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ORIOL CANOSA
Ilustraciones MERCÈ LÓPEZ Traducción de IÑAKI TOFIÑO
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Un viaje hacia el sur
Recostado en el fondo de la góndola con la maleta de cartón sobre las rodillas, Albert contemplaba el paisaje. Los cañaverales y tarays secos del delta del río Isonzo no se parecían en nada a la vegetación suave y húmeda de su Alsacia natal. La luz del sol sobre las olas lo cegaba por primera vez en la vida. Nunca antes había visto el mar. De pie sobre la popa, Nereo remaba mirando al horizonte. A pesar de su inmenso volumen, se mantenía de pie con facilidad sobre la frágil embarcación como cualquier otro gondolero de la vecina laguna de Venecia. Parecía que la barca y él fueran una sola cosa, como si su figura imponente no fuera más que un mascarón de madera desproporcionadamente grande para aquella minúscula embarcación. Hicieron el trayecto en un par de horas. Durante todo el tiempo, Albert no dejó de observarlo todo. Por primera vez desde que había abandonado Estrasburgo, se dio cuenta de que estaba muy lejos de casa. Se sintió muy solo.
Unasemana antes, una mañana de verano del año 1914, Albert, subió los tres escalones de hierro de un tren de vapor que esperaba en la estación de Estrasburgo. Se sentó en su compartimento y dejó el equipaje debajo del asiento: una pequeña maleta de cartón con unas cuantas mudas y una canasta de mimbre con comida suficiente para el largo viaje. A través de la ventana contempló a sus padres diciéndole adiós desde el andén. Acababa de estallar otra guerra en Europa, la más grande de todas: la Gran Guerra. Una vez más Francia y Alemania entraban en combate.
Sus padres eran médicos y la Cruz Roja los había reclutado para ir al frente para atender a los soldados de uno y otro bando. Mientras durara el enfrentamiento, tendrían que vivir en incómodos hospitales de campaña a pocos kilómetros del campo de batalla. No era lugar para un niño, así que habían decidido enviarlo con el tío Audubon que vivía en una lejana isla donde no llegaban las balas ni las bombas.
Era la primera vez que viajaba solo. Despacio y rodeado de una espesa nube de vapor, el tren salió de la estación y abandonó la ciudad de Estrasburgo. Cuando llegó a campo abierto, Albert se llevó una gran sorpresa. El paisaje de Alsacia que tan bien conocía había desaparecido. Los prados y bosques que recordaba se habían convertido en un inmenso barrizal poblado por columnas de soldados, trenes militares y camiones. Hacía semanas que los campesinos habían abandonado sus tierras cambiando el arado por el fusil. Las bombas y las botas de los soldados habían destruido hasta la última brizna de hierba. Bosques enteros se habían convertido en carbón para fundir cañones. Y, de vez en cuando, los restos de una antigua casa de campo quemada y derruida recordaban que en aquel montón de barro, no mucho tiempo atrás, había vivido gente. Con la nariz pegada a la ventana, miró hacia el este, allá donde le habían dicho que estaban los campos de batalla. En el horizonte, bajo un grupo de nubes negras, le pareció ver unas pequeñas chispas producidas por el fuego de los cañones.
Durante el largo viaje casi no habló. Sus compañeros de compartimento, que iban cambiando de estación en estación, tampoco se mostraron demasiado charlatanes. En tiempo de guerra la gente desconfía y prefiere no hablar mucho. Aunque algunos no lo mostraran, en el verano del 1914 todo el mundo tenía miedo. Y Albert, que a los once años había dejado atrás a sus padres y a su ciudad, era el que más miedo tenía de todos.
Una mañana el tren llegó a Monfalcone, una pequeña ciudad en el extremo norte del mar Adriático. Albert se apeó y, como los marineros que des- embarcan después de una larga travesía, notó que le temblaban las piernas. Tuvo que sentarse un rato en un banco de la estación antes de sentirse lo bastante fuerte como para continuar el viaje.
De un bolsillo de la chaqueta sacó un sobre con una carta del tío Audubon que le explicaba cómo llegar a la isla. Se la sabía de memoria porque durante el viaje la había leído y releído un montón de veces, pero prefirió repasarla una vez más para asegurarse que no se equivocaba.
Siguiendo las instrucciones de su tío, que incluso había hecho un pequeño dibujo de Monfalcone, salió de la estación y caminó hacia el puerto. Era la primera vez que veía el mar pero no le prestó demasiada atención. Pensó que ya tendría tiempo de observar aquella inmensa masa líquida.
En el muelle, decía la carta, encontraría unos cuantos gondoleros. Tenía que buscar a uno llamado Nereo, a quien reconocería por su enorme barriga. A pesar de que había una docena de embarcaciones amarradas en el muelle, sólo uno de sus ocupantes respondía a aquella descripción. Era más corpulento incluso de lo que se había imaginado. Recordaba, pensó Albert, a uno de los manatíes que había visto en el libro de historia natural de la escuela, aquellos parientes de las ballenas y los delfines que se pasan el día paciendo la hierba del fondo del mar como si fueran vacas marinas. Era tan redondo que costaba diferenciar la cabeza del cuello, el cuello del pecho y el pecho de la barriga. Parecía una enorme bota de vino.
Sacó de la maleta una pluma rosada de flamenco que su tío le había enviado a Estrasburgo y se la mostró. Nereo sabía lo que representaba aquella pluma: era la señal para reconocer al chico. Como le habían dicho que era sordomudo y que tampoco sabía leer ni escribir, tenía que usar ese sistema para comunicarse con él. “Si un niño te entrega una pluma rosada” le había explicado el tío Audubon, quien sabe cómo, “condúcelo hasta la Isola della Cona”.
Una isla llena de barro
Llegaron a la Isola della Cona, una lengua de tierra que parte en dos el río Isonzo justo en el punto en que desemboca en el mar. La góndola atracó en una orilla y Nereo la ató a una estaca clavada en el barro. Albert, al desembarcar, no pudo evitar ensuciarse las botas. Recordó los campos de batalla de su país, completamente invadidos por el barro, pero en lugar del lejano ruido de los cañones, ahora miles de pájaros llenaban el aire con sus alegres cantos.
En aquel tiempo el río Isonzo y sus orillas pertenecían al Imperio austrohúngaro. A pesar de eso, la mayoría de los habitantes de la zona hablaban italiano. Algo parecido a lo que pasaba en Alsacia: las fronteras pocas veces sirven para separar las lenguas y las culturas y a menudo son bastante aleatorias.
Además del tío Audubon, en la Isola della Cona no vivía nadie más. Bueno, en realidad eso no era del todo cierto porque si había ido a vivir allí era, precisamente, para estudiar a los habitantes de la isla. Era ornitólogo, es decir, un científico que estudia las aves. ¡Y allí habitaban un montón de aves!
Nereo deshizo el nudo de la cuerda que ataba la góndola y con un par de golpes de remo dejó atrás la playa. Se despidió levantando la mano y esbozando una sonrisa. Albert le devolvió el saludo y observó cómo se alejaba.
Con la maleta de cartón en una mano y la canasta vacía en la otra, comenzó a caminar. No sabía adónde iba, pero sabía que no podía quedarse allí quieto.
La Isola della Cona es una islita alargada que serpentea entre la tierra y el mar a lo largo de cinco kilómetros. La parte central, más redondeada, tiene unos centenares de metros de ancho, pero los extremos se hacen cada vez más estrechos hasta el punto en que las dos puntas apenas tienen la anchura del sendero de arena que las recorre. Una de estas puntas se adentra en la desembocadura del Isonzo, río arriba, como si quisiera anclar esa parcela al continente; la otra se adentra en el mar y se va hundiendo despacio hasta desaparecer entre las aguas.
En la isla no se veía a nadie. Albert sin saber hacia dónde ir, empezó a andar en dirección a un minúsculo bosque de alisos, chopos y sauces que vislumbró a lo lejos.