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Cuando mi hermana mayor comenzó a hablar en su primer año de vida, mi Amona (abuela en euskera)
quedó muerta de amor al escuchar cómo, tratando de llamar su atención, le reclamaba diciendo:
«¡NONA! ¡NONA!».
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Desde ese momento, hace ya unos cuantos años, mi Amona pasó a ser: «Nona».
Recuerdo tu mirada.
Da igual lo despeinada y desaliñada que me vieras a la salida del colegio. Tú siempre me veías guapa.
Recuerdo cómo me rehacías la coleta y jugabas conmigo a tu manera, sentada en el suelo, en la hamaca de la terraza o en el sofá de la sala.
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Recuerdo la magia que inundaba el armario de las galletas de tu cocina, y cómo te emocionabas como una niña al anunciarme que el Katua (gato en euskera) había dejado algo para mí y mi hermana en su interior.
Esa ceremonia cada vez que abría la puertita del armario de madera, la emoción de estar a punto de descubrir de qué se trataba esta vez, paraba en seco el tiempo y lo estiraba como un enorme chicle de bola.
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