que no podía escapar y sobre la que no tenía control. Se había corrido la voz, y pronto mi familia, amigos de mis padres y vecinos comenzaron a traerme todo tipo de llaveros horribles, la mayoría de publicidad. Ya no me hacía la más mínima ilusión, lo que me gustaba era elegir mi llavero semanal, no que mi tía Gloria me trajese el último llavero de Seguros Santa Lucía. Y encima, tenía que fingir entusiasmo ante cada nueva adquisición para cumplir las expectativas del obsequiador. Era una pesadilla, un lastre que no pude soltar hasta bien avanzada la adolescencia. Pero para entonces, por diversos motivos, ya había empezado otras colecciones aún peores: sobres de azúcar, vasos de chupito, latas de refresco, maquetas de coches a escala 1/18 y 1/24. Incluso hice una incursión en el mundo de la numismática, que afortunadamente no prosperó.

Aún se conservan todos estos objetos en mi antigua habitación, a modo de museo de las pertenencias del hijo emancipado. Resulta extraño volver a esa habitación en la que ya no queda rastro de mis objetos cotidianos, cosas que usaría en el día a día, y solo se mantienen esos muestrarios inservibles. Pero ahí siguen, mi padre les limpia metódicamente el polvo todos los domingos, usando un juego de pinceles comprado expresamente para cumplir esa función y llegar a los recovecos más difíciles. Me pregunto si lo habrá comprado en los chinos.

La única colección que mantengo vigente y que he ido transportando conmigo de casa en casa es la de mis entradas de cine. Acumulo unas cuatrocientas entradas desde 1996 —2 de febrero, Ace Ventura: Operación África—, perfectamente clasificadas y etiquetadas en archivadores de plástico comprados en Muji. Aunque muchas de ellas han ido perdiendo la tinta con el tiempo y solo pueden leerse poniéndolas en un ángulo determinado con respecto a la fuente de luz, no son simples pedazos de papel, y recuerdo a la perfección con quién vi cada película y cómo fue aquel día. Esto último no es cierto, solo recuerdo detalles de unas pocas. Mi memoria, más cerca de los cuarenta que de los treinta y cinco, no deja de deteriorarse, por lo que intento ejercitarla continuamente con recuerdos del pasado con el objetivo de no olvidarlos.

No obstante, en los últimos años, he tendido a no acumular posesiones físicas ni sentir apego especial por nada a lo que yo considere un objeto. En esa categoría entran desde vajilla y cubertería hasta libros, ropa, artículos de decoración y muebles. Todo cambió hace unos años, cuando perdí mi pertenencia más preciada: mi libreta. Desde mi adolescencia, siempre he tenido una libreta de bolsillo donde

iba apuntando ideas, haciendo dibujos y sobre todo haciendo listas. La llevaba conmigo a todas partes y registraba en ella los modelos de coche que había conducido en alguna ocasión, nombres de tiendas llamativos, restaurantes y bares que me gustaban, ideas para cortos, las chicas con las que me había besado. Cuando desapareció, estuve deprimido durante semanas, hasta que decidí seguir adelante. Me di cuenta de que si podía sobreponerme a la pérdida de algo con un valor sentimental tan grande y totalmente irremplazable, el resto tenía una importancia relativa y era prescindible.

Parece que el ser humano tiende naturalmente a acaparar pertenencias en el sedentarismo. La existencia de programas de televisión y tutoriales en los que se enseña a deshacerse de lo no esencial lo demuestra: lucharás contra ello, no querrás tirar la mitad de tu ropa aunque no la uses jamás, porque es tuya, porque la has comprado con tu dinero, con tu esfuerzo, trabajando en una oficina de lunes a viernes de ocho a cinco, pero acabarás sucumbiendo al encanto de esa mujer japonesa que te obliga a deshacerte de los objetos que no te produzcan chispas de felicidad.

Existía una práctica común entre los nativos americanos del sur de Alaska y regiones adyacentes hasta finales del siglo XIX que consistía en la obtención de estatus social a través de donaciones a jefes rivales o de la destrucción de bienes materiales como alimentos, pieles o incluso viviendas. Esta rutina se conoce como potlatch. La teoría del potlatch es que si se puede agasajar a un enemigo con un enorme festín para toda su tribu o llevar a cabo una ceremonia en la que se echen al fuego grandes cantidades de recursos valiosos, esto representa el poder y opulencia de un jefe, con tal cantidad de riqueza que puede permitirse desperdiciarla. Esta costumbre acababa por conseguir que toda la actividad de los poblados girase en torno al siguiente potlatch y que hubiese que generar recursos dos o tres veces por encima de lo que la comunidad requería simplemente para demostrar el prestigio de su gran jefe.

El ser humano ha sido estúpido desde tiempos inmemoriales.

La próxima vez que visite la casa de mis padres, recogeré todos los artefactos de la exposición que hay organizada en mi pubescente habitación y haré una gran hoguera con ellos en el patio interior del edificio para el deleite de todos los vecinos.

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