¡Secretos!

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CAPÍTULO I

LA PLÁTICA

Fu, fuuu... fu, fuuu… sonó la bocina del tren en la estación, avisó la pronta partida. Muchas personas corrieron para montarse, y de los mismos vagones, los vendedores alertados, en su mayoría bajaron con rapidez, algunos pasajeros acomodados en sus asientos gritaron desde las ventanas, remarcaron razones al familiar o amigo que los despedía.

La estación del ferrocarril, con su transporte, se convertía en un mercado y en él ocurrían muchas cosas: ofertas de productos, saludos, reclamos de comportamiento, bendiciones al viajero; gritos fuertes y débiles, largos y cortos, con diferentes ritmos, el interés era vender, platicar, orar, aconsejar, cuechar, pelear y hubo quienes puntualizaron robos.

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Toda esta actividad se dispersaba con los olores de la multitud.

—¡Apúrate, chigüina, que nos va a dejar el tren! —dijo la mamá de una niña y a la carrera se montaron en el chunche metálico.

Nosotros llegamos atrasados a la estación porque en la casa estuvimos esperando a mi papá Napoleón Granados, que al final no apareció.

Éramos parte de los que se aligeraban para tomar el vagón; de pronto un hombre flaco y de vestimenta descuidada, muy solícito, me dijo:

—A ver, niño, pásame tu maleta, te voy a dar un empujón.

—¡Aaah! Si se la entregas, con el empujón te vas a caer y por tonto te quedarás sin nada —me advirtió Polonchito, así llamaba a mi hermano mayor. Mi mamá

María Justina Torrez para diferenciarlo con el nombre de mi papá, le decía Napoleoncito, manera en que le decían todos, menos yo, por no poderlo pronunciar.

Con el aviso de mi hermano, sujeté contra mi pecho la bolsa de mis enseres, y asustado también me agarré con fuerza de la enagua de mi madre, aferrado fui tras ella y casi de arrastrada me subió al tren.

El hombre de malas intenciones se escabulló entre la multitud de la estación que no paraba; ciudadanos que se movían con sus bienes en diferentes direcciones, profesando murmullos bajos y altos, allí desapareció; aun con esa bulla, identifiqué el voceo de algunos vendedores amigos míos:

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—¡Las jaleas, las jaleas! ¡Aquí llevo jaleas de mango, compren, están rojitas y sabrosas! —era el estribillo de Rosa Leiva, agraciada morena, y amiga vecina.

—¡La Prensa! ¡La Prensa! ¡Novedades! ¡Novedades! ¡La Prensa! —ofertaba periódicos el flacucho Luis González, otro amigo.

—¡Fresco rico!, ¡fresco rico de chía, de cacao!, ¡a ver, mis amores, refrésquense conmigo! —declamó con gracia una vendedora a los jóvenes que la rodearon, yo la conocía, pero no recuerdo su nombre. Fu, fuuu… fu, fuuu… chucufacs, chucufacs, chucufacs… chucu-chucu-chucu-chucu… fu, fuuu…

El tren al iniciar la marcha con ese traqueteo parecía celebrar el alboroto que causaba cuando llegaba y salía de las estaciones.

Se notaba la alegría de mi madre y mis hermanos, posiblemente también la mía y la sensación crecía a medida que el tren aceleraba. Siempre al viajar en este escandaloso y humeante monstruo negro mi corazón se entusiasmaba, poco a poco el metálico ciempiés también estimuló mi cerebro, hizo florecer ideas y estas, se tomaron de las manos y buscaron los recuerdos.

Íbamos al pueblo de La Paz Centro, ahí vivían mis abuelitos, Josefina y Ventura, tíos y primos, gente que sin esfuerzo practicaban la humildad, el servicio y la bondad. En unas horas estaríamos con ellos para compartir nuestras vacaciones.

De lo que dije también agregaría:

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—Mi familia paceña es única porque además de los valores mencionados con ellos aprendo, comparto y me divierto.

Froté mis manos «suis-suis-suis», palmoteé «pla, pla, pla», en ellas descargué ansiedad; deposité deseos y secretos.

En eso vi que desde lo alto se desprendió una brisa veranera, venía con viento; al rozarme lo sentí fresco, el calor sofocante desvanecía.

Después que el cielo dejó de gotear dije:

—¡Mamá, mamá, el sol reapareció abajo!

—Así es, hijo, en el oeste —explicó mi madre.

—¡Miren, miren, allá arriba, allá cerca del cerro!

—Asombrado, apunté hacia el Momotombo.

—Sí, allá, en el este —reforzó mi madre.

—¡Hala! El cielo se adornó con una faja y formó una «u», una «u» volteada de variados colores —describí lo que miraba.

De nuevo, mi madre, iba a darme apoyo, cuando mi hermano gritó:

—¡Qué boniiito! ¡Miren, miren, el arcoíris! —Los ojos le brillaron.

Igual se pusieron los ojos de mi hermana Margarita, del cumiche Héctor y los de mi madre, parecía imitar a los de Polonchito, entonces, admirado los acompañé viendo el bello dibujo que por primera vez conocía; de tan asombrado, sentí que mis ojos relampaguearon, mi madre y mis hermanos estaban calmos, mientras yo con mi destello tronaba, gritando y dando saltos:

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—¡¡¡Qué gran arco y a colores!!! ¡¡¡Qué gran arco y a colores!!!

Así me expresaba cuando escuché:

—¡Ese chigüín parece nuevo! —gritó un pasajero, era un chavalo parecido o igual a mí en edad y altura.

Después que gritó el entrometido viajero, mi familia se sintió molesta y yo, a pesar de no sentirme demasiado ofendido, también los secundé.

Al final ganamos, porque Polonchito por debajo al suave se chequeó pegándole un buen codazo en las costillas.

El muchacho bien empurrado protestó y dejó constancia de su «guayaba» que, debido a su tamaño, la tuvimos que respetar.

Lo ocurrido me hizo pensar: «Polonchito es como mi papá, siempre me defiende», así me dije y me sentí orgulloso de tenerlo.

Otra vez quedé viendo el arcoíris, me despertó curiosidad; conté varios colores y al llegar a uno de los extremos, quedé intrigado, parecía nacer o esconderse en la dirección donde habitaban mis abuelos, Ventura y Josefina.

Al descubrirlo, me creció el deseo de llegar pronto a mi destino; sentí la necesidad de convertirme en uno de los héroes de dibujos animados, de los más rápidos y que más me han gustado: en Súper Ratón, que con su capa es velocísimo sobre árboles y tejados, o el Correcaminos, Pi-pí, que con sus patas incansables corre, corre y con su pico pi-pí siempre va

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pitando, alertando al coyote, descubriéndole trampas y dejándole nuevas.

Quería ser el primero en llegar a casa de mis abuelos, recibir sus cálidos abrazos, disfrutar las necedades de mis tíos y planear con calma, bajo la sombra del nancite, las jugarretas con toda la primada. También rastrear en el patio de mis abuelos y descubrir el lugar exacto donde surgía o descansaba el arcoíris.

Ya satisfecho como superhéroe humano, acostarme a dormir bajo la sombra del rancho en la única hamaca que mis abuelitos colgaban de dos gruesos horcones de genízaro para el descanso de ellos o de los visitantes, lugar deseado y siempre peleado entre nosotros los nietos.

Con el vaivén del tren en eso pensaba, cuando una vendedora me desconectó con sus gritos:

—¡Aquí llevo la cosa más sabrosa de La Ceiba! —Y contoneaba al ritmo del tren con su cuerpo y su pana.

—¡Enséñamela! —solicitó con interés uno de los pasajeros.

—Míralas, y si la vas a comprar, tócalas. —Y le puso la pana con cosas de horno, cerca de la cara.

La jocosa muchacha, sonriente, negoció su venta y a la vez, con un trapo espantó a un grupo de moscas que querían probar el promocionado pan.

Me llamó la atención un par de moscas, una de las más pequeñas fue derribada por un golpe del trapo y otra se lanzó como Supermán para salvarla, logró sujetarla antes de que se estrellara contra el piso.

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El Súper Mosco, actuaba como padre, cargó a su hija con ternura y la revivió echándole aire con sus alas, después la depositó con delicadeza en un lugar seguro donde se guardan las maletas del vagón en el que viajábamos.

La mosca, herida, abría el pico como los pájaros pichones, y el Súper Papá Mosco al ver el hambre de la supuesta hija de nuevo levantó vuelo, y sin medir consecuencias fue en busca de migajas de la cosa de horno, acción que lo llevó a la muerte porque fue alcanzado por un trapazo que como bala perdida no llevaba dirección, solo contundencia, fue uno solo que le dio de los varios que lanzó con indiferencia la vendedora.

—¡Qué lástima! —me dije—. Sospecho que ha muerto un papá luchando por su hija, demostrando ser uno de los buenos.

Concluí sin percatarme perder de vista a la que creí hija del Súper Mosco.

Eso me hizo recordar las protecciones que había recibido de mi padre, el recuento me hizo reconocerle y quererlo más; pensaba en él cuando sentí a la mosca huérfana volar cerca de mi oreja izquierda.

Zumbó y me tocó, fue atrevida; me molestó con insistencia.

Y ya estando a punto de perder la paciencia, me pareció escucharlo:

—Zzeeffzz, zzeeffzz, zzeeffzz… (He quedado sola, he quedado sola, me siento vacía por la ausencia de mi padre, uy, qué horrible es la orfandad, esto

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mismo lo viví antes cuando mi madre desapareció, tristeza que logré superar porque él me acompañó, ahora, tampoco a él lo tengo.)… Zzeeffzz, zzeeffzz… (Necesito a alguien, quiero un amigo, quiero ser tu amiga…) —imploró con repetidos zumbidos.

Sus palabras me sorprendieron porque nunca había oído hablar a una mosca, menos quejarse de dolor y más raro aún solicitar mi amistad.

Muy asustado pensé:

«¡Ves!, era su padre y lo quería mucho, era visible su pesadumbre y quedó más abatida cuando recordó a su madre. Pobre, está sufriendo, está sufriendo. ¡No puede ser! ¡No puede ser!», me contradije. Por confundido también dije: «Tal vez estoy soñando».

Como creí que estaba soñando, me di un pellizco con las uñas de la mano derecha, me dolió tanto que exclamé un, ¡ayyy!, percibido por los que estaban cerca.

—¡¿Qué te sucede, hijo?! —interrogó mi madre.

—Mamá, es que una mosca necia, adolorida por su duelo y hablantina no sé por qué quiere ser mi amiga.

Fíjese que cuando me habló… —Instante en que me interrumpió.

—¡Ay, hijo mío!, veo que no estás normal —dijo con mirada fija y aflicción, acercó su oído a mi cara y me preguntó—: Mi niño, dime, ¿qué es lo que te pasa?

No supe contestar porque su preocupación me enmudeció.

Ella separándose un poco continuó:

—Me preocupa que primero pegues un grito, después digas que un insecto adolorido por duelo pidió tu amistad y, además, ahora resulta que has perdido el color y la voz. ¿Qué tienes, mi amor? ¿Te duele la cabeza? ¿Tienes irritada la garganta? ¡Oh, santo Dios, ¡ayúdame! ¿Será un síntoma de locura?

—Mi madre miró el techo del tren, después a los pasajeros y conmigo continuó—: Me parece que es igual al mal que a veces le da a tu padre, y desvariar o hacerse el loco no es nada bueno. ¡Ay, mi Jesús sacramentado!, ¿cómo hago? Hijo, creo que desde ahora en adelante tendré que acostumbrarme a verte con su padecimiento —muy resignada habló.

Con el dorsal de la mano izquierda revisó mi frente, era su termómetro.

Noté en su rostro claro la preocupación: sus ojos quedaron sin brillo, perdieron el color de tamarindo y en sus formas achinadas observé que de uno de ellos estaba a punto de derramarse una lágrima.

Para evitar que los ojos chinos de aquel árbol de mi vida dejaran de ser los más vivaces y atractivos de mi entorno decidí hablar, contaría una historia que reviviría plantas y flores, regresaría su belleza, desde luego tenía que ser un buen cuento, como los que sorprenden a familias enteras; «verosímil» decía mi abuelo, capaz de restablecer un rostro angelical desaparecido por haber visto a un enfermo o de obtener sonrisas de madres por saber que sus retoños lograron, por los estudios, buenas calificaciones. Estaba seguro que si sabía contárselo, sus

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ojos volverían a ser brillantes como el nuevo fruto del tamarindo, de nuevo la vería elegante, vistosa y bonita como siempre y yo, otra vez disfrutaría de esa dulzura.

Por eso, dije:

—¡Ya me acordé, mamita! La mosca no me habló, aunque haya querido no podía, estaba fregada, tan imposibilitada que se quedó muda.

—¿Y cómo sabes que así se quedó? —me interrogó mi hermana Margarita con curiosidad.

—¡Ah, porque la mosca me dijo que andaba con problemas en la garganta! Y cuando uno está ronco no puede ni debe hablar —respondí muy seguro y pensé que fui certero.

Los preocupados rostros de mi familia cambiaron de repente, de afligidos pasaron a contentos; sonrisas, risas y carcajadas.

De sus risas, me llamó la atención la de mi hermano menor, pues emocionado la proyectaba de manera diferente, para mí era agradable escuchársela, me acerqué a pedirle el favor de que siguiera alegre y dije:

—¡Héctor, vuelve a reír!

—¡Buac-buac-hiac-nieeejijijí! ¡Buac-buac-hiacnieeejijijí! —Me complació y de nuevo todos nos reímos.

De esa alegría participé, con la diferencia de que ellos se reían de la originalidad de mi cuento o quizás por la risa del cumiche, y yo lo hacía por el orgullo de haberle rescatado a mi madre su atractivo, por conocer de su preocupación conmigo, tenerla y contar con ella siempre;

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me reí porque fue mi salvadora, y yo de nada la salvé; me hacía feliz con tan solo tenerla a mi lado.

Reí por haber dicho que yo la rescaté, loco es lo que fui por andar hablando así, la verdad fue lo que digo en este final:

«Ella tiene lo suyo, Dios así la creó, fue mi visión de cariño que me llevó a esa reacción, mejor dicho, fue ella quien me rescató de una condición de salud que padece mi padre».

Me hice la aclaración sentado a su lado izquierdo y al derecho de mis hermanos que estaban cerca de la ventana y de vez en cuando se ponían de pie para observar hacia fuera del tren, en el otro extremo de nuestro asiento iba un anciano que se distraía platicando con mi madre, yo iba en el centro de la banca.

Mientras el tren tiraba humo, tomaba la decisión de no volver a mencionar a ninguno de mi familia pláticas con moscas, para evitarle nuevas tristezas a mi madre, sin decir más, guardé el secreto en lo más seguro y menos visible de mi cerebro.

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