¿Qué era esa cosa tan blanca y redonda?
Señaló con el dedo índice su gran descubrimiento.
—La Luna. Eso es la Luna.
—¿Nuna?
—La Luna, sí —repitió la mamá con dulzura—. Luna, lunera.
Martín miró de nuevo la Luna. ¿Vendría todas las noches?
¿Podría tocarla, olerla, comérsela?
La noche siguiente, la Luna seguía allí.
Luna, lunera, cascabelera.
Martín quería alcanzarla. Estiró su bracito. Se puso de puntillas. Y se subió al cajón de los juguetes.
—Nuna mía —decía Martín.
—La Luna no es de nadie —respondió su madre echando a reír.
Y luego otra vez lunes, martes, miércoles, jueves, viernes.
Martín la miraba y la miraba con ojos de asombro. Y la Luna se hacía cada vez más pequeña.
«Luna, lunera. Cinco pollitos y una ternera».