Unai vivía con su abuela de larga melena gris, en una ciudad gris. Todas las noches al acostarse, su abuela le contaba una historia llena de luz y color. Le hablaba de los árboles y la montaña, de los ríos y los valles, de cómo era el mundo antes de todo. Unai se dormía con sus ojos ciegos contemplando el azul de un cielo bellísimo y el vuelo de un pájaro, el murmullo de un arroyo y el canto de la cigarra. Y sonreía.
Duma era una gran bola de pelo gris con una máscara blanca alrededor de sus ojos. Como muchos otros perros en esa ciudad triste, sobrevivía con restos de comida que su buen olfato encontraba. Estaba solo. Nunca sintió el amor y el cariño de un humano. Su mundo era tan gris como el lugar donde vivía. Sin embargo, cada vez que cerraba sus negros ojos, todo empezaba a cambiar. Se sentía tan feliz al soñar que muchas veces no quería despertarse. Corría por un bosque y retozaba junto a un río. ¿Qué más podía pedir un perro?
Un buen día, la abuela de Unai, antes de contarle una aventura nocturna, le susurró: —Unai, esto que te voy a dar es muy, pero que muy especial.
Es mi tesoro. La abuela de larga melena gris le entregó un objeto redondo. «Parece un despertador pequeñito», pensó palpándolo. —Abuela, no sé lo que es —respondió Unai. Unai estaba inquieto y curioso. Mordió esa cosa redonda y fría. La olió pero no le supo a nada y tampoco escuchó sonido alguno al llevársela al oído. —Cielo, es una brújula. Te orienta donde quiera que estés. Me guiaba cuando me perdía en la montaña. Es… mágica. Y ahora que cumples seis años te ayudará a ti también.