Las aventuras de Kasaco
El secuestro de la luna
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La Luna brillaba redonda, blanca y grande. Las estrellas fugaces bailaban alegres a su alrededor. Los cometas, con su larga cola luminosa, pasaban entre ella. Uno de ellos, el más grande, paseaba su cola brillante describiendo círculos y eses a su alrededor, provocando admiración. Los vecinos del pueblo salían a la calle a ver esta maravilla de la naturaleza. Era un regalo para ellos.
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Sabían que la Luna, debido al esfuerzo realizado, después de estar tan grande y brillar tanto, se iba quedando cada vez más pequeña hasta irse a dormir y desaparecer para poder recuperar fuerzas. Pero que, al cabo de unos días, volvería a aparecer e ir creciendo hasta hacerse un globo brillante y enorme para alegrarles. No preocupaba su desaparición.
Pero esta vez ese retorno no llegaba, pasaron cinco días y nada, otros cinco y tampoco. Estaban desolados, el pueblo se volvió triste.
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Al ver lo que estaba ocurriendo, el alcalde convocó a todos los vecinos a una reunión para solucionar ese grave problema.
Comenzó su discurso diciendo:
—Vecinos de este pueblo, ante el grave problema que se nos presenta, nos hemos reunido para dar una solución a esta situación. Si alguien puede aportar alguna idea, aquí estamos para oírla.
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Luís, el panadero, se levantó y dijo:
—Podemos mandar un cohete al espacio.
—Se tardan dos años en construirlo. Lo mejor es mandar un dron —respondió el jefe de policía.
El maestro se levantó y preguntó:
—¿Quién manejará el dron?
Todos miraban al jefe de policía, que se hacía cada vez más pequeño en su asiento.
—Lo mejor es mandar un globo sonda —siguió diciendo el maestro.
—El globo no puede subir tan alto –le replicó Luís, el panadero.
Al final todos hablaban y hablaban, y nadie se ponía de acuerdo.
Martín, un niño del pueblo, había estado en la reunión, salió muy triste y pensativo. Él leía muchas historias sobre el espacio, y sabía que existía alguien que cuidaba del orden espacial. Lo había leído en sus libros de aventuras. Claro, si decía algo así en la reunión, seguro que se reirían de él.
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Iba caminando por la plaza, triste y cabizbajo, cuando apareció un ser extraño delante de él.
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—Hola, Martín, me has llamado. ¿Qué te preocupa?
El ser que aparecía ante él era una especie de hombre-pájaro. Tenía en la cabeza, en lugar de cabello, una pequeña cresta. En lugar de boca, un pequeño y ancho pico. Por la parte posterior de los brazos, le salían unas grandes plumas blancas y azules. Las manos terminaban en unos dedos cortos, uñas largas y fuertes. Por el dorso, igualmente, aparecían largas plumas. Llevaba un traje amarillo luminoso, y calzaba unas botas altas color naranja intenso. Si desplegaba sus plumas, seguro que podría volar con facilidad.
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