La tierra de los rostros quemados I

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Cecilia Maldonado Gallego





I

Allie♥

U

na pluma titubea en el extremo de mi mano temblorosa y una lágrima silenciosa emborrona la tinta de aquellas palabras que tanto me cuesta reconocer. Observo a través del ventanal el mundo exterior, un universo que se me antoja cada vez más difícil. Tras varios minutos sin moverme levanto la mirada y abro el cajón de los recuerdos, en el que me espera una caja llena de papeles arrugados, desordenados, emborronados... Doblo la hoja, pongo la fecha de aquella madrugada de junio y la deposito con cuidado sobre la montaña de pliegos que se han ido acumulando a lo largo de los años. Ya es hora de dormir, no me atrevo a mirar el reloj pero intuyo que pronto va a amanecer y debo descansar para empezar con energía el primer día de verano. Una vez en la cama empiezo a dar vueltas sin parar, no encuentro la postura y acabo observando, sin más, el reflejo de las luces de la ciudad sobre el techo anodino de mi cuarto. Acabo encendiendo la luz de la lámpara de la mesilla de noche, cojo mi libro preferido «Orgullo y Prejuicio» y comienzo a leerlo por novena vez. Pronto se me cierran los ojos y caigo rendida a ese sueño que se repite noche 5


tras noche en mi mente. Entre la penumbra me descubro a mí misma perdida en medio de un campo de maíz segado buscando a alguien, aunque jamás llegué al final del sueño para descubrir de quién se trataba. A la mañana siguiente una canción suave y melódica me hace volver al mundo real. Es hora de empezar un nuevo día. Con los pies descalzos sobre la madera cálida camino hacia el baño y me lavo la cara para poder refrescarme y despejar todos mis sentidos. Cuando seco con cuidado mi cara y miro al frente, veo a una chiquilla que repudia su reflejo. Esa mañana tengo ojeras y la mirada perdida, como siempre. Hace un calor infernal, así que no me pongo las zapatillas y bajo en pijama hasta el piso de abajo sorteando los obstáculos de las escaleras medio adormilada. Una vez en la cocina preparo dos tazas con leche aderezadas con un poco de cacao y subo de nuevo las escaleras con sumo cuidado para no derramar todo el desayuno por el camino. Abro como puedo la puerta contigua a mi habitación y me adentro en un lugar oscuro pero libre de misterio. Me siento terriblemente segura, pues a pocos metros de mí se encuentra la persona que más aprecio en el mundo. Me acomodo en el borde de la cama y le acaricio el hombro para despertarle como solía hacerlo nuestra madre cuando éramos unos mocosos consentidos. Es hora de comenzar el día para los dos, sí, los dos, aunque a veces nos sentía en singular. Entre lamentos y con los ojos anegados de legañas cogió su taza con cautela para acompañarme, una mañana más, en aquel desayuno con vistas a la ciudad. Álex es mi hermano, mi confidente, mi compañero de batallas, mi familia… En resumen, mi mundo. La única persona del universo con la que podía conectar durante horas sin que hiciese falta decir nada. Aunque Álex fuese la persona más inexpresiva que conocía, no necesitaba sus palabras para entender lo que sentía. Jamás fue necesario, tampoco se lo pedí. Los mellizos tenemos 6


ese tipo de conexión que nos convierte en sabios adivinos de los pensamientos de la otra persona. Él era mi otra mitad, mi complemento perfecto. Había sentido en tantas y tantas ocasiones que él era la única persona que me comprendía que, inevitablemente, se había convertido en mi refugio. Y, lamentablemente, era la única persona que no tenía que esforzarse para quererme. Seguramente, la falta de referentes familiares y de cariño hizo que formásemos un pequeño equipo en el que solo existíamos él y yo. Pero esa es otra historia. Una historia pasada. Los rayos de sol suaves pero insistentes de las primeras horas de la mañana, se colaban entre los edificios de la ciudad y daban color a las calles atestadas de coches y caminantes anónimos. Todo el mundo parecía tener prisa: hombres con grandes maletines se abrían paso entre la multitud, mujeres con sus hijos colgando del brazo buscando un taxi libre, niños correteando hacia el colegio, ancianos caminando hacia el parque o en busca y captura de alguna obra, vendedores ambulantes impacientes por persuadir a alguno de los viandantes, conductores enfurecidos que hacían sonar el incombustible claxon de sus vehículos, conductores de autobús ajenos al estrés del exterior... Y entre todo aquel gentío estábamos nosotros dos, apoyados en una pared esperando a que pasara el autobús que nos recogería en el mismo lugar y a la misma hora de siempre. La gente no se detenía a mirarnos, aunque yo tampoco prestaba demasiada atención a lo que sucedía a mi alrededor. Únicamente éramos dos extraños más entre la multitud, dos anónimos más perdidos en medio de la ciudad, no le importábamos a nadie y nada de lo que pasaba fuera de nuestro mundo nos perturbaba. Además, a esas horas seguía con los ojos hinchados y con ganas de volver a la cama. En ese preciso instante de la mañana era cuando me arrepentía de no haberme ido a dormir a una hora prudencial. Cuando el autobús conseguía abrirse paso hasta nosotros, subíamos rápidamente deseando escapar de la marea de personas 7


que anegaba el centro de Valencia a esas horas. Dentro, un hombre delgado y de poca compostura nos cobraba el billete y, sin esperar a que nos sentásemos, arrancaba el autobús bruscamente haciendo que perdiésemos por unos segundos el equilibrio. Si no te habías despertado, aquella era la sacudida que necesitaba tu cuerpo para volver a la realidad. En media hora bajábamos del autobús en la parte oeste de la ciudad dispuestos a recoger nuestro boletín de notas y despedirnos de los pocos o muchos amigos que dejaríamos atrás en aquel centro. Aunque el camino siempre se me hacía eterno, la parada de autobús se encontraba a escasos cien metros del impresionante colegio. Aquel edificio vallado y rodeado de césped recién cortado, pronto formaría parte de nuestro pasado y no sería más que un mal recuerdo. Al entrar en aquella cárcel sin barrotes, un gran recibidor con suelo y paredes de mármol se abría ante nosotros en dos impresionantes escaleras definidas por una trabajadísima barandilla de madera. Sin pensarlo demasiado subimos al piso de arriba y giramos por el pasillo de la derecha donde nos esperaban nuestros compañeros de clase mientras observaban expectantes, en medio de un silencio sepulcral, la puerta que se alzaba ante ellos. Conocía perfectamente el despacho de nuestra tutora y jefa de estudios. Había cruzado aquella puerta en más ocasiones de las que podríais imaginar gracias a mis habilidades innatas de socialización. Mis excompañeros iban entrando uno a uno a recoger sus boletines en los que quedaba plasmado si habían superado o no el último ciclo de Educación Secundaria Obligatoria, un momento decisivo en la vida de todo estudiante. La idea de cambio llegaba a mi mente como un vaso de agua helada, pues sabía que no estaba preparada para una transformación tan grande en tan poco tiempo. Odiaba los cambios aunque estaba segura de que, en esta ocasión, todo iría a mejor. Aun así, me aterraba la idea de salir de mi inestable y desestructurada zona de confort. Llegó mi turno y mi hermano 8


me empujó para alertarme porque yo seguía ensimismada en mis pensamientos. Gracias a mi apellido fui una de las primeras en entrar, dándome vía libre para salir de allí tan pronto como tuviese entre mis manos el boletín de notas y en mi alma la fehaciente esperanza de no volver jamás. No estaba nerviosa, mentiría si dijese lo contrario. Sin embargo, hubiese deseado estarlo porque eso significaría que, por un momento, mi vida dejaba de ser algo tan sumamente calculado y se tornaba en algo emocionante. Al abrir la puerta vi a mi tutora sentada en la mesa, esa mujer con aspecto tranquilo, mirada penetrante y sonrisa permanente. Me entregó el boletín y, para mi asombro, se quedó mirándome detenidamente durante unos segundos. Yo no sabía cómo actuar, conque le di las gracias por todo lo que me había ayudado durante los últimos años y me fundí en nuestro último abrazo. Después de todas las horas que había pasado entre aquellas cuatro paredes recibiendo sus consejos, sabía que la iba a recordar durante el resto de mis días. Estar allí de nuevo perpetuaba los momentos más duros del curso en los que solo quería estar sola y llorar, llorar de impotencia y demostrarle al mundo que yo no era como ellos pensaban. Cuando salí del despacho no pude contener las lágrimas, acababa de despedirme de la única persona a la que había conseguido apreciar durante mis años en aquel centro. La vida del adolescente es enmarañada, aunque de forma estúpida le quitamos importancia a esa etapa en la que, sin duda, desarrollamos la personalidad que nos acompañará durante el resto de nuestra vida. Ella había conseguido adentrarse en mi complejo mundo y había intentado entenderme. Con eso me bastaba para saber que siempre le estaría agradecida. Sin mirar atrás pasé el brazo por la cintura de mi hermano, buscando el apoyo que solo él podía darme en aquel momento, y juntos salimos de allí diciendo adiós a miles de momentos. Cuando estuvimos de nuevo en el autobús eché un último vistazo a través de la ventanilla y un escalofrío recorrió mi 9


cuerpo, era el principio de una nueva etapa. Durante el trayecto que nos llevaría de vuelta al centro de la ciudad no cruzamos palabra, él sabía que debía darme tiempo para sanar mis heridas y dejar atrás todos los malos recuerdos. Necesitaba olvidar para avanzar. Precisaba olvidar las risas, las incesantes burlas, los empujones, las malas caras, los odios… Iba a esforzarme por imaginar que aquella niña frágil que salía llorando de clase un día sí y otro también no era yo, sino una desconocida. Aunque lo había intentado con todas mis fuerzas, el tiempo no había hecho sino minar aún más mis fuerzas y convertirme en el blanco fácil de mis compañeros. Jamás había alcanzado a entender qué era aquello que había hecho tan mal, el porqué yo no tenía derecho a la amistad o a relacionarme con nadie. No fue algo específico, jamás nadie me llamó fea, ni tonta, ni gorda, ni creída, ni hipócrita. Simplemente mi historia de chica normal se truncó y pasé a ser el bicho raro de mi entorno. Y, al final, si escuchas tantas veces que eres un bicho raro te lo acabas creyendo. Eso es lo que me pasó a mí. A pocos metros de la parada de autobús se abría paso una gran puerta de madera con acabados dorados, dando la bienvenida al portal de nuestra finca. Como siempre, cogí el ascensor para dirigirme al último piso mientras mi hermano corría sin aliento por las escaleras intentando, sin éxito, llegar a casa antes que yo. En casa nadie aguardaba nuestro regreso. La casa permanecía en silencio, tan solitaria como de costumbre. Entré tranquilamente detrás de mi enérgico hermano que corría escaleras arriba soltando la mochila por el camino y tropezando varias veces con sus propios pies. Seguramente estaría desesperado por jugar a alguno de esos videojuegos que nuestro padre le había traído de su último viaje a Japón. Pero yo no tenía prisa por hacer nada, era verano e iba a tener dos meses para hacer lo que quisiera. Dejé la mochila junto al escritorio y, sin más alegría de la que acostumbraba, me dejé caer sobre la cama. Por fin era verano. 10


Pero ¿qué más me daba que fuesen vacaciones? Otro verano más en casa sin nada interesante que hacer, discutiendo con mi hermano por el volumen de la televisión, matando el tiempo cotilleando la vida de los inquilinos del edificio de enfrente y pensando en mis cosas. Yo adoraba la rutina y el verano era una especie de castigo malévolo que solamente disfrutaba durante las semanas que pasábamos en el pueblo. Allí sí tenía amigos, podía ver a mis abuelos maternos y me sentía libre paseando y sentándome en las praderas a escribir y a escuchar música. Nunca lo había comentado con nadie porque me daba vergüenza reconocerlo, pero lo que más me aterrorizaba era la soledad y, sí, me sentía demasiado a menudo vacía. Era afortunada por tener a Álex, no podía negar que compartir la vida con él era un regalo. Sin embargo, a veces pensaba, ¿ya está? ¿Esto es todo? Me tenía que conformar con su compañía y con las llamadas de mis abuelos cada noche. ¿De qué servía tener todo lo que quería? ¿De qué servía tener un padre que ganaba tanto dinero si no podía disfrutarlo con él? Con los años aprendí a valorar un beso de buenas noches más que un regalo o más que un «te quiero» por teléfono. «Si realmente me quisieras estarías aquí conmigo para arroparme, para darme cariño y para apoyarme en los momentos difíciles, papá». Al menos, esa era la idealizada imagen que tenía de la figura paterna. El dinero no es más que eso, dinero, y jamás puede comprar la felicidad. Por alguna extraña razón todo lo que rodeaba a mi familia era poco complaciente. Desde bien niña tuve que aprender a convivir con la ausencia casi permanente de mi hermana y de mi padre. Y tuve que aceptar que la imagen de mi madre se representaba cada vez más borrosa en mis adentros. Sin duda, el último era el mayor de mis problemas, estaba segura de que con un referente femenino y protector durante mi adolescencia todo hubiese sido mucho más llevadero, no mejor, pero 11


sí hubiese afrontado las situaciones con más madurez. Al fin y al cabo, nadie me había enseñado a ser mujer, tenía que madurar yo sola a base de decepciones, sin consejos de nadie a quien de verdad le importase. Acabábamos de cumplir dieciséis años y aún no entendía ni el origen ni el rumbo que debía tomar mi vida. Mi madre faltó muy pronto, cuando mi hermano y yo teníamos una edad en la que los recuerdos son más bien difusos y se limitan a un par de momentos y las fotos polvorientas de un viejo álbum. Aunque éramos pequeños y aprendimos a vivir sin su presencia, nos hizo falta en muchísimos momentos de nuestras vidas. Nada, absolutamente nada, fue sencillo cuando ella se marchó y nuestro padre se hundió de tal forma que no se preocupó por saber en qué curso estábamos o las necesidades educativas que teníamos. Comprar los libros a principio de curso, vestirnos y darnos de comer no le convertía en el padre que debía ser. Durante sus viajes de negocios cuidaba de nosotros y de la casa Ivana, tras la marcha de mi hermana mayor años atrás, que huyó a tiempo de las múltiples responsabilidades que se le venían encima. Me hubiese encantado decir que encontré en Ivana el apoyo que necesitaba, pero tampoco fue así, era una mujer sumamente estricta y reservada, es más, en raras ocasiones se relacionaba con nosotros. Aquel verano, tras finalizar el curso escolar, no volvió más. Mi padre decidió prescindir de sus servicios para que fuésemos nosotros los responsables de mantener la casa en condiciones. Según él, ya éramos mayores aunque a ojos del resto del mundo no fuésemos más que unos niños desatendidos. Desde que mi hermana Claudia se marchó de casa mi humor cambió por completo. Comencé a ser arisca y a apartarme de las personas por miedo a que me hiciesen daño. Con mis actitudes incoherentes conseguí alejar a las pocas amigas que tenía en el colegio y, a pesar del dolor, jamás las culpé. Toda la responsabilidad fue mía, su único fallo fue que no supieron entenderme. 12


Desde entonces mi único refugio fue Álex, la única persona que aguantó las noches en vela a mi lado, los llantos, las largas charlas y los abrazos que de vez en cuando rompían con el silencio arrollador que envolvía la casa. Claudia desapareció cuando más la necesitaba, cuando empezaba a crecer y precisaba consejos. Aunque no lo creáis, me puse en su piel para poder perdonarla, pero aún no sé si lo he conseguido. Ahora era voluntaria de Cruz Roja y llevaba cinco meses en Etiopía ayudando a los servicios médicos a salvar la vida de miles de personas. Pero ¿quién me salvaría a mí? A las nueve de la mañana sonó el teléfono. Mi abuelo, Clément, tan oportuno como siempre… Pensaba que todo el mundo se levantaba a las siete de la mañana un sábado de vacaciones. Mi hermano seguramente ni escuchó el sonido ensordecedor del aparato telefónico, pues ni siquiera asomó la cabeza por la puerta de su cuarto. Al otro lado, tan vital como siempre, estaba la voz con ese ligero acento francés de mi abuelo. Eran vacaciones y mis abuelos estaban impacientes por vernos y cuidarnos, al parecer eran los únicos que se preocupaban por nuestro bienestar. Cuando colgué el teléfono fui a informar a mi hermano que seguía dormido sobre el edredón con la pantalla de la televisión en «game over» y el mando entre sus manos. Me compadecí del dolor de cuello que iba a coger, a pesar de que se lo había advertido muchísimas veces y seguía sin hacerme caso. Aquel aparato se había convertido en una arriesgada obsesión que iba a acabar con su salud. A la mañana siguiente cogeríamos un par de autobuses que nos dejarían en la estación del pueblo. Allí, junto al viejo almendro reseco de la carretera esperaría nuestro abuelo montado en su viejo Fiat, que ya no estaba para muchos trotes. Pasé el día guardando la ropa, apilando las cosas que debía llevarme y organizando la casa para que quedase más o menos recogida. Dos meses fuera era demasiado tiempo y no podía dejar ningún cabo suelto. Acabé la 13


tarde sentada frente al ordenador, ensimismada una vez más en la inmensidad de una pantalla inerte. No había mensajes nuevos en el messenger y tampoco había mensajes en el buzón de voz de mi teléfono móvil. Ignorarme y no cruzar palabra parecía ser costumbre últimamente. Perfecto. Quizá esperaba un mensaje de Jaime después de varios días sin saber nada de él. En aquel momento, era mi único amigo y le tenía en gran estima, para mí nuestra amistad lo significaba todo, me hacía sentir menos excluida del mundo y me hacía feliz. Hacía tiempo que no le veía y ese año no había dado casi señales de vida. Mi hermano siempre decía que Jaime era un espíritu libre, que odiaba las ataduras, las reglas, las normas… pronto descubrí a qué se refería. No recuerdo el momento exacto en el que empezamos a relacionarnos, pero sí sé que Jaime siempre estuvo en nuestras vidas, como uno más de la familia. Nuestras abuelas habían sido vecinas desde niñas en el pueblo y eran más que amigas, eran como hermanas. Los veranos de nuestra infancia los habíamos pasado correteando juntos entre las dos casas y las calles del pueblo. Además, vivíamos en la misma ciudad y nuestros padres habían mantenido una relación francamente estrecha desde adolescentes. No obstante, vernos no era tarea fácil, vivían bastante lejos de nosotros y había que cruzar la ciudad y parte del extrarradio para llegar a su urbanización. Las visitas se limitaban a un breve encuentro cada dos meses, no más. Aprovechábamos cuando mi padre volvía de sus eternas aventuras en solitario y quería hablar de negocios con su padre. Llamé a su casa para informarle de que nos íbamos al día siguiente al pueblo pero, como casi siempre, nadie cogió el teléfono. Decidí dejar un mensaje en el contestador y, por alguna extraña razón, me puse nerviosa al marcar aquel número de teléfono. ¿Qué me estaba pasando?

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www.babidibulibros.com

ISBN 978-84-17679-25-5

GINKGO BILOBA


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