Érase una vez un niño que se llamaba Tincho. Era pequeño, muy pequeño, casi diminuto… Pero también era intrépido, ingenioso… y algo pelón.
Si había algo que a Tincho le gustaba más que cualquier otra cosa del mundo, era que llegara la noche para tumbarse en la hierba fresca de su jardín a ver las estrellas. Él creía firmemente que las estrellas podían conceder deseos que nos hacían dormir mejor y soñar.
Una noche, Tincho se fijó en que todas las estrellas eran del mismo color, y pensó:
«Quizá el cielo sería más lindo y se podrían pedir deseos más grandes y bonitos si las estrellas fueran de muchos colores. Pero ¿cómo puedo hacer yo para que las estrellas sean de colores?»