Veo el cielo desde mi ventana, con las nubes formando racimos, como guirnaldas, con el mundo crepitando bajo su carpa.
Veo valles, senderos, montañas, que respiran verde, que rezuman vida.
Y veo gente corriente, que esconde bajo su mirada, el sueño de una noche desgajada de la mañana.
Así comienzo los días, con el corazón encogido, esperando la luna, que llega lenta, a pedacitos, desgranando sueños fugaces que se antojan lejos, ansiando instantes encendidos, que mantengan viva la llama de mis deseos.
De pequeña vivía en el paraíso, un mar de torrentes embravecidos, desgastaba las rocas y clavaba sus fauces en la tierra, el sol se colaba nervioso entre los barrotes [ennegrecidos, y los sonidos del alba marcaban el ritmo de la mañana. Mi mundo verde, amarillo, blanco reverencial, transparente, frío, de pequeños fuegos deslizándose entre los dedos, de tardes eternas filtradas por las esquinas, de juegos atestiguados por el paso de los siglos. Ese y no otro era mi mundo.
En mis soledades nunca os he olvidado, en mi tiempo desierto habéis sido el cobijo de mi [desconsuelo, y ahora que os intuyo eternas, disueltas en el blanco imperturbable de vuestro cielo, no quiero despertarme un día más sin vuestra protección, os echo de menos.
Hubo un tiempo en que las madrugadas marcaban el ritmo del día, en que el color del cielo enmudecía las palabras, en que las manos guardaban, bajo su poder paciente y vigoroso, el origen y el flujo de la vida.
