La dama de todos los siglos

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Cuenta una leyenda de un churumbel que se había refugiado en un bosque grande, lleno de vegetación verde y frondosa; nacían de él árboles majestuosos tan altos que parecía que sus hojas acariciaban las nubes. En el bosque habitaban diferentes criaturas, tanto nobles y pequeñas como grandes y feroces. Déjame contarte que existía un lago de agua cristalina donde podías ver tu reflejo, y en él habitaban peces de todos colores, que jugueteaban y brincaban todo el tiempo.

Vivían en plena libertad y eran verdaderamente felices... A la orilla del lago yacía una cascada de gran imponencia, sus rocas eran fuertes y pesadas; si las miras bien, parece un gigante de un solo ojo que te mira fijamente, y por su boca brota con gran fuerza y arrojo un torrente de agua cristalina que cae al lago cantando con su fuerza una canción, que recuerdo se tarareaba más o menos así: «chuuufff... chuuufff»; y por la mañana se reflejan en tan majestuoso lago los rayos del sol.

Pero como toda leyenda que cuenta un relato que se transmite de generación en generación, quizá ya he olvidado detalles importantes. Pero espera..., acabo de recordar algo fantástico que voy a contarte, pon mucha atención y despierta todos tus sentidos, sobre todo, el del oído.

Como ya te conté, en dicho bosque se había refugiado un churumbel de escasos 7 u 8 años. Era pequeño, de tez blanca y lechosa, sus cabellos parecían tocados por el sol, sus labios eran como las frambuesas que había en los árboles del bosque; su vestimenta se camuflajeada con el color de la vegetación; sus ojos parecían dos botones que por la noche no podías verlos, de lo obscuro y profundo que eran; aquel niño yacía desencajado de sí mismo, su mirada era vacía; sus ojos, tristes y ausentes todo el tiempo; sus hombros echados para adelante, y caminada como un zombi lento y pasmado. «¿Qué tendría aquel niño? ¿Qué pena puede ser tan grande para acompañar a un inocente como él?», yo me pregunto.

Cuenta aquella leyenda que este retoño se sentó al lado del lago, reposando su cuerpo sobre un árbol fuerte y frondoso, el cual lo cobijó con su sombra, abrazándolo entre sus ramas, cuando de pronto soltó a llorar desconsolado. Fue tanta su tristeza que la fauna no se hizo esperar, y un bello cisne, alarmado y preocupado, le preguntó:

—¿Qué es aquello que te aqueja tanto, querido niño?

—Bello cisne, tengo una gran pena en el alma que no me deja ser feliz, pero tengo miedo de enfrentarla y reconocer mis propias miserias... —contestó el churumbel.

El cisne no se hizo esperar y respondió:

—No te preocupes, vacía todas esas penas en este bello lago, y se hundirán tan profundo que nunca volverán a salir; y tú, querido niño, entonces podrás sonreír.

Y el cisne emprendió su partida.

En ese momento se escuchó una voz que venía de entre las ramas del frondoso árbol, donde el niño reposaba; era el sabio búho que, con voz dura y firme, replicó:

—¡Qué cobardía!, ¡esto no lo puedo admitir!

Aquel niño de inmediato se puso de pie y, con aquellos ojos grandes y profundos, lo miró asombrado y preguntó:

—¿Qué debo hacer entonces, sabio búho?

Aquel animalito lo miró con una mirada tierna y amorosa, extendió sus alas y, cobijándolo, le dijo con decisión:

—No soy yo el que tiene una profunda tristeza, mi querido niño; ese eres tú, yo no puedo hacer nada para erradicarla de tu alma. Solo tú y solo tú puedes resolver ese problema que te aqueja y te entristece. Solo puedo decirte que en la vida la cobardía es tan fuerte como la valentía, pero la decisión que tomes es la que te hará decidir cómo enfrentarás todos los tropiezos de la vida, porque esta pena que te aqueja no será la primera ni la última que tengas que vivir...

Y aquel búho echó a volar.

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