La tienda de Salva

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Salva tienda La de

iLUSTRADO POR: Claudia CaÑada Echevarne

Almendra Vila

CAPÍTULO 1

La llegada de los hámsteres

—¿Y a este pequeñín, qué nombre le pondremos? —se preguntó Salva—. A ver, a ver… ¡Ya lo tengo: te llamarás Kiwi!

Y así fue cómo Salva le puso nombre a nuestro protagonista, un pequeño hámster con el pelaje marrón, parecido a la piel de un kiwi, y con un pelo blanco y fino que le recubría la cola, las patitas, la barriga y el contorno de la boca. Los ojos, negros y brillantes, recordaban a las semillas de los kiwis.

Aquel día Kiwi llegó a la tienda dentro de una jaula de plástico no mucho más grande que

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una caja de zapatos, que compartía con sus cinco hermanos.

Al hermano más regordete, Salva le puso de nombre Bola. Al que hacía girar más rápidamente la rueda lo llamó Turbo. Al más peludo, Algodón. Al que tenía el color de pelo más claro, Maíz. Y al más oscuro, Carbón. Cuando Kiwi escuchó su nombre, le pareció que le había tocado el más bonito de todos.

A pesar de que Kiwi había nacido el mismo día que sus hermanos, no lo parecía, porque él era mucho más pequeñito. No comía mucho, y por eso no tenía el peso que le correspondía por su edad, unas tres semanas.

Solo hacía un día que lo habían separado de su madre y sus hermanas. Kiwi las había añorado mucho, pero cuando vio a Salva, ya no volvió a pensar en ellas. Enseguida se sintió cautivado por aquel home de rostro afectuoso.

Salva era un hombre mayor, de estatura media y cabello canoso. A pesar de su edad, se conservaba bastante bien. Su cara relucía como la luna, y los ojos le brillaban como si estuvieran llenos de estrellas. Pero lo que más caracterizaba a Salva era

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la sonrisa, que llevaba continuamente dibujada en los labios. La gente que entraba en la tienda siempre salía maravillada por su amabilidad y simpatía.

A Salva le gustaban mucho los hámsteres porque de pequeño había tenido uno de mascota y le había quedado muy buen recuerdo. Esto, unido al hecho de que era una buena persona, dio pie al inicio de una relación especial con Kiwi. Por otro lado, como Kiwi era un animalito muy dócil y amoroso, enseguida le cogió confianza.

Salva colocó la jaula de los hámsteres encima de una mesita alejada del escaparate. Como los hámsteres se pasan la noche en vela y duermen durante el día, estarían a gusto en ese rincón de la tienda, donde casi no les daría la luz del sol.

Cada noche, después de cerrar, Salva limpiaba las jaulas y daba de comer a los animalitos. Cuando acababa, solía coger a Kiwi, que de todos los hámsteres era el primero en despertarse. Salva se sentaba en una silla y, mientras recuperaba fuerzas, le dejaba correr por el suelo de la tienda, que era de baldosas de granito. A Kiwi le encantaba esconderse detrás de los sacos de pienso. Des-

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pués de olfatearlos durante un rato, asomaba la nariz poco a poco para ver si Salva lo buscaba. Cuando le veía hacer esto, Salva se echaba a reír y Kiwi se sentía muy feliz.

Acto seguido, Salva le daba alguna cosa para roer. De costumbre, dejaba un puñado de pipas delante de la silla, y Kiwi se acercaba para comérselas. De vez en cuando, también le dejaba alguna cosa más jugosa: media uva, un trocito de manzana, un florete de brócoli o incluso un cuscurro de pan.

Mientras Kiwi comía, Salva le explicaba historias de cuando era pequeño y de cómo se había ido haciendo mayor. A lo largo de su vida, Salva había soñado muchas cosas, pero solo había conseguido hacer realidad unas cuantas. Aun así, estaba satisfecho porque los últimos años había podido dedicarse a lo que siempre había querido: tener su propia tienda de animales.

En la tienda de Salva, todos los animales eran bien acogidos y también bien tratados, al margen de su aspecto.

—¡Grandes o chicos, claros u oscuros, peludos o pelones, con caparazón o plumas, todos for-

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máis parte de esta tienda y algún día encontrareis a alguien con quien compartir vuestra felicidad! —cantaba a menudo para animar el ambiente.

Sin embargo, a Kiwi no le hacía ninguna gracia pensar que algún día entraría alguien y se lo llevaría lejos de Salva. Por esta razón no se esforzaba ni pizca cuando entraba un cliente interesado en un hámster. Si veía que alguien se acercaba, corría como un rayo a esconderse bajo las virutas de madera y papel que formaban el lecho de la jaula, o bien se acurrucaba hasta desaparecer del todo detrás del platito de la comida. Había veces que Salva no lo veía, pero cuando lo descubría, abría la tapa de la jaula y lo cogía. Riendo, comentaba a los clientes lo que era capaz de hacer Kiwi: correr durante horas en la rueda, excavar un nido en la jaula, llenarse las mejillas de comida y, sobre todo, escuchar con atención a la gente. Aun así, Kiwi estaba de suerte. Por alguna curiosa razón, los clientes que se decidían a comprar siempre acababan llevándose a alguno de sus hermanos.

Kiwi no tardó en darse cuenta de que a Salva le pasaba alguna cosa extraña. A menudo se olvi-

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daba de limpiar alguna jaula, de cambiar el agua o de ordenar el material nuevo que había llegado. También había veces en que no recordaba dónde había guardado las cosas, cómo abrir la caja registradora o el final de las historias que le explicaba. Kiwi estaba muy preocupado por Salva, pero, desgraciadamente, no podía hacer nada para ayudarle.

Un día, mientras Salva charlaba con Kiwi, se sacó del bolsillo un botecito de plástico lleno de unas pastillas rosadas.

—¡Ay, Kiwi, el cerebro ya no me funciona como antes! —le dijo Salva con voz triste mientras abría el botecito para después tragar una de aquellas pastillas.

«Hiiic, hiiic», soltó Kiwi como si él también las quisiera probar.

—Saben a fresa —comentó Salva—. Si todavía estás conmigo cuando llegue la temporada de las fresas, te traeré algunas para que las pruebes. ¡Ya verás como te gustarán!

Kiwi intentó imaginar el sabor que debían tener las fresas y también cómo debían ser. No había visto nunca ninguna, pero si olían igual que la

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Suricatos

Salva regenta una tienda de animales. Entre sus mascotas está Kiwi, un hámster más pequeño que la media, con quien tiene una relación muy especial. Sin embargo, Salva empieza a perder la memoria y pronto no puede hacerse cargo de la tienda. Quien lo sustituirá es Carlota, una mujer que no tiene ninguna intención de velar por el bienestar de Kiwi y los demás animalitos, tan peculiares como él. A partir de aquí, con la ayuda de sus amigos y de una pastilla que lo dota de capacidad lectora, Kiwi tendrá que elaborar un plan para escapar de las garras de Carlota antes de que sea demasiado tarde.

¿Conseguirán Kiwi y sus amigos encontrar un nuevo hogar?

Valores Implicitos:

Los protagonistas de esta historia son unos animalitos que, a pesar de ser menospreciados, serán capaces de luchar por su futuro y vivir una extraordinaria aventura, a través de la cual los lectores podrán aprender valores tan importantes como la aceptación de las diferencias, la autoestima y la confianza en uno mismo, además de la gran importancia que tiene el amor y la amistad en la vida. Por otro lado nos muestra que nunca debemos rendirnos ni perder la esperanza.

A partir de 10 años

babidibulibros.com

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I N S PIR I N G UC R SOI I T Y ISBN 978-84-19904-71-3 9 788419 904713

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