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Silvia era una ranita que vivía en una charca no muy lejos de una ciudad. Por las noches, mientras croaba a la luz de la luna y bajo el amparo de las estrellas, veía a lo lejos las luces resplandecientes de la ciudad, y se decía para sí misma: «¡Me gustaría visitar la ciudad!, debe de ser maravilloso poder croar bajo esas luces tan resplandecientes. ¡Algún día me iré a la ciudad!». Pero ese día llegó antes de lo que ella imaginaba, porque ese mismo verano hubo una gran sequía, y día a día Silvia veía cómo iba disminuyendo el nivel de la charca donde vivía.
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¡Vaya! —se decía Silvia—, cada día hay menos agua, ayer me cubría todo el lomo, y hoy solo me tapa la tripita. Me tendré que buscar una charca con más agua. Pero ¿a dónde iré si la única charca que hay en los alrededores es esta? Ya lo sé —dijo muy contenta—, me iré a la ciudad y allí buscaré una buena charca donde poder vivir.
Y no se lo pensó dos veces, tomó un poco de agua para el camino y empezó a dar saltitos en dirección hacia la ciudad.
Después de ir dando saltitos un buen rato, se encontró con una tortuga que iba paseando tranquilamente por el camino.
—Buenos días, señora tortuga —dijo Silvia.
—Buenos días, ranita. ¿A dónde vas tan apresurada? —le preguntó.
—Pues mire, es que con tanto calor se está secando la charca donde yo vivía, y como me he quedado sin casa, me voy a la ciudad a buscar una charca donde poder vivir.
¿A la ciudad? ¡ Bah, tonterías! Allí hay mucho ruido, y por las noches no podrás dormir, ¡bah, tonterías! —le dijo la señora tortuga.
—Yo me paso la mayor parte de la noche croando, y el ruido no creo que me moleste. De todas formas, he de buscar un sitio donde poder vivir, así es que seguiré mi camino. Hasta la vista, señora tortuga —se despidió Silvia.
—Hasta la vista, pero sigo diciendo que es una tontería, no te gustará, ya lo verás —insistió la señora tortuga.
Silvia se alejaba mientras oía a la tortuga refunfuñar cada vez más lejos, sin importarle mucho lo que la tortuga decía, ya que ella estaba dispuesta a ir a la ciudad.
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