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Un flamenco enorme
Albert caminaba despacio, intentando no hundir los pies en el barro porque no toda la isla era tierra firme. Buena parte de la superficie estaba ocupada por pantanos de poca profundidad, con márgenes llenos de juncos y cañas. Al cabo de un rato, encontró un trozo de camino seco entre dos zonas inundadas y decidió tomarlo.
Seguir un camino le permitía ir más deprisa y no mojarse los pies, pero le obligaba a avanzar en una dirección concreta y no hacia donde él quisiera. Pero al fin y al cabo, daba igual: no tenía ni la menor idea de hacia dónde se dirigía.
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Unos minutos más tarde, apareció delante de él un pantano algo más profundo. El agua era transparente y se podía ver el fondo. En la otra orilla había un grupo de flamencos, de pie sobre una sola pata, hurgando en el agua con su pico curvado. En el horizonte, el sol se empezaba a poner y las nubes se teñían de un color rosado que se mezclaba con el de los flamencos. Los observó un rato en silencio, de pie, sin soltar la maleta. La isla era más bonita de lo que había imaginado.
Uno de los flamencos, bastante más grande que el resto, se giró hacia él y se aproximó. A medida que se acercaba, Albert notó algo raro. Sus piernas eran muy delgadas, pero no tanto como las de un ave. Y las rodillas, curiosamente, se doblaban exactamente igual que las rodillas de las personas.
–Supongo que tú debes de ser Albert –exclamó el flamenco cuando ya se encontraba a pocos metros del chico.
Este recibimiento lo dejó paralizado. Sinceramente, no esperaba algo así.
–No te asustes, hombre. Soy tu tío Audubon. Deja que me saque todo este jaleo de plumas...
El flamenco (o el tío Audubon, según sus propias palabras) se quitó el pesado abrigo de plumas rosadas que le tapaba desde la cintura hasta las orejas. Debajo de aquel curioso atuendo, muy útil para hacerse pasar por uno más de la bandada, apareció una figura pequeña y delgada.
Como flamenco era, realmente, demasiado grande. Pero como miembro de la familia de los homínidos, le pareció un espécimen de lo más pequeño. Tenía las piernas muy delgadas, un cuerpo pequeño y gordinflón y una cara rosada y fina como la de un niño pequeño. En las mejillas y bajo la nariz alargada y puntiaguda no había ni rastro de pelo, como si la barba o el bigote aún no le hubieran salido en los más de cincuenta años que aparentaba. Una melena larga y negra acabó de convencerle de que pertenecía a los animales de pelo y no a los de pluma.
–¡Qué temprano has llegado! Lo siento, no he visto vuestra góndola. Estaba distraído observando los flamencos. Normalmente los gondoleros siempre cantan cuando reman y los oigo a pesar de la distancia, pero como Nereo no puede cantar...
Alargó la mano hacia Albert, que seguía sin decir palabra, y con una sonrisa le pidió que lo ayudara a salir del barro.
–Veo que no eres muy hablador, ¿verdad? Debes estar cansado del largo viaje. Ven, vamos a casa.
Y, cogiendo la maleta del niño, empezó a andar deprisa en dirección al pequeño bosque de alisos.
Como el camino era muy estrecho y no cabían dos personas juntas, tuvieron que recorrer todo el trayecto en fila india. No se dijeron nada hasta que llegaron a una enorme casa de madera de tres pisos, en la orilla opuesta del Isonzo. Estaban a menos de un kilómetro del lugar donde él había desembarcado, pero le parecía haber cruzado todo un país a pie. Y, en cierto modo, lo había hecho.
–Bienvenido a la Isola della Cona. Esta será tu casa durante las próximas semanas, como mínimo hasta que todo este asunto de la guerra se calme un poco. Supongo que no será por mucho tiempo.
La casa era vieja y un poco destartalada. Enormes ventanales recubrían la mayor parte de las paredes, cosa que le sorprendió. En el norte, de donde él procedía, las ventanas solían ser pequeñas para mantener el calor en invierno.
Una de las esquinas de la planta baja estaba ocupada por un pequeño porche con cuatro columnas.
La única entrada era una estrecha puerta de madera que el tío Audubon abrió de un puntapié.
–Ven, entra. Perdona el desorden, estos días he estado muy ocupado. Los flamencos han criado y hay que anillar a los polluelos y hacer el censo.
Albert entró en la planta baja, formada por un único espacio con una mesa gigante que ocupaba gran parte de la habitación. Estaba llena de cosas: libros apilados, cajas de pinturas y acuarelas, plumas, pájaros disecados, cazamariposas, salabres, pinceles, prismáticos y telescopios de todo tipo, huevos de todos los tamaños y colores y unas cuantas botellas llenas de líquidos que, a simple vista, parecían francamente desagradables.
–Este es el salón. Ya pondré un poco de orden, no te preocupes. Sígueme, que te mostraré dónde dormirás.
Al fondo de la sala había una escalera de madera que conducía al piso de arriba. Daba a una enorme terraza desde la que se veía prácticamente toda la isla. Montado sobre un trípode y apoyado en la barandilla de madera, vio un gran telescopio que enfocaba, precisamente, el pantano de los flamencos.
El tío abrió una puerta que llevaba a un pasillo estrecho.
–A menudo hay compañeros ornitólogos que vienen a pasar una temporada para estudiar los pájaros de la isla y se quedan a vivir aquí, así que tengo dos habitaciones de invitados siempre preparadas. Y como ahora mismo no hay nadie, estarás a tus anchas. La del fondo será la tuya.
Era una habitación bastante espaciosa, con las paredes de madera, la cama de madera, una mesa de madera y una silla de madera. En un rincón había una destartalada butaca de piel y un lavabo de porcelana con un pequeño espejo. Dos grandes ventanas llenaban la habitación de luz, a pesar de que no faltaba demasiado para que el sol se pusiera definitivamente.
–Aquí estarás bien. Podrás ver los pájaros que anidan en los alisos de allí abajo sin tener que salir.
Venga, dejo que te instales. Cuando acabes, baja, que cenaremos.
Albert dejó la maleta sobre la silla y se sentó en la cama. Por el amplio ventanal de la habitación vio cómo anochecía. Todavía no había pronunciado ni una palabra desde la mañana, cuando el tren le había dejado en la estación de Monfalcone.
Al llegar al salón, vio al tío Audubon guisando unas judías sobre una vieja estufa de hierro. Ya no hacía tanto calor como a mediodía pero la humedad del Mediterráneo se dejaba sentir con fuerza. Solo faltaba aquel fuego para acabar de caldear la habitación.
–Cenaremos en la terraza –propuso el tío–, estaremos más frescos.
Comieron sin decir nada. Albert seguía callado y su tío no quería forzarlo a hablar.
Finalmente, al cabo de un rato, rompió el silencio.
–¿Añoras a tus padres?
–Sí. Un poco.
–Supongo que ha sido un viaje largo y que estarás cansado. ¡Maldita guerra! ¡Qué manía tienen los hombres de complicar todavía más las cosas! Pero no te preocupes, no durará demasiado. Todo el mundo lo dice. Y aquí la frontera está muy tranquila porque Italia es un país neutral.
–¿Qué quiere decir neutral?
–Que no lucha en ninguno de los dos bandos. Ya verás, lo pasaremos bien. ¡Y cuando vuelvas a Estrasburgo, tendrás un montón de historias para explicar a tus amigos!
Tumbado en la cama, Albert no podía conciliar el sueño. Añoraba a sus padres, sí, pero lo que más le pesaba era la soledad. El tío Audubon, a quien había visto en contadas ocasiones, era prácticamente un extraño.
Finalmente, cansado por el largo viaje, se durmió. Era la primera vez en muchos días que pasaba la noche en una cama de verdad y no se levantó hasta que el sol estuvo muy alto. Fuera, los estorninos cantaban hacía un buen rato. Se vistió, se lavó la cara y bajó las escaleras.
El primer día en la isla
“ Tienes el desayuno preparado. He salido a anillar a los polluelos de los flamencos. Volveré a la hora de comer”, decía una nota que el tío Audubon había dejado encima de la mesa.
Albert dedicó la mañana a pasear. Siguiendo el sendero de arena que bordeaba la orilla derecha del Isonzo, necesitó casi una hora para llegar hasta la desembocadura. En algunos tramos el camino se estrechaba tanto que tenía que andar poniendo un pie delante del otro para no caer en algún lodazal.
Siguió hasta que el camino se perdió dentro del agua, hasta que la arena desapareció bajo sus pies. Entonces, se fijó en la inmensa extensión de agua que tenía delante. Visto desde la Isola della Cona, el Adriático parecía un mar muy pequeño, prácticamente un lago. Justo enfrente se alzaba la península rocosa de Istria, uno de los extremos de la cordillera de los Balcanes que, después de atravesar medio continente, se desploma agotada dentro de las cálidas aguas del Mediterráneo. Esta extraordinaria roca convierte la parte superior del mar en un golfo cerrado y prácticamente rodeado de tierra. Al este, acantilados coronados por bosques de pinos suspendidos sobre las olas; al oeste, un sinfín de lagunas embarradas; y al sur, una boca estrecha de mar que conduce hacia aguas más profundas y hacia la inmensidad azul del mar abierto.
Su mirada no podía apartarse de las olas. Era la primera vez en toda su vida que contemplaba el mar. Observó los pájaros que merodeaban por la playa. Estaba seguro de que el tío Audubon sabría explicarle muchas cosas al respecto, pero él ni siquiera conocía sus nombres. Uno de ellos, de plumaje blanco y con un extraño pico naranja, observaba atentamente las olas como si fuera a zambullirse en cualquier momento.
Albert se alegró mucho cuando vio una golondrina, con sus plumas azules, hurgando en el barro buscando gusanos para comer. ¡En Estrasburgo sí que había golondrinas! Quizás, al fin y al cabo, aquella isla no fuera un lugar tan extraño.
Volvió por un camino que recorría la isla por la orilla opuesta. En una playa reconoció el punto donde le había dejado Nereo y siguió el sendero que había tomado entonces. En el pantano todavía había más flamencos que el día anterior y le pareció ver al tío Audubon entre ellos.
Decidió sentarse y esperar. Al cabo de un rato se le acercó, se quitó el abrigo rosado de plumas y se acomodó junto a él. En la mano llevaba unas tenazas y unas tiras de aluminio grabadas con números.
–¿Por qué les pones estas anillas en las patas?
–¡Vaya, has recuperado la voz!
Albert sonrió.
–Dentro de algunas semanas estos flamencos empezarán un viaje muy largo. Más largo aún que el que has hecho tú estos días. Cuando se acabe el verano, alzarán el vuelo y se irán a África, al valle del Rif. Volarán más de cinco mil kilómetros para pasar el invierno en un lugar más cálido.
–¡Cinco mil kilómetros! –repitió admirado. ¿Y cómo sabes hacia dónde van?
–Precisamente, por las anillas que coloco en sus patas. La idea no es mía, sino de un maestro de escuela danés. Así, cuando los ornitólogos africanos vean flamencos con estas anillas, podrán saber dónde han pasado el verano. Y si yo el verano que viene encuentro flamencos con anillas de otros científicos, sabré dónde han estado durante el invierno.
–Pero estos flamencos, ¿de dónde son? ¿Europeos o africanos?
–Es una buena pregunta, aunque no tiene respuesta.
Albert no pensaba lo mismo.
–Todo el mundo es de algún lugar –dijo cogiendo una piedra y lanzándola con fuerza al agua.
El tío se quedó un rato en silencio.
–La naturaleza ya estaba antes de que llegáramos nosotros –dijo–, y seguirá aquí cuando hayamos acabado de matarnos estúpidamente los unos a los otros. Mira, ¿ves aquellas golondrinas que sobrevuelan la isla? Tienen los nidos en la otra orilla del mar Adriático, en los acantilados de Duino. En septiembre, cuando llegue el frío, se agruparán en bandadas numerosas y volarán todas juntas hacia el sur. Cruzarán un montón de países y de fronteras, pero sin saber que lo están haciendo. Somos nosotros los que vemos fronteras por todas partes; las golondrinas no saben ni que existen.
Pasaron el resto de la mañana juntos anillando las crías de los flamencos. Para hacerlo, había que meterse en el agua y mojarse hasta la cintura, hundiendo los pies descalzos en el barro. A pesar de su plumaje refinado y de su ademán altivo, estas aves viven con los pies enlodados la mayor parte de su vida. En el barro encuentran algas y minúsculos crustáceos que les sirven de alimento, y en el barro hacen los nidos, en forma de volcán, donde depositan los huevos a principios de verano.
El tío Audubon le explicó que su color rosado proviene de los crustáceos que comen y que los adultos mal alimentados son de un color más blanquecino. Solo los más sanos tienen un color tan intenso y tan bonito.
–Entonces, ¿estas crías blancas están enfermas?
–No, Albert, las crías siempre son blancas porque no comen crustáceos sino que beben leche.
–¡Anda, venga ya! –exclamó –. ¡Eso sí que no me lo creo! ¡Todo el mundo sabe que únicamente los mamíferos beben leche!
–Aunque parezca mentira, los flamencos también. O casi. Los adultos, tanto los padres como las madres, segregan unos jugos muy parecidos a la leche que usan para alimentar a sus crías.
–Realmente, son los animales más extraños que he visto nunca.
–Fascinantes. No son extraños, sino fascinantes. Y todos los animales lo son cuando los empiezas a conocer mejor. Y las plantas. Y los hongos. Incluso los microbios. Y a los humanos se nos ha concedido el privilegio de poder leer su historia directamente del libro de la naturaleza. No hay nada que sea más fascinante que esto.
–Es un placer conocer a otro de los habitantes de esta graciosa isla. He tenido la gran suerte que la familia von Thurn und Taxis me acepte como invitado y seguramente pasaré unos meses en el castillo, así que nos veremos a menudo. Tu tío me ha dicho que, para la edad que tienes, ya sabes un montón de cosas sobre los pájaros. Si tienes ganas, me encantaría que me enseñaras los alrededores y me explicaras todo lo que has aprendido.
Después de la llorera, Albert se había encontrado mucho mejor. Un baño desnudo en el mar le había relajado. De vuelta a casa, había seguido explorando la isla y se había adentrado durante horas por nuevos caminos. Pero a pesar de que las lágrimas quedaban lejos, sintió que aquel hombre sabía perfectamente lo que le había pasado, como si fuera capaz de leerle el pensamiento. Pero no le importó en absoluto. Estaba muy cómodo en compañía de aquel hombrecillo.
–O sea que los tres pasaréis una buena temporada lejos de casa, ¿verdad? –dijo el poeta cuando ya estaban en el postre–. ¿Y no habéis pensado en escribir cartas a la familia?
De repente, el tío empezó a gritar.
–¡Mirad! ¡Mirad ahí abajo!
Una nube negra formada por miles y miles de golondrinas alzó el vuelo desde las paredes de los acantilados de Duino y se dirigió hacia el cielo. Como si fuera un solo cuerpo, la bandada dibujaba círculos en el aire, se dejaba caer en picado y volvía a remontar cielo arriba hasta convertirse en minúsculos puntitos negros entre el blanco de las nubes.
–¡Es fantástico! –exclamó el poeta–. ¡Son tantas que más que una bandada de pájaros parecen una mancha de café derramándose sobre un mantel azul!
El tío Audubon, de pie sobre el tronco caído, señalaba el horizonte con el dedo. –¡Se van hacia el sur, hacia África! ¡Para nosotros el verano se acaba, pero ellas vivirán todo el año en un estío perpetuo!
Albert estaba maravillado contemplando el espectáculo, pero a la vez se sintió un poco triste.
–Ellas se marchan y nosotros nos quedamos aquí. ¡Y a saber hasta cuándo!– dijo.
El poeta le pasó un brazo por encima del hombro.
La bandada sobrevoló la isla un par de veces, como si las golondrinas se estuvieran despidiendo de su lugar de veraneo. De repente, como si obedecieran las órdenes de algún comandante invisible, cogieron altura y salieron disparadas hacia el sur. Su viaje había empezado.
¡Traición!
Una mañana, mientras Albert leía en el porche, escuchó los gritos de los gemelos que volvían de dejar el correo. Estaban muy enfadados y Moritz sujetaba el buzón del príncipe con una mano. Era una caja de madera pintada de colores llamativos con una pequeña apertura para introducir las cartas.
–¡Nos han engañado! –gritó lanzándolo al suelo.
–¿Qué quieres decir, con que nos han engañado? ¿Quién nos ha engañado?
–¡Mira! ¡Mira dentro del buzón!
Lo abrió y encontró una veintena de sobres. Eran las cartas que habían enviado a sus padres durante las últimas semanas. Se quedó tan sorprendido que no supo qué decir. Max le dio un puntapié a la caja, que rodó por el suelo.
–¡El príncipe nos ha engañado! ¡No ha enviado las cartas a nuestros padres! ¡Es un mentiroso! –dijo Max fuera de sí.
Pasaron la tarde en el porche. Aunque no lo
¡Guerra!
El domingo 23 de mayo de 1915 le tocó a Albert ir a mirar por el telescopio. Como tantos otros días, se dirigió hacia la punta sur de la isla por el estrecho camino de arena. Era un día caluroso de finales de primavera y, paseando, se dio cuenta de que faltaba poco para la llegada del verano. Pronto haría un año que estaba allí. Haría un año que se había separado de sus padres. Haría un año que había empezado una guerra que tenía que ser muy corta.
Cuando llegó, se sentó en la playa. El día era bastante claro y los acantilados de Duino podían verse a simple vista. Sin prestar demasiada atención, se agachó y miró por el objetivo. Necesitó un tiempo para reaccionar. Tuvo que mirar tres veces antes de estar totalmente seguro. ¡En el balcón del castillo de Duino, donde hasta entonces había estado la sábana blanca, ahora colgaba un trapo negro!
Salió corriendo hacia la casa. No sabía exactamente qué tenía que hacer porque ni siquiera lo habían