

Se había posado un saltamontes en la mosquitera de Felisa, del País de Piedra Lisa. Ahora intentaba también trepar por ella una atrevida mariquita.
—¡Quita, pequeño monstruo de pacotilla! —dice la princesa.
—¡No me da la gana, señorita macarrilla! —le responde el saltamontes.
—Y tú, María de los Lunares, ¡ve a bailar flamenco a otros lugares! —dice la princesa.
—¡No me envíes a esos sitios tan singulares; vete tú a comer un bocadillo de calamares! —contesta la mariquita.
Los tres personajes siguieron discutiendo en el jardín. La princesa maliciosa se cansó y propinó un manotazo a sus contrincantes, que cayeron a un huerto colindante. A Felisa siempre le habían disgustado los

insectos. Y, como tenía un carácter caprichoso, pidió que le hicieran una mosquitera para que ninguno de ellos se posara en su pomposa cabellera. Tampoco deseaba tocarlos; siempre llevaba sus manos vestidas con unos guantes confeccionados con sedosas hileras entretejidas. Pero ¿quién confeccionaba los guantes de la princesa?

Bonifacio capitaneaba una panda de ociosos y minúsculos bichejos. Así se llamaban los cuatro elementos: Florencio, Prudencio, Constancio e Inocencio. Les gustaba acomodarse en las cabezas humanas que estuvieran siempre sanas y perfumadas. Bonifacio, el Bonachón, dirigía la legión. Florencio saltaba y buscaba hasta encontrar la cabeza más adecuada. Prudencio, el más prudente, inspeccionaba hasta los pelos de la frente. Constancio, el Constante, constataba la comida que quedaba. Inocencio, el más inocente,

ni siquiera se fijaba en la gente. Pasaban los días jugando, comiendo y durmiendo hasta que, una mañana, Bonifacio decidió que debían viajar a otras melenas de diferentes nenes y nenas. Se pusieron en marcha. Cada noche pernoctaban en frondosas cabelleras hoteleras, bien aseadas, peinadas y acicaladas.
Pasaron semanas y, un día, aterrizaron en un moño ostentoso y chillón. Habían llegado a un parque temático que molaba un montón. Fue entonces cuando nuestros pequeños rufianes conocieron a Felisa de Piedra Lisa. Hecha una furia estaba la chica. En su moño primoroso, cinco diminutos piojos se partían de risa. Como ya sospecharéis, esos cinco risueños eran Bonifacio, Florencio, Prudencio, Constancio e Inocencio. Pero ¿cómo pudieron los piojos conquistar el pelo de la princesa? Diez minutos antes, la niña paseaba por el jardín. El aire comenzó a soplar con fuerza y la mosquitera salió despedida a la era. Felisa imploraba la presencia de su peluquero altanero que, con mucho esmero, le quitó los cinco piojos pendencieros. Fueron estos conducidos al calabozo, que era un espacio pequeño de cristal. Allí esperarían a la princesa y a su séquito real.
—¡Pequeñas sabandijas! ¿Quién os ha dado permiso para acampar en mi pelo sin preguntar? —dice la princesa.
—¡Mirad a la remilgada estirada preocupada por nada! —contesta Bonifacio.
—Somos unos pobres santurrones, en busca de nuevas emociones —añade Prudencio.
—¡Pues emociones os daré yo! Os construiré un calabozo mayor, donde confeccionaréis mi colección de guantes alucinantes. Descansaréis y comeréis anudados a la crin de la yegua María Pilín. ¡Felices sueños, alborotadores santurrones! —les dice la princesa.
—¡Jo! Pediremos clemencia a la justicia, señorita espiga encolada, y nos veremos las caras, cara de pipa pelada —responde Florencio.


—¡Despierta, Felisa! Y te doy un bizcocho a las ocho —dice Rigoberto.
—¡Mentiroso! Tú no eres pastelero, señor relojero —le responde la princesa.
Todas las mañanas, Rigoberto, el Tuerto, tocaba diana con ganas. Era el reloj más antiguo y vanidoso de todos los relojes de la corte. La princesa se estiraba y bostezaba mientras alguna de las doncellas llegaba. Al no conocer a ningún niño, por vivir en un monte lejano, pasaba su tiempo revoloteando junto a los trabajadores más cercanos.
