Érase una vez, en un lugar no muy lejano, una granja donde no había animales, sino manzanas. Unas manzanas que no eran para comer, sino para hacer sidra. Miraras por donde miraras, había manzanos. Pero no eran todos iguales. Había uno que destacaba por encima de los demás. Su tronco era tan grande como diez niños cogidos de la mano haciendo un corro alrededor de él. En primavera sus ramas se llenaban de hojas verdes y flores.
Unas flores que al principio eran rosadas, luego blancas como las nubes de verano, y poco a poco se transformaban en una pequeña bolita que iría creciendo y creciendo hasta convertirse en una manzana. En aquel frondoso árbol vivían las mejores manzanas de la granja. Eran grandes, rojas y brillantes. Allí también vivía la protagonista de nuestra historia, pero a diferencia de las demás, no era grande, roja y brillante. Era más bien pequeña, flacucha y de color pardusco.
Algunas de las manzanas que crecían cerca se reían de ella: —¿Tú, una manzana de la sidra? Me parece que te has equivocado de árbol. De ti no sacarían ni un dedal de jugo, ja, ja, ja... La pequeña manzanita se ponía triste y se escondía detrás de las hojas para que nadie la viera. Pero su compañera de rama, una preciosa manzana roja con toques verdes, la consolaba: —No les hagas caso, pequeña. Tú tienes menos carne, pero más corazón. Y guiñándole un ojo, la animaba a salir de su escondite para dejarse acariciar por el sol.