Leo nació muy grande, más que cualquier otro niño que hubieran visto los doctores. Tenía grandes ojos para mirar todo lo que había a su alrededor, también brazos grandes con los que dar achuchones, y una gran sonrisa que se contagiaba.
Pero lo más grande que tenía Leo era su corazón. Además de grande, estaba lleno de colores. Tenía un trocito rojo, como los besos apretados de su mamá.
Y otro azul, como el cielo que casi tocaba cuando su papi lo lanzaba al aire.