La fruta malograda del naranjal
Álvaro Pérez Capiello
I
Adolfo se levantó temprano. En la calle, aparecían algunas
personas, en su mayoría trabajadores de las fábricas que se congregaban en las aceras buscando refugiarse del temporal. La ciudad estiraba las piernas desde su lecho preferido situado a las faldas de la montaña. Latas oxidadas, pedazos de cartón viejo y algunos pedruscos eran arrastrados por las avenidas como guiados por una mano invisible. Las grúas, emplazadas en el terreno vecino, se aferraban al esqueleto de un edificio a medio construir que atesoraba con celo trozos del paisaje natural a los que el intelecto debía buscarles sentido. Para Adolfo, la ciudad representaba una apuesta que dependía del crupier cósmico y de la suerte. En su caso, los resultados no siempre le habían favorecido, al menos en lo que al amor se refería… Se casó, ocho años atrás, con una 9
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mujer bastante menor que él. Tenía los senos firmes, la boca bien pintada sobre el rostro, y los cabellos negros como el hollín de las chimeneas. Por una cuestión difícil de explicar, vestía siempre de negro… A veces, usaba faldas cortas y blusas de seda con amplios escotes que resaltaban sus atributos físicos. Otras, en cambio, ella prefería los trajes enterizos de líneas clásicas acompañados por alguna chaqueta provista de cremallera o de botones. Cualquiera diría que a Edwina le sentaba bien aquel «no color», expresión que muchos utilizan para caracterizar al negro, pero, más allá de ello, verla así trajeada excitaba a Adolfo de una forma peculiar. Solo imaginarla entornada por un tejido negro, bien sea de lana o de algodón, desataba en él una pasión arrolladora e imposible de controlar. Durante los años que duró su matrimonio, hicieron el amor en los lugares más disparatados… En baños públicos clausurados, en una góndola de una rueda de feria abandonada, sobre el capó del coche, en el mesón de granito de la cocina y, a caballo, entre la copiadora y el tablero eléctrico de la oficina. Después de tales escarceos amorosos, Adolfo terminaba desaliñado y sudoroso, como un caballero que acababa de protagonizar un fiero combate en contra de la realidad, pero Edwina ni siquiera exhibía un cabello fuera de su puesto. Siempre esbelta, silenciosa y sutil, se comportaba como una dama en todo el sentido de la palabra. Era poco lo que Adolfo conocía sobre su esposa, pese a que permanecieron juntos durante varios años. La familia provenía de un pueblo situado al suroeste del país, muy 10
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cerca de la frontera. Aquellas personas eran de poco hablar, cosa bastante rara en estos tiempos… Se diría que estaban llamadas más a la reflexión que a la acción. Sus ancestros habían sido agricultores. Debido en parte a la topografía del terreno, y a las condiciones impuestas por el clima, cultivaban la patata, coliflor, lechuga y remolacha en abundancia. Adolfo compartió un breve tiempo con los suegros el día de la boda y, dos años después, los hospedó en su casa con ocasión del nacimiento del primogénito. El padre de Edwina tenía la piel reseca, el rostro enjuto coronado por cabellos grises que se desprendían en cascada desde la frente. Sobresalían sus ojos saltones y aquellos dientes amarillentos que se asomaban entre la carnosidad de los labios como si fuesen estacas a punto de hundirse en tierra abonada. Masticaba sus alimentos con gran cuidado y, para ser un granjero acostumbrado a las labores del campo, comía poco. Eludía las carnes rojas y los alimentos en extremo picantes, decantándose por las verduras cocidas al vapor. No bebía alcohol, a excepción del vino mezclado con agua, y esto solo en los almuerzos familiares. De cualquier forma, Adolfo jamás lo vio tomarse más de una copa. Si su suegro era peculiar, la madre de Edwina no se quedaba atrás… De contextura robusta, lo observaba todo detrás de sus lentes con montura de carey. Tal vez, el único rasgo sobresaliente de su cara era una verruga coronada por dos pelos lacios que describían un ángulo de cuarenta y cinco grados respecto de la boca. Se la pasaba sostenien11
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do una bolsa de tela con un tejido a medio completar del cual afloraban dos largas y filosas agujas. A Adolfo le parecía que aquella labor manual no progresaba o, al menos, no al ritmo que le imprimía su dueña con el movimiento de los dedos. Tal vez, era una simple excusa para permanecer sentada escuchando las conversaciones ajenas que se sucedían a su alrededor. Si esto era así, ¿qué se podría esconder detrás de aquella manía? Lo más seguro era que se tratase de simple curiosidad asociada a la edad. Cuando vino al mundo Carlos Gustavo, Adolfo demostró que no sería un padre convencional desde el mismo momento que declinó bautizar al pequeño con su propio nombre. Ello, rompió una tradición familiar que se remontaba a tres generaciones. La idea, desde luego, no puede atribuírsele por entero a él. Su esposa Edwina tenía sus propios planes y bastó una sesión de buen sexo en el jardín trasero de la propiedad para arreglarlo todo. El niño pesó un poco más de tres kilos en el instante del alumbramiento y tenía la frente de su padre. De Edwina, heredó la boca y la forma de la cara. En verdad, era un muchacho saludable en todo sentido que dormía mucho al igual que todos los bebés recién nacidos. Para bautizarlo, no acudieron a la iglesia del Cristo Redentor donde Adolfo escuchaba la misa dominical desde la más tierna infancia. El cura de la parroquia, el padre Ángel, quedó devastado por la decisión de los parientes de Carlos Gustavo. Él se hallaba unido a la rama paterna no solo por la fe que com12
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partían, sino por vínculos de sangre, pues la tía Ermilde había desposado al abuelo de Adolfo que, como era de suponerse, también llevaba el nombre de Adolfo seguido del epíteto «el Viejo», para así diferenciarlo tanto del padre como del nieto. En «petite comité» habían resuelto realizar una discreta ceremonia oficiada por un ministro vinculado a la familia de Edwina. Él se había criado en el mismo pueblo de alta montaña de los suegros, aunque por aquellos días ya no residía allí. En un bosque, ubicado a unos quinientos metros de la propiedad, fue dispuesta una pequeña mesa vestida con un mantel blanco bordado con racimos de uvas que fungiría de altar. Frente a él, doce sillas plegables de madera albergarían a los invitados, solo los parientes cercanos y algunos amigos íntimos. El padrino del niño sería Roderick, el único hermano sobreviviente de Edwina, y la madrina, una tía lejana a la que llamaban simplemente Bea, forma abreviada de su verdadero nombre: Beatriz. La ceremonia del bautizo tuvo lugar un viernes de febrero, pasadas las ocho de la noche. Los parientes de Edwina se referían al acto en sí mismo como «Rito de Iniciación». El bosque principiaba en una colina que discurría a lo largo de un sendero iluminado por algunas farolas. En lo fundamental, era un camino vecinal que partía de la carretera principal y se extendía por dos o tres bloques de casas. La porción más próxima al sendero, estaba cubierta por maleza y árboles de regular tamaño, en especial frutales como manzanas y pomelos. Pero, a medida que la vista se elevaba sobre la colina, 13
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aparecían las copas de los pinos y abetos que, en aquella particular época del año, se encontraban cargados de piñones. La familia eligió un claro en la espesura. En aquel lugar se podía escuchar el fluir de las aguas de un río poco caudaloso que serpenteaba por el bosque a medida que descendía, colina abajo, hasta toparse con el mar. Año tras año, algunos deportistas lo usaban para sus prácticas de canotaje, aunque también era un lugar reconocido entre los lugareños por su pasado siniestro… Fue el sitio predilecto de los suicidas que se lanzaban contracorriente desde una gran roca emplazada al borde de un acantilado. La muerte ocurría de inmediato, provocada por el impacto de las zonas blandas del cuerpo con los filosos peñascos amontonados al fondo de la garganta al igual que los colmillos de una serpiente de cascabel. Si el deceso no estaba asociado directamente con las contusiones recibidas, sucedía por simple inmersión poco después. Aún hoy, Adolfo recuerda a la perfección aquel día un tanto nuboso que fue escenario de algunos chubascos dispersos durante las primeras horas de la noche. El aroma de la hierba mojada penetraba con sutileza las fosas nasales y otorgaba al ambiente una sensación de frescor que contrastaba con el calor experimentado en las horas vespertinas. Bea llegó temprano, usaba un turbante de seda natural estampado con vivos colores y diseños que reproducían el sol y la luna en sus diversas fases. Todo en ella lucía exagerado, empezando por el maquillaje… Su piel era aceitosa y los labios sobresalían al igual que dos inmensos promon14
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torios sobre el rostro. Las largas pestañas se arqueaban en dirección a la frente en actitud penitente, mientras que las pulseras amontonadas sobre su brazo derecho componían una melodía que reproducía el tañido de las campanas de una catedral. Poco antes de iniciar la ceremonia, Adolfo se quedó ensimismado ante la contemplación de sus sandalias de cuero negro con trabillas metálicas que, a duras penas, dejaban al descubierto el dorado original entre las numerosas oxidaciones que carcomían la superficie. Era, quizá, una puesta en escena, la visión macabra de la enfermedad que corrompía el metal hasta despojarlo de toda esencia poética. ¿Tal era la suerte que les deparaba el destino a los hombres y mujeres que le aventajaban en edad, en amores y en sueños compartidos? Quién sabe, quién podría saberlo…
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II
El motor del coche rugía por la carretera, mientras una
densa nube de humo salía despedida de los tubos de escapes. El paisaje montañoso se hallaba salpicado de pequeñas construcciones de piedra con techos a dos aguas. La vegetación baja creaba un mosaico abstracto bajo el cielo gris propio de esta época del año. Edwina jugueteaba con un viejo encendedor a gas marca Robson mientras tarareaba una antigua melodía. Sus ojos se enfocaban directamente sobre el parabrisas del vehículo, cualquiera diría que el paisaje la hubiera hipnotizado… Adolfo levantó el pie del pedal del acelerador y dejó que el coche recorriese los metros que le separaban de una vieja estación de gasolina localizada a la diestra de una valla publicitaria con el logo de una conocida marca de cereales. El viento agitaba el metal oxidado del 17
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cartel como si fuese una baraja sostenida por las expertas manos de un tahúr. Tal cosa provocaba en el ambiente un sonido peculiar, como de dos espadachines lanzados en una lucha frenética por el amor de una doncella. Los cauchos resbalaron por el suelo repleto de guijarros hasta que se detuvieron a un costado del surtidor rojo coronado por un globo de porcelana con la marca Shell. Parecía que hubiesen viajado en el tiempo desde el mismo instante en que avistaron aquella antigua valla publicitaria. Edwina fue la primera en descender del vehículo… Una sonrisa disimulada apareció en su rostro mientras acomodaba los cabellos que sobresalían de su sombrero. Definitivamente, ella se sentía en casa y ninguna parte del cuerpo podía negarlo. Adolfo la invitó a entrar en la tienda de comestibles emplazada al fondo de la gasolinera mientras la manguera surtía de combustible al Ford. La estructura de aquel establecimiento estaba conformada por columnas y vigas de madera de pino a las que se unían tablas barnizadas de variado espesor para componer los pisos y paredes. Cuando ambos entraron, salieron a su encuentro nubes de polvo y notas musicales que juntas componían una melodía similar al tic tac de los relojes. Decenas de latas de sopas concentradas, panes salpicados por semillas de ajonjolí, multitud de especies y sacos repletos de granos, colmaban los anaqueles. Un ventilador de cuatro aspas giraba y giraba, creando una corriente de aire sobre el granítico mostrador en el cual reposaba la caja registradora Remington. El encargado de aquel excéntrico local era un 18
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viejo montañés llamado Tobías Campbell. Un sencillo examen de su indumentaria revelaba descuido y acaso también malos hábitos de aseo. —Chicos, ¿qué les trae por estas montañas? —habló el encargado de la tienda masticando una caña de bambú. —Venimos a visitar a los suegros —aclaró Adolfo. —Esa cortesía no es propia de estos tiempos —prosiguió el hombre tras el mostrador mientras daba un par de vueltas a la manivela de la caja registradora—. Yo conozco a casi todos por aquí, ¿cómo se apellidan los señores? —Miller. —¿Entonces tú eres el yerno de Damián Miller y de Gretchen? De veras que el mundo es pequeño… Seguro, pues, desposaste a Edwina, la revoltosa niña que entraba a la tienda buscando mis famosas canicas de caramelo. —Veo que pocas cosas han cambiado por aquí desde aquellos días —continuó Edwina elevando innecesariamente el tono de su voz—. ¿Todavía tienes tu viejo fusil Winchester con su cajón de latón? —A punto para dispararles a los contrabandistas —respondió el encargado—. Aunque eso ya es solo un simple dicho. La población ha disminuido con los años. De aquí hasta el pueblo más próximo podemos contarnos con los dedos. Adolfo culminó su recorrido por el pasillo principal que exhibía algunos estropajos y panelas de jabón artesanal para detenerse al frente de la registradora. Desde este punto, se advertían los rasgos fisonómicos de Tobías, junto a varios cartel 19
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Una reflexión sobre el peligro de dejarse llevar por las apariencias.
ISBN 978-84-19106-34-6
En la banca de un parque, Adolfo conoce a Edwina Miller. La excéntrica mujer, viste siempre de negro, y posee una constelación de no menos singulares parientes, residenciados en un enclave de alta montaña, cercano al pueblo de Battle Creek. Un viaje, para visitar a los suegros, se transformará en una auténtica pesadilla donde nada resulta ser lo que aparenta. Adolfo deberá usar toda su astucia y sus habilidades como reportero para intentar escapar de un complicado laberinto de rituales mágicos, extrañas desapariciones, y contaminación de los cursos de agua por procesos industriales sin supervisión Estatal. Al final, la trama se estructura en torno a aquella desconocida, que comparte el lecho con Adolfo, y que acabó pariéndole un niño, pese a ser solo la fruta malograda del huerto de los Miller.
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