María es una niña de siete años que acaba de empezar segundo de Primaria. Es su segundo año en el mismo colegio, pero se siente como si acabase de llegar, porque casi no conoce a nadie. Durante el primer año, María sentía la necesidad de estar en un grupo todo el tiempo, pero nunca terminaba de estar cómoda con las niñas y niños de su clase, pues la miraban de forma extraña, por lo que acabó apartándose.
Era una niña tímida, siempre se creyó un bicho raro, aunque en realidad no entendía por qué. Pasaba los días en el patio, jugando con las piedras y las hojas que caían del castaño milenario que daba sombra a una de las esquinas del jardín, o haciendo pulseras con cañas que encontraba en el suelo.
A veces, su maestra se acercaba y le preguntaba por qué no iba con las demás, pero ella solo le respondía con un movimiento de cabeza de derecha a izquierda. En el fondo, lo que a María le hubiese gustado es que le pidiera al resto de niñas y niños que jugaran con ella y que dejasen de mirarla raro, pero no fue así.
Pasaba el tiempo y María se sentía cada vez más triste. Hasta que un día llegó un niño nuevo al colegio. Se llamaba Akram y hablaba muy poco español. La maestra lo sentó en la primera fila de la clase, justo al lado de María, y en ese momento ella recibió la primera sonrisa desde que empezó el colegio.
Cuando llegó la hora de salir al recreo, María vio que Akram se sentaba solo en un banco. Ella quiso acercarse, pero su timidez hizo que volviese bajo el castaño. Así pasaron varios días, hasta que una mañana de otoño que no pudieron salir al patio por la lluvia, Akram se acercó a María y le dijo:
¡Hola!
María al principio se quedó callada, mirando fijamente a los ojos marrón chocolate que tenía delante y que la observaban con un brillo especial, desprendían curiosidad, imaginaba que sería otro chico queriendo saber un poco más sobre ese bicho raro.
