Las locas aventuras de los pepepaches

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1 PACHE CITY

Era una bonita mañana de primavera. El sol brillaba y el aroma de lavanda me hacía menear el olfato. Al salir a la calle nada hacía presagiar que mi semana iba a torcerse como la Torre de Pisa.

La brisa fresca me acariciaba los bigotes y mi cola anillada ondeaba a su ritmo. Estrenaba traje y sabía que en la comisaría todos iban a darse cuenta. Tenía ganas de ver la cara de Mac. Seguro que se sacaría la gorra, haría una reverencia y diría: «¡Uuuuy, Pepe, pero qué elegancia!». Mac es mi compañero. Un gran detective y además muy simpático. Un bromista empedernido y un gran detective. Los dos juntos formamos un gran equipo de investigación.

La última vez que salimos en los periódicos, el titular de la portada del Pache Post rezaba así: «¡Los mejores detectives de la ciudad!».

Y una gran foto de nosotros dos condecorados y sonrientes lucía en la portada. El comisario jefe la tiene enmarcada en su despacho. Somos el orgullo del Cuerpo.

No hay caso sin resolver en Pache City desde que se creó nuestra unidad. La alcaldesa nos ha dicho que quiere darnos una condecoración antes de verano. Lo cierto es que los Pepepaches somos famosos en toda la ciudad y temidos por los maleantes.

Pero volvamos a esa mañana… Andaba yo absorto en mis pensamientos calle abajo en dirección a la comisaría observando todo a mi alrededor. Mi ciudad, Pache City, estaba llena de vida. Todos iban y venían en un trajín incesante. Los árboles nos cubrían con su sombra y me di cuenta de que casi todos sonreían. La primavera había llegado y nos regalaba a todos su luz y su color tan característicos. Sin duda, la primavera es la estación que más nos gusta a los mapaches.

Me crucé con un grupo de mini mapaches que iban de excursión con su profesora. Supuse que iban al museo de Historia Natural Mapache. El más renombrado de la ciudad.

Me saludaron todos muy educadamente mientras agitaban sus pequeñas garritas negras y decían al unísono:

—Buenos días, detective.

—Buenos días, muchachos. Disfrutad mucho del museo —les dije mientras les saludaba militarmente, poniéndome la mano extendida en la frente como si pasara revista a la tropa.

Llevaban todos puesta una camiseta amarilla en la que ponía: «Escuela de Pache City» con letras grandes y negras. También llevaban un pañuelo amarillo anudado al cuello y una gorrita amarilla que contrastaba con el antifaz que todos los mapaches llevamos «de serie» impreso en nuestro pelaje. Iban todos agarraditos a una cuerda con nudos. Al final de la soga estaba la señorita Pepperland. Tan elegante como siempre.

Me sonrió mientras se colocaba bien el pañuelo azul que llevaba anudado al cuello y, a la vez, me dijo con una gran sonrisa:

—Que tenga un buen día, detective. ¡Qué elegante va usted hoy!

¡Por todas las nueces! ¡Recórcholis! La señorita Pepperland se había dado cuenta de que yo estrenaba traje y ¡le parecía elegante! No podía estar más contento. Realmente estaba siendo una mañana fantástica.

2 LA COMISARÍA

Llegué a mi destino. La comisaría más bonita del mundo. Un agente me abrió la puerta y me saludó llevándose la mano a la gorra y diciendo: —Bonito traje, detective.

Sonreí mientras me abrochaba la americana y me colocaba bien la pajarita. Los mapaches somos un pelín presumidos, ¿sabes? Nos encanta que se den cuenta de lo guapos que vamos.

Llegué a mi despacho, abrí la puerta y pude ver que Mac, mi gran amigo y compañero, aún no había llegado. Nuestras mesas estaban colocadas la una frente a la otra junto a un gran ventanal por el que entraba muchísima luz. Los dos teníamos sobre la

mesa una lamparita de trabajo y un ordenador que encendí.

Escuché entonces el chasquido del picaporte y me giré. La puerta se abrió. Los bigotes más sonrientes que existen asomaron y dijeron:

—¡Uy!, ¡qué elegancia!

Ahí estaba. Había llegado Mac. Único y «notas» como él solo. Con su traje de cuadros y su cola anillada marrón. Su tupé engominado y sus gafas de sol.

Chocamos los cinco. Primero con la palma de la garra, después con el puño, luego dimos una vuelta sobre nuestros talones y chocamos las colas. Ese era nuestro saludo de equipo. El saludo de los Pepepaches. La envidia del Cuerpo.

Nos sentamos cada uno en su escritorio. Me disponía, con poco entusiasmo, la verdad, a abrir mi dosier de papeleo cuando noté que dejaba de entrar luz natural por la ventana. Parecía que hubiese anochecido de repente.

El silencio lo invadió todo. Un escalofrío me recorrió de punta a punta. Como una descarga eléctrica. Desde la cola hasta el bigote. Miré a Mac. Estaba tan pálido que se le habían borrado incluso las anillas de la cola. Se apagaron también las luces y los ordenadores. Durante unos segundos todo fue oscuridad total. Oscuridad y silencio.

Las luces de emergencia se activaron y al hacerlo pude ver a través del cristal del despacho cómo en la comisaría todos permanecían inmóviles.

Ese silencio se me hizo eterno. Nos mirábamos los unos a los otros, pero nadie decía nada.

Cinco minutos después, la oscuridad, tal como vino, se fue. Y en cuanto volvió a brillar el sol y el suministro eléctrico se repuso, el silencio sepulcral dio paso a suaves murmullos que enseguida se convirtieron en voces que después fueron gritos. El caos había llegado a la ciudad.

La comisaría empezó a llenarse de mapaches que correteaban de aquí para allá gritando asustados y haciendo aspavientos con las manos. Los teléfonos de la central parecía que iban a estallar de lo fuerte que sonaban. Los agentes no daban abasto. Todos empezaron a correr en todas direcciones y los coches de patrulla salieron rumbo a múltiples destinos con sus sirenas a todo volumen.

Una voz sobresalió de entre las demás o, al menos, yo fui capaz de distinguir lo que decía:

—¡Socorro!, ¡los niños!, ¡el museo!

Di un brinco.

—¡Mac! —grité—. ¡Nos vamos al museo ahora mismo!

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