Había una ‹vez... ¡truz!», en un lugar muy muuuy lejano, en el país del Siempredetodo, vivía una hermosa princesa llamada Lalinternita. Ella tenía su propia lucecita que solo disminuía su brillo cuando cerraba sus ojitos para descansar por la noche.
Lalinternita tenía su castillo rodeado de viñedos atiborrados de los más bellos, deliciosos y jugosos racimos de ‹porqués»… Su reino se extendía hasta donde las artes aplicadas se convertían en ciencias exactas...
Todo el reino estaba rodeado de brillantes colores vivos y mucha luz.
Sus padres, los Reyes del Arte, eran las personas más habilidosas, artísticamente hablando, que podían existir.
Arthugo, el rey, era el mago de las artesanías y la música, Armolgui, la reina, aparte de ser musa de muchos artistas del reino, incluido su propio esposo, poseía la voz más dulce y armoniosa jamás oída; sus dotes escénicos, habían trascendido los confines de su reino, conquistando los corazones más sensibles del Universo.
Armolgui y Arthugo tenían tres hijos y estaban orgullosos de sus pequeños retoños, los habían educado en el mundo de las artes y la imaginación.
Cada cual tenía sus propios dotes artísticos, que a medida que crecían, se desarrollaban de manera excepcional.
Lalinternita, la mayor de los hermanos, estaba todo el día dibujando las cosas que se le pasaban por su pequeña cabecita iluminada, aplicaba su arte trenzando los cabellos de su madre, haciendo macramé con las colas de los caballos,
generando telares con las largas ramas de los sauces, diseñándoles nuevos atuendos a sus amigos, mascotas y muñecas con las cortinas antiguas del castillo, sábanas en desuso, sacos de patatas e incluso con los costales de café traídos de lejanos reinos.