LAS VENTA N A S ABIERTAS -RELATOS-Diego Aravena - M a r k O w e n h c u B -Javier - Matias Castro-Malos Vecinos-V i c t o r N a v a r r e t e F ra n c is c o R a m ír e z -Matías Olivares -
Las ventanas abiertas Concepci贸n, Lanco, Temuco, Chol Chol y Santiago Oto帽o de 2015 -varios autoresDiagramado e impreso en Concepci贸n por Ediciones pasajeras edicionespasajeras@gmail.com
-RE LATOS-
LAS VENTA N A S ABIERTAS -E D I C I O N E S
PA S A J E R A S
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G R E C O -Diego Aravena-
LOS ZAP A N G O S - M a r k
H B
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R R
T
-Javie r Buch-
O w e n -
LA CORD I L L E R A - Matias Castro-
ALISON Y LOS PAJARRACOS
NO MÁS
-Malos Vecinos-
-V i c t o r N a v a r r e t e -
LAS T A R D E S PARECEN S I E M P R E I G U A L E S
P L A C E R O N A N I S TA -Franc isco Ramírez -
-Matías Olivares-
VA XAO
G R E C O -Diego Aravena-
Greco se ponía medio huevón a veces. Se volvía negativo, exageradamente, y según yo de la nada. Las peores ocasiones eran cuando se ponía hablador y hacía discursos contra el mundo, muy adolescentes, criticando el sistema, el no-sistema, la acción, la inercia, etcétera. Luego de un tiempo cambió, eso sí. Sus apariciones se volvieron medio poéticas, por así decir. El tipo se quedaba callado y parecía divagar en cualquier planeta menos en este. No discurseaba nada, solo parecía que se le vaciaban los ojos de repente. A veces en la micro, en medio de una conversación completamente trivial, dejaba de hablar y fijaba la vista en un punto indeterminado ajeno a las tallas, o a lo que se estuviera haciendo. Para esa época ni siquiera tenía novia, o aspirante a serlo. Según me contó Barrabás ni siquiera estaba interesado en alguna mujer (u hombre). Simplemente no estaba. No es que antes haya sido una panacea de sujeto, un ganador, o una especie de genio. Era más o menos un tipo de la masa, un poco ratón, pero salvaba. De vez en cuando se tiraba algún chiste bueno, y muy de vez en cuando recuerdo que hizo unas imitaciones de los profes bastante decentes. Eso se fue perdiendo con el tiempo
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hasta que se volvió irreconocible para muchos. Su desaparición fue lenta, gradual, con ausencias a las clases, con trabajos no entregados, asuntos que hacíamos todos pero que llamaban la atención en él de una manera particular. Cuando se aparecía andaba con el rostro pálido y los ojos amarillos. Si no hubiese tenido un estado tan lastimoso yo creo que alguien se habría atrevido a hablarle. Así no, porque asumíamos que lo que le había pasado era terrible, y nadie tenía la fuerza suficiente, o la entereza, como para acoger al pobre tipo. Su antigua forma de ser había sido borrada como el polvo en un día ventoso (por decirlo de una forma artística). Si uno lo piensa en retrospectiva Greco fue un tipo normal. Le gustaba ver tele, eyacular, relajarse. Era negado para el deporte sí, excepto volley, que según contaba, jugaba a veces. No le creo sí. Yo creo que Greco no jugaba volley, sino que lo miraba, y no creo que siempre, sino que en las Olimpiadas exclusivamente. ¿En qué otro momento se puede ver volley o cualquier otro deporte que no sea fútbol y ping-pong sino cada cuatro años? Lo sé porque me lo dijo, o sea, más o menos me lo dijo. Le gustaba hacerse pajas con las atletas. Se excitaba pensando en esas chicas tan abnegadas trabajando duro para romper sus marcas, para ser algo, y por supuesto que ayudaban sus espectaculares físicos y musculatura de piedra (excepto las chinas, porque ahí se sentía pedófilo, quien no). Todo normal, nada de perversiones estrafalarias salvo una que otra exploración zoofílica con su gato; secreto confesado en una noche de alcohol.
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No le faltaba nada básico. Tenía una bicicleta. Tuvo infancia. En su infancia nadie lo violó. Lo que no tenía era vida, pero eso cualquiera. Se la pasaba en su casa. De la casa a la universidad, y viceversa. Eso me contaba. Algunas veces fui a su casa. Era fea. Se notaba el descuido. Estaba desordenada y sucia. Solo tenía un sillón relativamente espacioso que daba al tele y un género grande colocado al centro como alfombra o trapeador. No supe sobre su familia porque mientras lo conocí nunca se me ocurrió preguntarle. Supongo que en algún momento alguien le heredó esa rancha que servía para seguir apretando y dándole a lo de siempre. Cuando algo basta no se hacen preguntas, supongo. Se sigue no más, como cuando uno se tira en bicicleta por una bajada y no se necesita pedalear para avanzar. Cualquiera fuera el caso nunca lo vi llorar. Greco no más tenía cara de idiota, taciturno, hasta que eventualmente no lo vimos más. Cuando murió el mundo siguió tal cual. Nosotros también. Fuimos al cementerio, le llevamos flores, lloramos un poco, lo usual. Luego envejecí. Tuve hijos. Mis hijos tuvieron hijos. Los hijos de mis hijos tuvieron hijos, y esos hijos tuvieron hijos. Yo, lógicamente, estaba muerto hace bastante tiempo. Mucho más tiempo del que aparecía en mi lápida. Llevaba muerto del día en que una hermosa paloma se posó en mi mano y me masticó la vagin a. Ningún hombre soporta perder su femineidad.
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LOS ZAPA N G O S - M a r k B o we n blogdeperrachica.blogspot.com
Los cinéfilos más avezados deben saber que uno de los discípulos por excelencia del padre del documental, el señor Robert J. Flaherty, era un sueco llamado Smirgo Dullen. La película más conocida de aquel director fue “Las conductas caníbales de la tribu Zapango”; hoy en día deben existir al menos tres copias históricas de aquel producto, todas en manos de coleccionistas obsesivos y fetichistas, pero no más de lo que fue el propio Dullen. La verdad es que aquel antiquísimo documental, contaminado por el exotismo desafiante de los trabajos de Flaherty aparecidos en la última etapa del cine mudo tiene una historia inquietante que no sería conocida de no ser por el testamento de Dolen Bjar, el primer operador de cámara de Dullen para aquella morbosa película. Bjar rompió el código de silencio que el reducido equipo mantuvo por casi todo un siglo, tal vez justamente por ser el último miembro que sobrevivió a los años. En el testamento de Bjar se revela que Dullen, amante de lo extraño y perturbable, buscaba una historia peculiar para su nueva película. Su anterior documental (aunque el género, como bien sabemos, aún no era designado de tal forma por aquellos años) mostraba las
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conductas casi primitivas de una extinta tribu aborigen de Suecia y había sido un completo éxito que en cierta medida ayudó a reactivar enormemente la empresa cinematográfica del escandinavo país. Para el nuevo proyecto Dullen sabía que la formula estaba en mostrar aquello que al espectador común le pareciese atroz, pero imposible de dejar de mirar. Concebida aque la como la receta del éxito, el sueco se sumergió en un estudio antropológico profundo de las distintas tribus salvajes que podían rodear el mundo, su objetivo era encontrar aquella que le pareciese lo más brutal posible para así ir donde ella y registrarla en sus costumbres y ritos. Entonces hubo una que le llamó la atención, la tribu de los Zapangos, nativos de la gran isla de Bali, según se escribía, ellos aún se refugiaban en el corazón de la jungla y estaban desconectados de todo roce social, pero lo que más atrajo al oportunista Dullen fue saber que se trataba de caníbales por excelencia. La productora vio una inversión segura en la propuesta del sueco, apostaron toda sus cartas a su empresa y brindándole una importante suma de dinero el realizador emprendió el viaje a Bali junto a su equipo de confianza (en donde estaba Bjar) más unos pocos técnicos asesores. A penas llegaron a la isla, el equipo se puso a disfrutar del sol, las mujeres extravagantes y el aire delicioso que se respira siempre ahí, el único que realmente se puso a trabajar fue Dullen quien no perdió tiempo y corrió a documentarse sobre aquella fascinante tribu, mientras tanto la productora confiando en la pericia de su director exótico, anunció a la posteridad que pronto se vendría una gran
película sobre la extraña y caníbal tribu de los Zapangos. El sueco había metido la pata hasta el fondo del barro con aquel peligroso proyecto.
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Días más tarde, Dullen llamó a su productora y pidió urgentemente más hombres aduciendo que la mitad de sus operadores habían enfermado de un raro virus del entorno. Los productores que aún confiaban en él, le dieron inmediatamente lo que quería y ni se fijaron que el plazo máximo para que el rodaje culminara llegaría en tan sólo dos semanas, ellos tenía fe ciega en su director estrella y lo complacían en lo que fuera. Los nuevos operadores llegaron en avioneta a la isla, eran en su mayoría jóvenes sin experiencia, todos fracasados que mandados por alguna agencia de empleos cayeron en ése que ninguno conocía bien. Descontando su equipo de confianza, Dullen tenía a su disposición a veinte operadores que con suerte sabían distinguir una cámara de un cañón. No había nada que hacer. Por mucho tiempo el sueco preguntó a nativos y entendidos del lugar sobre la tribu Zapango, pero todos reían y decían que aquello nunca había pasado que aquella tribu era un mero invento de los historiadores, que todo se trataba de un pobre mito alimentado por los rumores. Y todos decían lo mismo, sin importar a quien se le consultase la respuesta era casi idéntica “La tribu Zapango es sólo una fantasía” ya en el límite de la fecha tope, Dullen se aventuró y aventuró también a todo su equipo que hasta ese momento únicamente
había gozado de las bondades tropicales de la isla a internarse en la jungla como verdaderos exploradores para buscar a aquellos salvajes. Fueron dos grupos, el equipo de confianza por un lado y los veinte mediocres técnicos junto con Dullen por otro. Poco a poco la selva los comió, su intempestivo ritmo de plantas silvestres los hizo perderse. Los inútiles técnicos asomaron gritos de protesta contra Dullen quien en determinado momento desapareció ante sus ojos, fue entonces cuando el infierno se instauró ya que los técnicos, cada uno más estúpido que el otro no supieron qué hacer y de esta forma dieron vuelta en círculos por el resto del día. Luego la desesperación los carcomió, sus nervios explotaron y en cosa de unas pocas horas ya estaban peleando, embarrados en la tierra con piedras y lanzas intentando derribarse los unos a los otros como verdaderos animales salvajes. Finalmente, luego de tres horas un grupo salió victorioso de aquella sorpresiva batalla y tal cual lo harían las hienas con sus presas se dieron a un festín con el cuerpo de sus ex compañeros, devorándolos sin pensar si quiera que se habían convertido en caníbales y a los ojos de la cámara de Bjar se habían transformado en la temible tribu Zapangos. Resultó que durante el viaje Dullen resignado a aceptar que aquel cuento de los Zapangos era una mera fabula de la antropología reduccionista se vio aquejumbrado por el peso que soportaban sus hombros. El dinero, el precioso dinero que se había invertido tan confiadamente en él le
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terminaría costando caro, al no llevar material alguno de lo prometido Dullen estaba seguro que la productora lo colgaría haciéndole pagar su falta. El sueco, de pensamiento frio y resolutivo, entendió que no le quedaría otra cosa más por hacer. Llevo el grupo de inexpertos consigo y antes de separarse de ellos y juntarse con su equipo de confianza con quienes ya había trazado el siniestro plan les dio de probar a los jóvenes el brebaje de una yerba alucinante que los hizo en pocas horas perder la cabeza hasta el punto de pelear, matarse y comerse, mientras él y su equipo los vigilaban prudentemente captando todo aquel caos de la manera más oscura. Una vez que tuvieron la toma de lo que querían, es decir, del canibalismo, fueron en rescate de los pobres inexpertos que quedaban vivos, mas el rescate se trataba de otra mentira ya que ofreciéndoles un nuevo brebaje con la falsa intención de que se hidratasen, los sobrevivientes ingenuos y confiados terminaron envenenados e irremediablemente muertos. Lo siguiente fue pensar cómo convertir aquel crimen en una charada, no fue difícil, la ingenuidad de los empresarios escandinavos era tan grande como la de los falsos caníbales y se creyeron a pies juntillas la versión que Dullen y su equipo le dieron, que los operadores habían muerto infectados por un extraño bicho. Nada más que hacer, a poca gente le importó el nombre de esas veinte victimas que Dullen homenajeó descarada y descafeinadamente en su extravagante película, de la cual no pudo repetir su éxito apabullante y poco a poco se vio reducido a obras cada vez más mediocres y restringidas.
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De alguna forma se puede decir que Dullen es el iniciador de dos mitos dentro del cine underground, el snuff y el mocumental, de alguna forma eso sĂ, querido cinĂŠfilo de pacotilla.
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H E R B E R T - Ja v i e r
B u c h -
Evidentemente, en el vocablo alemán “profesión” (beruf), aun cuando tal vez con más claridad en el inglés calling, existe por lo menos una remembranza religiosa: la creencia de una misión impuesta por Dios.
Max Weber
A Herbert, la tarde le parecía lenta como un domingo. Llevaba más de una hora sin ingresar nada en las planillas de excel, distrayéndose con todo lo que veía más allá de la ventana: cuatrocientas hectáreas de malezas y arbustos que comenzaban a ocultarse bajo la penumbra y nubes enormes que se deslizaban imperceptiblemente hacia el este. Cuando se dio cuenta de que ya no haría nada productivo, se sirvió un whisky en las rocas y se tiró a descansar a lo largo del sillón. El invierno se acercaba y predijo que las tablas del techo iban a ser un problema. Se preguntó si debía cambiarlas todas o solamente las que estaban más podridas que las demás. También había que hacer algo respecto a la llave del lavamanos, el
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vidrio trizado de la pieza, la pintura del exterior, y otras tantas cosas que se hacía urgente reparar, cambiar o botar. En vez de planificar los arreglos de la casa, se fue perdiendo en recuerdos cada vez más incoherentes: caras anónimas que había visto en la ciudad, un perro pequeño y sucio que había tenido cuando niño, y un álbum de la familia que cada cierto tiempo volvía a aparecer entre las cosas de la bodega. En eso, y sin darse cuenta, se quedó dormido.
Cuando llevaba una hora trotando bajó la velocidad y se detuvo para abrocharse las zapatillas y acomodarse los calcetines. Más allá, en medio del campo, un grupo de caballos se había reunido debajo a un roble. Eran muchos, quizás decenas. Sus ojos brillantes lo miraban solamente a él. 2
Despertó aturdido y con un mal sabor de boca. Miró el reloj de péndulo y se dio cuenta de que ya eran las siete y cuarto de la mañana. No pudo creer que se había dormido durante toda la noche y se levantó de un salto. Luego de hacer varias series de abdominales y sentadillas, se puso sus audífonos y salió a trotar por la carretera. Pasó todo el día en la ciudad. Luego de hacer trámites pendientes, cumplir con las visitas a sus amigos y perderse en vagabundeos por todo Temuco, el anochecer lo encontró trotando por un barrio feo e indefinido que daba hacia la carretera. El camino estaba oscuro, pero no era la primera vez que trotaba sin luz, así que fue alejándose cada vez más de la ciudad hasta internarse en medio de la noche. Sus ojos se acostumbraron rápidamente a la penumbra. A pesar de todo, concluyó que era una buena noche para hacer ejercicio.
Estaba sentado en el jardín con un vaso de whisky, inspeccionando el frontis de la casa. Su padre la había construido con sus propias manos, décadas antes de que él naciera. Alguna vez fue una casa verdaderamente hermosa. Siempre se había preguntado cómo una persona podía haberla construido con herramientas precarias y poca ayuda. Sabía que, aunque tuviera las mejores herra mientas del mundo, él era totalmente incapaz de construir algo así. Miró las tablas y los sacos de aserrín que se desperdigaban con el viento. Bajo su administración, ahora la casa parecía una barraca saqueada y abandonada. Muchas veces se había prometido arreglarla pero nunca iba más allá de esa primera intención. Tomó un último trago de whisky que le quemó la garganta y se propuso comenzar con los arreglos ese mismo día. Severino, uno de los antiguos trabajadores de su padre, llegó en una furgoneta vieja y desvencijada. Cuando apagó el motor, vio a Herbert lanzando tablas hacia una pila en medio del jardín. Se saludaron con un fuerte apretón de manos. Herbert le contó que estaba
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remodelando la casa, que quería aprovechar el buen clima para limpiar los alrededores y que podía llevarse todas esas tablas para hacer fuego. Severino le preguntó por qué no pintaba la casa hoy día mismo. Yo te ayudo, agregó, hagamos que quede bonita. Severino había trabajado durante décadas como carpintero y le entusiasmaba todo lo relacionado con la construcción. Herbert aceptó entusiasmado y fue a buscar las herramientas a la bodega. Como la pintura estaba vieja y descascarada, fue fácil lijarla con las máquinas. Gracias a los rodillos, le dieron una nueva mano de blanco a la fachada en poco menos de tres horas. Aprovecharon el impulso y empezaron con las reparaciones del interior. Desclavaron las tablas podridas del cielo, entre latas de cerveza y música ranchera, y las cambiaron por otras en buen estado. Herbert cortaba las tablas con un serrucho, bajo las órdenes de Severino, quien hacía lo mismo pero más rápido y mejor. El ruido de las herramientas repicaba por toda la casa y los muebles fueron quedando rápidamente cubiertos de aserrín. El sol se ocultaba detrás de las colinas encendiendo las nubes de rojo, en una tarde fresca y luminosa que parecía como de verano. Tiraron todas las tablas viejas adentro del furgón. Ambos estaban cansados y conformes. Antes de irse, Severino le dio un fuerte abrazo a Herbert y le confesó que lo quería como a un hijo, que la vieja lo echaba de menos y que ojalá pasara a visitarlos de vez en cuando.
Mientras el furgón de Severino se alejaba, Herbert fue a buscar la carretilla para seguir recogiendo escombros. Según sus cálculos, aún quedaba tiempo suficiente como para limpiar el jardín. Y si tenía el ánimo como para trabajar de noche, también podía limpiar el aserrín del interior de la casa. 3 Eran las siete de la mañana. Todo el campo estaba cubierto por una suave manta de neblina. Herbert salió al jardín e hizo varias flexiones de piernas y brazos para entrar en calor, salió a trotar ocho kilómetros hacia la carretera, y al volver a la casa, se dio una larga ducha de agua caliente. Con la ayuda de una escalera, subió hasta el techo para inspeccionar el estado de las planchas de zinc. La mayoría estaban sueltas y oxidadas, pero no eran difíciles de reparar. Fue clavando las planchas una por una martillando cada esquina suelta; repitiendo el procedimiento más un centenar de veces, hasta que el techo quedó listo. Había trabajado durante tres semanas seguidas, durmiendo poco y nada entre una jornada y otra. Le dolían los brazos. Estaba somnoliento. Para distraerse, salió a caminar por sus tierras hasta perder la casa de vista. Cuando llegó al punto más alto de las colinas, pudo ver las plantaciones de remolacha que se alternaban con los campos de avena y raps. Estaba alegre pero exhausto, pensando en el trabajo, pero también en
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el deber, y sobre todo, en la soledad. Era una extraña mezcla de sentimientos que nunca ha bía tenido antes. Tanto así que de haber sido fumador hubiera encendido un cigarrillo.
Esa noche no tomó whisky. Durmió encima de la alfombra, solo, con una almohada debajo de la cabeza.
Entró por la puerta del living, dejó la caja de herramientas sobre law alfombra y caminó hacia el baño. Abrió la llave y se lavó las manos mirando cómo corría el agua sucia. Echó un vistazo hacia la ventana y notó que había dos hombres conversando y fumando en su patio, a pocos metros de la bodega. Por su actitud, Herbert pensó que estaban esperando a alguien. Era normal que a veces pasaran campesinos que vivían hacia los interiores, lo raro era que se quedaran merodeando tan cerca. Herbert no los perdió de vista ni un segundo, hasta que tiraron las colillas y se alejaron por el sendero. Fue a buscar el rifle —un Winchester calibre veintidós—, lo cargó con un cartucho y se quedó allí, manteniendo su posición detrás de la ventana. Media hora más tarde, cuando parecía que ya no iban a volver, los sospechosos llegaron caminando por el campo. Herbert le quitó el seguro al rifle. Se acercaron por el patio. Cuando estaba listo para disparar, se dio cuenta de que solo eran dos adolescentes –quizás niños– que iban conversando acerca de nada en especial. Su falta de dominio sobre la casa, y sobre sí mismo, lo abrumaron. Herbert pensó en aprovechar el impulso y en pegarse rápidamente un tiro en la cabeza. Pero recuperó la calma y fue a guardar el rifle en el entretecho.
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LA CORDILLERA -Matías Castro-
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Nos encontramos en el pueblo durante el invierno, y para mi fue de verdad una sorpresa verla conduciendo ese auto añejo por la calle que da a la plaza, verla también detenerse y asomar la cabeza por la ventana, girando la vista hasta donde estaba yo, empapado, para preguntarme si en realidad era Ramiro, el Ramiro Costa que había salido de Periodismo hacía un par de años. Me miró las botas y desde ahí hacia arriba rastreó detalles, evidencias que confirmaran su suposición, que -lo que le motivó un breve pero significativo temor- ya irremediablemente había verbalizado, mientras yo calmaba el paso y, acercándome al auto sacaba mis propias conclusiones, reconociendo su rostro, su trenza a la derecha y ese extraño gesto al dudar que luego tantas veces tuve que ver. Claro, le dije una vez que estuve frente a ella y, aparte de la puerta y una poza de agua turbia, solo nos separaba una fracción de tiempo que ambos sabíamos bien de qué manera abordar, como si ante la juventud que nos impidió formar un vínculo significativo hubiéramos encontrado una vía de la que nos veíamos tentados a hablar, porque la lluvia, para los dos, motivaba el movimiento, el cambio. Tú eres María, María Valencia, me acuerdo de ti. Ya sin dudar y con cierto agrado me
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invitó a subir, habiendo confirmado antes que nuestros caminos tenían un punto en que intersectaban y que, contrario a la disposición de otros días, prefería un aventón a tener que caminar todas esas cuadras que restaban para llegar a la casa. Le dije entonces, al tiempo que cruzábamos la calle de la plaza, que me sorprendía verla por el pueblo, pues hasta donde yo sabía ella vivía más al norte, cerca de la capital. Me dijo que tenía familiares aquí. Un abuelo suyo, el dueño de la ferretería que está a una cuadra del supermercado, había vivido por décadas acá, pero ella nunca lo visitaba pues tampoco llegaron a entablar ningún tipo de vínculo cuando fue posible. Conozco a tu abuelo, le dije, recordando el grado de concentración imperturbable que demostraba el viejo cuando revisaba los libros de contabilidad en la ferretería, escena que se me hizo habitual en la época de colegio y que de seguro se siguió repitiendo muchos años más, con otras personas, hasta poco tiempo antes de que nos cruzáramos con María esa tarde. No es la mejor forma de pasar las vacaciones, me comentó, pero tampoco me puedo quejar mucho. Avanzamos unos metros más y cuando llegaba a mi casa le indiqué dónde podía estacionar. Al bajar, tras despedirnos, me vi las botas y noté que estaban muy embarradas. Le hice un gesto con la mano y ella dio un bocinazo, antes de dar la vuelta a la esquina.
bre dijo. El viejo estuvo trabajando hasta el último día, era muy sacrificado y no se cuidaba mucho, eso creo que le pudo haber pasado la cuenta, además que era bueno para el trago, dijo mi papá. Dijo también que durante to dos esos años se había dedicado a ahorrar como si necesitara asegurar cuatro o cinco generaciones, que en pos de esta especie de misión que se había autoimpuesto -y era muy difícil, para todos los que algo supieron de él, distinguir una línea que separara el ahorro y la precaución con la tacañería y la avaricia- comía poco y mal, no usaba el auto casi nunca y prendía la calefacción de la ferretería solo un par de veces al año: los días en que caían esas famosas heladas que mataban las siembras. Eso puede haberle deteriorado la salud al viejo, pero fue, por decirlo de una forma, un movimiento subterráneo porque nadie lo notó, todos pensaron que estaba bien y de un día para otro cayó en cama, el día siguiente lo vio un doctor y ya al tercer día estaban velándolo. Aunque nadie sabe muy bien, era muy reservado. Tenía sus años de todas formas, dijo mi papá.
Después de la hora de once, sentado junto a la salamadra, llamé a mi papá para preguntarle si sabía que había muerto el viejo de la ferretería. Pero claro, hom-
María me contó practicamente la misma historia, pero con un toque de dramatismo que no era propio sino el intento de reflejar la forma en que se lo transmitieron sus tías del pueblo que, así como lo entendió en ese momento, fueron las que sufrieron un verdadero impacto ante la súbita muerte del hombre. Caminamos un rato por la alameda, contándonos algunos chistes y discutiendo sobre lo que había sucedido todos esos años en que compartimos salas,
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pasillos y documentos incútiles, como también sobre el tiempo en que no nos vimos y ni siquiera pensamos en el otro. Porque en realidad no tenía casi ninguna razón para pensar en María y creo que incluso había menos razones para que ella pensara en mi. Curso a curso estuvimos codo a codo en habitaciones minúsculas ompartiendo un interés, un pensamiento, pero sin que tuviera ninguna importancia entonces, sin que significara nada para nadie porque nada de eso se dijo. Luego del entierro conversamos sobre esto y concluimos que había estado bien. No es que crea que hay un tiempo correcto para conocer a las personas, me dijo, solo es que pienso que guardar silencio, mantener distancia, sentir un desinterés absoluto hacia alguien y todo lo que lo rodea igual es una forma de comunicación muy intensa. Ahora te lo digo, oyes mi voz y procesas todo esto, lo que te revelo, mi parte interior, y eso es sumamente importante porque se rompe todo lo que se había construido durante años de indiferencia. Me dijo: se pierde el brillo de una relación que nunca fue una relación, ahora dialogamos y de aquí a un tiempo más nos haremos pedazos. Me sentí muy tentado a reirme, pero pensé que podía haber estado hablando en serio y me aguanté. Le pregunté si le habían dicho algo por el barro en el auto y me contó que su tía se quedó mirando con cara de desgracia el asiento del copiloto, pero sin ser capaz de decir nada al respecto. De todas formas, contaba María, le prometí que lo limpiaría. Avanzamos un poco más hasta que empezó a chispear. Ante el primer aviso de una lluvia que se prevía abundante
emcaminamos hacia el centro, donde paraban los colectivos, para despedirnos con la idea de juntarnos un día e ir a conocer la cordillera, antes que ella se volviera al norte.
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Mi abuelo era muy amarrete, Ramiro, si con decirte que todo lo que le regalaban para sus festividades, todo, absolutamente todo, lo guardaba para los cumpleaños a los que iba después. Cuando se le acababan, se llenaba de chivas cada vez que lo invitaban a alguna celebración, con el único fin de evitar tener que gastar plata. Y lo peor es que se terminaba lamentando. Le decía a mi abuela -según me han contado- a la mitad de la noche, que alcanzaba a escuchar la música de la fiesta unas casas más allá, y se empezaba a preguntar qué tipos de tragos estarían tomando esos otros que sí aceptaban declinar un poco de dinero en cambio de una velada de esparcimiento. Se enojaba un montón y mi abuela terminaba pagando el pato. Viejo amarrete, repetía María apretando los dintes y sacando la mano por la ventana mientras yo veía como, kilómetro a kilómetro, las montañas se volvían más grandes. Viejo maldito. Estacionamos a unos cien metros de esa cabaña minúscula que tanto visité en la adolescencia, con familiares o compañeros, y que tanto olvidé cuando los años se volvieron frágiles y empezaron a pasar veloces, al igual que las mismas personas. Se había vuelto notorio el efecto del tiempo en las maderas astilladas de la
fachada del refugio. Así le decía mi papá, el refugio. Yo nunca entendí muy bien por qué, pero al parecer, según me contaba un compañero que también era asiduo a una cabaña pichiche como esta, pero que estaba mucho más arriba, se debía a que estos sucuchos servían a los arrieros –o en realidad a cualquier visitante de la montaña que tuviera algo de respeto- en momentos de apuro como un hogar provisorio donde pasar la noche. Un verdadero refugio, terminaba diciendo este compañero. María Valencia entendió la historia y le pareció de lo más lógico, a pesar de las dudas y precauciones que mostré al contarla.
y pienso en todo esto, llego a creer que, al menos durante esos días, nada de lo que dijo fue en broma. Pienso en eso y vuelvo a extrañarla.
Por la noche, cuando la lluvia se volvió intensa y nos resguardamos ahí, el nombre cobró más fuerza. El olor a encierro era intoxicante, así que dejamos una ventana abierta y nos fuimos al auto mientras esperábamos que el aire de la montaña limpiara en algo la pestilencia del tiempo encapsulado en un hoyo oscuro. Ahí estuvimos cerca de una hora, muy incómodos y no solo porque María dedicó una buena fracción de ese tiempo a recriminarme por no habernos vuelto al pueblo cuando caían las primeras gotas o cuando la lluvia había comenzado -yo le había dicho que iba a despejar, que esperáramos a que pasara, luego que fue evidente que el cielo no se abriría-. Si nos vamos ahora, repetía, estoy segura que nos matamos. Si nos quedamos acá, seguramente igual moriremos en ese par de tablas. Yo me la quedaba mirando y de verdad que no sabía hasta qué punto iban en serio sus alegatos y donde empezaban las tallas. Hoy, que fuerzo la memoria
La noche en el refugio, como lo anticipó, casi nos mata. Cuando faltaban un par de horas para que amaneciera nos despertamos por el golpe de ruido que significó la caída de una ventana, justo la que estaba más cerca de la cama, y la corriente helada de lluvia que se metió en la habitación mojando todo. Nos levantamos, tomamos nuestra ropa, que ya se había mojado, y corrimos aterrados hacia la cocina, sin notar los vidrios rotos que se esparcían por todos lados. María se cortó la planta de los pies y apenas po día andar. Gritó como un animal cuando le quité un pedazo de vidrio que se la había incrustado profundamente, lloró un poco y se preguntó cómo yo había pasado de ser un amante digno y pasional a un descriteriado insensible. Nos vestimos y corrimos al auto, donde conversamos hasta que amaneció, totalmente empapados y seguros de que a nuestros cuerpos gastados se les venía la noche. Fue ahí cuando María me contó que su abuelo le pegaba a la señora. La verdad era que el viejo estaba metido en unos negocios muy turbios con unos alemanes de la capital que cada tanto venían al pueblo, una sociedad que le trajo muchas alegrías y beneficios económicos al principio, pero que luego se volvió una fuente inagotable de deudas. La frustración que significaba lidiar con todos estos problemas, más sus pobres valores morales, lo llevaron a descargarse con la mujer, que aguantó
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estoica las verdaderas palizas que le daba el dueño de la ferretería cada vez que llegaba de mal humor a la casa. Muchos en la familia lo sabían, me dijo María, pero nadie hacía nada. En el terminal nos despedimos como si fueramos a volver a vernos en una hora más, presos de una alegría que iluminaba al resto el camino que estábamos tomando. Ellos, contrario a lo que cualquier persona con hambre de vida esperaría, no ofrecían ningún gesto de aprecio a nuestra posición: en lugar de darnos una sonrisa se alejaban. Claro, estábamos muy resfríados y María cojeaba penosamente, pero la distancia era signo del miedo a afrontar cierta parte de la realidad, y como no éramos nada para enjuiciarlos por algo tan comprensible sugeríamos bromas que terminaban en ataques de tos.
Antes de irme a la casa pasé donde mi papá. Le conté que pensaba escribir una nota para el diario y se alegró mucho, argumentando que ya era hora que hiciera algo con todos los años que había invertido estudiando. Me preguntó de qué se trataría y le dije, confiando en su discreción, más o menos de qué iba el asunto. Mi papá se sorprendió solo al principio. Revolvió un poco el café y dijo que al final esto que pasó son secretos a voces, verdades que todo el mundo sabe, pero que nadie dice. Todos mantienen la boca cerrada, callan. Está bien, de todas formas, que escribas sobre esto, dijo mi padre. En algún momento, aunque tengas la certeza de que por esto se te vendrá un vendaval de mierda encima, hay que romper la intensidad del silencio.
Antes de partir le pregunté a María quién había sido, derechamente, y me indicó con la vista hacia donde estaba su tía, la dueña del auto, con la que crucé una mirada brevemente valiosa. Le pregunté si estaba segura y me dijo que no del todo, pero ya tendría tiempo yo mismo para saber bien todo eso. Seguí pensando en ello mucho rato, al punto de no distinguir en qué ventaba iba María, por lo que terminé levantando el brazo y saludando a cualquier parte, con la vista perdida en el techo blanco del bus.
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ALISON Y LOS PAJARRACOS -Malosvecinos-
No sé qué escribir. Lo cierto es que no me siento demasiado bien, lo cierto es que he vivido escapando, huyendo de mi propia miseria por mucho tiempo. Escribo... ¿por qué razón escribo?, no sé, a veces, simplemente, no hay razones. La nada se hace elocuente en cada palabra. He sido siempre un solitario... Mientras escribía, se acercan tres jóvenes, dos hembras y un macho con cara de idiota. Me rodearon. La muchacha que disparó primero sus palabras se presentó, su nombre era Alison. Luego preguntó mi nombre, respondí con indiferencia. Me entregaron un folleto. Alison comenzó a hablar sobre Cristo, su discurso era tedioso. Yo no pude hacer nada, yo estaba vacío. Tenía una biblia en sus manos, sus dedos eran finos y largos. Recordé una película, imaginé su clítoris. Alison me hablaba con pasión acerca de temas que dominan muy bien los jóvenes del Ministerio Evangelístico <<Águilas de Jesús>>. Terminaba un tema, yo la miraba y sonreía, me sentía incómodo y perturbado, escucharle era como estar siendo violado. Alison preguntó: ¿Crees en Cristo? Yo respondí: <<Sí>>.
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Puse una sonrisita, le mostraba mis dientes mientras mentía, por supuesto le mentía: a ella, a sus hermanos y a Cristo mismo. Mi fe le conmovió, me preguntó si asistí a la iglesia alguna vez. Yo respondí que sí, volviendo a mentir, pero esta vez agregué: <<Pero ya no voy... estoy alejado>>. La verdad, es que me repugnan las iglesias, siempre las odié con intensidad. Ni siquiera me bautizaron cuando pudieron. El monólogo de Alison prosiguió, no interrumpí en ningún momento, era una situación tan absurda que me dejé arrastrar. Yo solo dije que sí con gestos, ese fue mi movimiento en este juego. Pensé detenidamente en callarle el hocico introduciendo mi verga en su boca, o algo por el estilo, me aburría su charlatanería religiosa, había escuchado mucho de eso en mi vida, cerré los oídos y comencé a observarle, su mímica era graciosa. Yo mostraba interés. Alison decía: <<...Es por esto que te digo, hermano, que te vuelvas a Cristo, Él ya viene...>> Yo asentía con la cabeza, mis gestos eran sumisos, me estaba comportando bien, me imagino que hasta pensaron que yo estaba de acuerdo, ya que no cuestionaba; quizás hasta llegaron a imaginar que comprendía sus palabras y que me las creía. Hubiese sido un milagro, pero, ¿qué mierda es un milagro?. Seguí el juego. La idea era mostrarme interesado e iluminado por su Verdad. A esta gente le encanta esa mierda de sentirse pequeños Mesías.
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Alison dejó de hablar y hubo silencio. Me miraron, querían participación, es decir, que yo dijera algo, me daban la palabra. Pregunté: <<¿qué significa que venga Cristo?>>. Desde luego esta pregunta era una estupidez, pero Alison respondió. No recuerdo la respuesta, pero era algo literal, así como que bajaría desde el cielo, Cristo, llevándose a los buenos, y ese tiempo estaba muy pero muy cerca. Quise preguntar cuándo bajaría Cristo desde el cielo, o por qué no lo había hecho últimamente, qué esperará nuestro salvador. Obviamente no pregunté nada, ya sabía la respuesta. Cristo no ha bajado a la tierra por que no le ha dado el cuero. De todo lo que Alison decía, yo escuchaba lo que quería, y así me entretenía, era muy gracioso, pero aun así contuve mis burlas. Las carcajadas rebotaban en mi interior y casi se me salían en pequeños espasmos respiratorios. De seguro ella ya se había dado cuenta, era muy difícil tomarle en serio mientras hablaba del infierno y el paraíso, por eso estaba algo nerviosa, tenía una biblia en sus manos (una sagrada biblia que contiene la mente de Dios, la condena de los pecadores y la salvación de los creyentes) pensé que quizás iba a leer algo de la biblia, algún párrafo de todos los que tenía estudiados y destacados con lápiz fluorescente verde limón, pero no, menos mal no leyó nada, hubiese sido el culmen del
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aburrimiento y el hastío. Quizás le hubiese golpeado en su lindo rostro virgen. Alison, la muchacha evangélica, proseguía con un tono de advertencia: <<...Los que no creen estarán condenados a la muerte eterna...>>. Yo pensaba en lo grotesco de la eternidad en cualquiera de sus formas. De existir, la eternidad en sí sería un castigo, aburrimiento eterno. También recordé a Bakunin en su interpretación del Génesis como una fabula ridícula, en la que Satanás es el héroe. Alison me preguntó si había pecado; la respuesta era obvia, pero ella quería culpa, así que le di culpa, agaché la cabeza mientras respondía afirmativamente. Comenzó a hablar algo acerca de la cruz, <<que la cruz de Cristo no sea en vano, etc.>> Puse cara de comprensión, a ella le encantaba que le siguiera con gestos, era una pequeña obra teatral, pero tras bambalinas, en mi habitación privada, yo pensaba en lo mucho que disfruto pecando y blasfemando. Si supieran, ja-ja-ja-ja, me estarían linchando, dándole a este cuerpo los castigos que se merece, como en otro tiempo, castigos importados desde el infierno de Dante. Yo soy inocente, me divierto dándome chapuzones en el lodo de lo que ustedes llaman pecado.
eran feos. El varón era un joven flaco, bien vestido y con una barba ondulada bien recortada, me hacía pensar en vello púbico. La otra era una gorda negra de metro y medio, tenía un morral de alpaca que cruzaba desde su hombro hasta su culo. La gorda era horrible, demasiado común y me la imaginé hasta hedionda, ella me dijo algo, también sobre Cristo, yo ni siquiera presté atención, la gorda me repugnaba. En cambio Alison, a pesar de ser una evangélica, era sensual y femenina, tremendamente femenina. Su vestimenta era etérea, me imaginaba su cuerpo tras esa cáscara de ropa. Rubia de ojos color miel. Su boca, la misma boca que me hablaba del señor Jesucristo, era hermosa, ordenada y limpia, tenia bellos dientes y labios finos, lo que me hacía pensar inmediatamente en la forma de su vagina. Era muy discreta, sus tetas estaban escondidas tras un extraño chaleco con cuello de tortuga, su ropa era a prueba de pervertidos como yo. Pero la imaginación estaba al poder. En cuanto pude le observé de pies a cabeza. Esos muslos sostenían un buen culo, y un buen culo es importante. Casi por sabiduría primitiva, pensaba su culo, con gran intuición erótica, ese culo era una buena herramienta, un buen lugar donde perpetuar la especie, un buen lugar para depositar mis huevecillos.
Alison terminó su turno, sus <<hermanos>> -como se decían ellos- comenzaron a hablarme. No les escuché,
La voz de Alison hablándome palabras (pecado, salvación, intimidad con Cristo, oración, infierno-paraíso). Pasaba de sonidos de humilde réplica de pronto a sonar muy imperativa y autoritaria. No me gustaba para nada la mierda que hablaba, era todo maquetado, estoy
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casi seguro que ni ella se creyó toda esa basura que salía de su boca. El tema era Dios, sí, Dios y Cristo, que a la larga son lo mismo, como una sola cosa invisible que <<sabe todo lo que pienso antes que lo piense>>, esto último me lo informaba el idiota, casi como una censura, al darse cuenta de mi mirada lasciva. Yo babeaba ante el espectáculo del polvo imaginario que le estaba dando a Alison. Ella se vaciaba sobre mí, ella estaba arriba cabalgando en nombre de Cristo, orgasmo, orgasmo, Cristo. Siempre que Alison terminaba me daba una mirada esperando alguna respuesta, ahí yo salía de mi mente y hacía algún movimiento de cabeza, o repetía la última palabra que ella decía, lo hacía en voz baja, como si en realidad me importara. A veces cuando no quería decir algo agachaba la cabeza y miraba el folleto que me entregaron al comienzo, este folleto tenía dos caras. La primera dice VUÉLVETE A CRISTO y adjunta las coor
CRISTO, BLA BLA BLA BLA AMOR DE CRISTO, BLA BLA BLA BLA ENSEÑANZAS DE CRISTO... yo me seguía cagando en un camión de niños Jesús. Tenía que deshacerme de este trío, estaba muy incómodo y muy cansado, ya había salido de mi trance infantil, quería librarme de ellos. El sol se abrió paso entre las nubes, era horrible, la luz me pegaba en la cara, el sol estaba haciendo fermentar la hediondez de la gorda que estaba a mi lado. Dios no estaba de mi parte. Para ahuyentarlos les di las gracias, suspiré, y les dije que hacían una buena labor. Ellos mirando el suelo como si no se merecieran los halagos dijeron bajito, amén u otra frase que no recuerdo. Luego Alison me miró a los ojos y sonrió, yo sonreí de vuelta y de pasada hice una broma que creo que no les gustó ya que sus rostros se desfiguraron. Tuve que salir rápido del apuro, aunque a mí me pareció muy graciosa.
denadas de un aula y un horario del cual disponen para hacer sus ritos religiosos de adoración. Por la otra cara el folleto entrega la información de 3 VERDADES QUE SALVARÁN TU ALMA, las identifica y describe con versículos de la biblia e ilustraciones.
Alison dijo: <<Sergio, la venida de Cristo es un tema que hay que abordar con seriedad>>. Pensaba replicarle algo, pero esa boca que se abría y cerraba gesticulando, haciendo palabras, me tenía tremendamente excitado. No dije nada. Puse cara de yo no fui, una cara de mierda que al parecer a ella le gustaba.
Ya estaba muy incomodo, ellos seguían parados rodeándome. Alison era imparable, BLA BLA BLA BLA
La cosa era que todo era muy absurdo, yo estaba como un niño en un disfraz, jugando a ser otro, algo
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que no soy, ciudadano creyente de buenas costumbres y buenos sentimientos, alguien que necesitaba de esa charla, para ellos, para su imaginación, yo era un alma enferma que necesitaba atención, o quizás, yo era Cristo. Lo cierto es que esa media hora fui un maestro zen en aceptación continua, aceptaba todo, no juzgaba ni decía nada, sin embargo, me sentía cada vez mas vacío. Todo lo que me decían estos pajarracos me rebotaba. Yo era un espejo, y era lo que ellos buscaban, yo quise hacerme para ellos, y no me detuve, era fácil, yo era un pedazo de carne al que agarraban a palos. Me imagino a Alison entrenando su discurso religioso mientras se acaricia desnuda frente al espejo, como Eva en la creación, completamente sola con su biblia y sus manos.
vez de verdad) y me sentí mucho mejor. Ya sabía qué escribir y la razón, ya no me sentía ni inútil ni solitario. Todo tenía sentido. El mundo es un zoológico y yo me tengo que reír, reír hasta morir. Sin querer había sido iluminado por el verbo y la verborrea, mi oscuridad se había disipado, yo era nuevo y tenía ganas de una cerveza. Se fueron. Sonriendo, pensaba la inutilidad de esto, perdieron el tiempo conmigo, ¡pobres!. Mientras salía de mi segundo suspiro, algo me desconcentró: era el culito de Alison bamboleándose a unos 15 metros de distancia, y, alejándose, ese culo bailaba. Ella era un ángel del coito. Aunque la gorda parecía un demonio del Perú, una mutación mística, entre dos elementos 1. Pazuzzu: el demonio de la tradición Sumeria y 2. Un mojón de mierda.
Alison terminaba su discurso diciendo que Cristo (o Dios, ya no recuerdo bien) le había enviado hacia mí. En un mar de gente sonriendo alegremente yo era un animal desprotegido, casi en peligro de extinción. Solo en una gran banca de madera pintada de verde a las afueras de la Universidad de Concepción, no creí ni una mierda de lo que dijo. Ellos me vieron, yo era la presa fácil. Ni Dios, ni destino, ni nada. Solo gente vivaracha haciendo lo que tiene que hacer y listo. Alison, el idiota y la gorda se despidieron con una sonrisa de maqueta y yo respondí de la misma forma. Todo era tan falso. Mientras se alejaban, yo me sentía cada vez más seguro, me recuperaba, suspiré (esta
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NO VA M Á S X A O -V í c t o r N a va r re t e -
Once y treinta de la noche. Invierno. En la calle corre un viento helado que raspa el rostro como una lija. Para acortar camino ha cruzado por el sitio eriazo que une ambas poblaciones y la humedad de los pastizales le ha dejado el pantalón completamente mojado, desde las rodillas hacia abajo. Se siente enferma. Acaba de romper por celular con su novio y sin pensarlo demasiado ha salido en dirección a la casa de la Señora Noelia, una mujer mayor con la cual conversa de igual a igual y la única de sus amigas que vive cerca. Necesitaba huir de su casa antes de que llegue su madre y note lo sucedido. No tiene ánimos para escuchar el mismo sermón catastrófico de siempre. Hace un rato intentó aguantarse las ganas de llorar para no sentirse una estúpida pero terminó llorando de todas formas y ahora se siente agotada. Le duelen los ojos, le duele la garganta, le duele el corazón. Le duele todo. Mientras camina y se sacude los pantalones, repasa con rabia, una y otra vez, cada palabra de Carlos. De entrada, este le había dicho que, distinto a lo que
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habían acordado un par de horas antes, no la pasaría a buscar para salir en la noche. Entonces ella le había preguntado el motivo del cambio de planes y él le había respondido, directamente y sin anestesia, que era mejor que terminaran porque lo suyo ya no daba para más y que no quería que se sigan viendo. Y luego, mientras ella hilaba algunas frases casi incoherentes con la intención de que piense mejor sus palabras, Carlos, casi sin escucharla, le había dicho que estaba ocupado, que lo estaban llamando y le había cortado. Angélica por su parte, en un intento desesperado por continuar la conversación, le había enviado un mensaje de texto amoroso en el que le recordaba cuanto lo necesitaba y lo felices que eran juntos. Diez minutos después de enviar el mensaje, de camino a la casa de la Señora Noelia, aún no recibe respuesta. *
casa y quedarse encerrada todo el día viviendo amargada y achacada por todo. Ella todavía es joven y le quedan mil cosas por vivir. Además, nadie tiene derecho a decirle cómo debe vivir su vida. Para eso ella trabaja, se gana su propia plata y puede hacer con ella lo que se le antoje. Por eso le gusta ir donde la Señora Noelia. Porque ésta, a pesar de sus casi sesenta años, tiene una mentalidad distinta. Una mentalidad joven que permite que ambas puedan conversar horas y horas sin que se sienta como una tonta que no sabe qué hacer con su vida. Además, ella sabe bien donde está y con quien anda. No es necesario que le abran los ojos. Ella sabe, por ejemplo, que Carlos es casi alcohólico y que se mete coca y de todo un poco… pero ¿y quién no lo hace? Ya está acostumbrada a que todos le critiquen. Ella lo conoció así… ¿qué podría hacer?
En el fondo, su madre no entiende que ella es distinta, que ella no está hecha para hacerse cargo de la
Algunas de sus amigas le decían que Carlos era igual o peor basura que el padre de su hija y que no tenía razón para estar con él. Pero ella lo amaba y eso lo hacía distinto y más importante que cualquier otra pareja anterior, más importante que cualquier opinión. Y aunque le doliera… también lo hacía más importante que cualquier llamada a media noche para gritarle y averiguar dónde estaba, o que le hablara mal de todas sus amigas o que llegase cuando a él se le ocurriera y se desapareciera semanas con alguna de sus “amiguitas” y que terminara con ella una vez al mes… Total, al final
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Según Angélica, siempre que ella y su madre intentan conversar, terminan peleando. Y se pone más intratable aun, cuando intuye que se ha peleado con Carlos. “No deberías andar con tipos como él”, “tú ya no eres una cabra chica, ya eres madre”, “ese tipo es un delincuente”, suele repetirle hasta el cansancio.
siempre regresaban. Además, cuando estaban bien, él transformaba su mundo y se convertía en su protector, su compañero… el hombre fuerte que siempre había querido a su lado. Un hombre que siempre marcara presencia allí donde fuera y que no se pasara la vida dándole explicaciones al resto. Llega a casa de la Señora Noelia, se seca las lágrimas, se arregla el cabello y luego toca la puerta. Nadie responde. Se queda esperando y luego toca nuevamente. Mira a través de un resquicio en la ventana esperando encontrar alguna luz encendida, pero no logra ver ningún asomo de claridad. Quizás están durmiendo, piensa, y luego comienza a llamar a Noelia por celular para avisarle que está afuera de su casa. Continúa tocando cada vez más fuerte. Hace un par de llamadas más pero a pesar de escuchar el tono de espera, no recibe respuesta. Es cierto que Noelia le ha dicho que no le visite después de las diez, que a esa hora está durmiendo, pero cuando sepa lo que ha sucedido seguro que entenderá. Mientras toca la puerta y a ratos se sacude los pantalones, piensa que lo que realmente le gustaría en este momento es estar en verano y no en medio de un invierno horrible que la tenía harta de andar caminando mojada por todos lados. Si fuese verano, estaría de vacaciones. Dejaría a su hija encargada con su madre y se iría por dos o tres días con sus amigos a la playa o al lago y se olvidaría
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de los problemas por un buen rato. Comprarían un par de jabas de cerveza y luego se instalarían alrededor de una fogata. Sus amigos harían la colecta para comprar merka y ella se haría la loca y daría poquito esperando que luego le conviden. Y mientras estuviera jalando se reiría en secreto de aquellos que pusieron la plata para que ella se aplicara casi gratis. Por supuesto, para que la escena fuese perfecta, allí entre sus amigos, estaría también Carlos y durante la noche alojarían en la misma carpa y se reconciliarían. Sería hermoso. Ya les había pasado un par de veces antes y seguro que les podría volver a pasar. Al inicio él se sentaría lejos, evitándola, y ella haría como que no lo toma en cuenta. Entonces al rato, luego de algunos copetes, ella se pondría a juguetear con alguno de sus amigos y entonces él montaría en cólera y se amurraría como un niño y entonces ella se le acercaría a preguntarle lo que le pasa. Él, primero le respondería que no le pasa nada y ella le haría algo de cariño y le diría que le pregunta en serio, que quiere saber qué le pasa. ¡Ya! ¡Dime la verdad!, le diría coqueta. Entonces él, intentando no parecer afectado, le respondería que acaban de terminar y ella ya se está intentando encamar con otro... Entonces ella le diría que no sea tonto, que sólo tiene ojos para él, que no está interesada en nadie más... y se darían un beso medio a la mala y más tarde pasarían la noche juntos. Casi lo puede ver haciéndose el enojado con su carita de ebrio hermoso. Sus ojitos brillantes
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reflejando las llamas de la fogata. Casi puede sentirse tomando una chela mientras se abrazan felices. Abren la puerta. * Javier pone un poco de salsa de tomates en un plato, agrega un toque de cebolla, morrón picado, algo de aliño y luego lo calienta todo en el microondas. Saca el plato, le agrega lo que queda del arroz del almuerzo, le pica un par de aceitunas y luego vuelve a calentar todo mientras se prepara un café. Enciende el televisor en busca de algo interesante pero sólo encuentra partidos de fútbol repetidos, series que desconoce y algunas películas que parecen ya ir a la mitad. Puros diálogos de gente hablando de algo que ya pasó o las clásicas escenas en donde el jovencito está perdido en sangre y la ciudad está en llamas posiblemente a mitad de “la batalla final por la supervivencia”. Luego de darle una segunda vuelta a los ciento cuatro canales disponibles en su cable, se queda viendo un programa sobre la migración anual de ñus y cebras en alguna parte a la mitad de África. La migración de mamíferos más grande del planeta explica la voz en off, mientras en las imágenes se puede ver lo que parece ser un río gigantesco de pies y torsos, avanzando a mitad de la sabana.
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Le enferma un poco el no tener tiempo para sentarse a ver una película que le guste o cualquier cosa que dure más de una hora… Las veces que lo ha intentado, se le terminan cruzando mil motivos para ponerse de pie y hacer un sinfín de cosas que después olvidará o ser un poco más productivo y “adelantar” el trabajo atrasado que acumula en su pc. Y eso no es lo peor. Lo peor es que todo lo anterior es sólo una excusa. En el fondo sabe que aunque tuviera tiempo suficiente para ver cualquiera de las películas que colecciona en una especie de catálogo mental sobre estrenos y argumentos… no podría quedarse quieto ni concentrarse lo suficiente. A los cinco minutos estaría conectado a internet informándose sobre lo que hacen sus amigos, leyendo pequeños pedazos informativos de no más de dos párrafos o viendo videos chistosos. No tener tiempo para vivir más allá de las obligaciones reales y las autoimpuestas es “El ritmo de vida actual”, había escuchado en algún lugar aunque ya no recordaba donde. “El ritmo de vida actual”… Aquella frase se le ha pegado como una calcomanía en el cerebro. Ni siquiera necesita entender en su totalidad el concepto para saber que encerraba algo terrible. Saca el plato del microondas y se sienta a comer. Todavía no termina de masticar el primer bocado cuando escucha que tocan la puerta. Levanta la cabeza y se queda esperando. Pasan un par de segundos y luego los golpes continúan. Se pone de pie y avanza hacia la entrada, al otro extremo de la casa. Se apega a la mirilla de
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la puerta y ve a Angélica intentando ver por el borde de la ventana. Otra vez viene a molestar, piensa. Mientras se decide entre abrir o hacerse el desentendido, Angélica continúa tocando cada vez más fuerte. Un desfile de golpeteos cortos y veloces como una risa nerviosa. Sólo existen dos razones para tocar con tal euforia una puerta, piensa Javier. O se es una persona que atraviesa una verdadera emergencia o quien toca es alguien acostumbrado a vivir acelerado. Naturalmente contra el primer grupo de personas no guarda ninguna opinión n especial, porque le puede pasar cualquiera y el abanico es demasiado amplio. En cambio a los acelerados del segundo grupo los miraba con recelo. Los conocía bien. Lo veía a diario entrar una y otra vez a su oficina pidiendo informes, resultados, intercambiando chismes o datos irrelevantes. Demorando todo y sacando la vuelta, cuando a él también le hubiese gustado sacar la vuelta pero no con ellos. Puros personajes detestables corriendo y exclamando para hacer notar su desatino. En el caso de Angélica, tenía total seguridad de que esta se encontraba en el grupo de los desatinados. Energúmenos que de tanto hablar fuerte y apurados, se habían convencido de que todo lo que les sucedía era relevante y debía ser informado idealmente en una plaza pública. Abre la puerta. –Hola, ¿estará la Señora Noelia? –Le pregunta Angélica, lo más seria que puede, temerosa de que sus palabras delaten la forma en que segundos antes abrazaba a Carlos en su mente. 7
–Está acostada –le responde Javier, cortante. Importunado por verse interrogado casi antes de terminar de abrir la puerta–. Ya es tarde y le dolía un poco la cabeza. –¿Podrías fijarte si es que está durmiendo? –¿Cómo? –le devuelve Javier, un tanto descolocado. –Es que de verdad necesito hablar con ella. Es muy, muy importante –continúa Angélica, mientras le mira como diciéndole que no se irá de allí fácilmente. A Javier le gustaría decirle que ya no es hora de visitas, que es una desubicada, que está harta de que venga a la casa… pero sabe que aquello le traería problemas con su madre y finalmente termina cediendo. –Veré si está durmiendo –le dice con seriedad mientras se hace un lado para que Angélica entre y tome asiento en uno de los sillones del living. Javier cierra la puerta y luego sube al segundo piso. Nunca le han gustado las insistentes visitas de Angélica a su madre. Tres o cuatro veces a la semana, sola o con su pequeña hija. No puede comprender que a sus cincuenta y ocho años Noelia aún tenga que dar consejos repetidos a una mujer adulta de veintidós, que ya no aprenderá nuevos trucos o que al menos parecía no poner en práctica nada de lo que le decía su madre. Según su opinión, el problema de Angélica era simple: tener una mentalidad de trece años.
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* –Gente como la Angélica termina enfermando a los que le rodean –Le dice Javier a su madre–. Tú ya tienes suficientes problemas de los que hacerte cargo. Más que suficiente de hecho… Ya nos criaste a nosotros y eso ya fue suficiente caldo de cabeza. –Hay que tener paciencia con la Angélica… Su mamá es muy aprensiva y un poco lunática. Por lo mismo Angélica nunca le ha tenido confianza. Además, si le sumas que desde chica se cortaba los brazos y que lleva años tomando pastillas contra la depresión… tampoco es que la haya pasado tan fácil. En el fondo me da un poco de pena también. –Está bien. Pero tú sabes que no te conviene nada llenarte la cabeza de problemas. Durante años tuviste problemas nerviosos, casi te operan un nervio de la pierna, te lo pasabas con dolores de cabeza... Todo eso era puro estrés. –Sí, pero es que los problemas de la Angélica no me afectan en nada. Me gustaría que hiciera más caso de los consejos que le doy… –No te hace ningún caso –le interrumpe Javier. –Sí, pero ese ya es su problema. Lo que sí me molesta es cuando estamos conversando y se pone a chatear con su celular. Eso sí me cae muy mal, pero se lo digo al tiro.... Lo demás, que su pololo sea drogadicto, que se meta con cualquiera sin asco y que se lo pase borracho ya es asunto suyo. Igual, me sorprende que aguante tanto, yo le hubiese pegado su buena patada en el culo hace rato.
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–Pero igual viene a contar todos sus problemas acá. Al final es más la costumbre de andar desparramando chismes por todos lados lo que la hace venir a la casa… –Quizás, pero es su forma de desahogarse. Imagínate que el otro día a su mamá se le ocurrió que deje de tomar pastillas anticonceptivas, que por último si queda embarazada no importa. ¿Qué sentido tiene? Y eso no es todo. También le dijo que mejor no trabaje y que se quede con ella en la casa. –Esa señora está loca, igual que la hija que ni siquiera me saluda cuando nos encontramos en la calle... –Loca completamente. ¿Qué clase de vida sería esa? Tendrían que vivir de la pensión de la mamá… Encerrada y cuidando una tropa de niños. –Es cierto. Terrible historia y todo, pero yo sigo creyendo que tú ya criaste a tus hijos y en parte casi también a tus nietos. Ya es tiempo que dejes de criar gente y te preocupes solamente de ti. –Y de ti también –Bueno sí… También de mí. Javier desearía ser más directo con su madre. Desearía tener la fuerza suficiente para decirle que no estaba allí sólo porque era el lugar donde había encontrado trabajo, que en realidad había regresado a casa para estar con ella y darse el año que nunca habían tenido. Una última oportunidad para llevarse bien y no irse de la casa familiar entre peleas, como había pasado con sus hermanos. También, y más importante que lo anterior, le gustaría decirle que sí se había quedado más
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tiempo del que había planeado originalmente, había sido para cuidarla. Que ya no era la misma mujer que hace una década y si quería mantener la misma autonomía de antes, debía comenzar a cuidar su salud en serio... Pero no puede. Aún no encuentra la forma. Su madre es demasiado orgullosa como para admitir que necesita ser cuidada. La sola mención del tema por parte de Javier, podría quebrar la frágil armonía con que se trataban y eso lo aterraba. Entra en la habitación de Noelia en el segundo piso y encuentra a esta en camisón, a punto de acostarse. –La Angélica está abajo –le dice. Tocaba la puerta como una demente asique tuve que abrirle. –¿A esta hora? Se anduvo desubicando. Ella sabe que a esta hora yo no atiendo ni al Papa... –Quizás hasta que horas sigue tocando si no le abro… –…Además siempre le digo que me pinche al celular y si no le respondo, es porque no quiero ver a nadie –continúa Noelia como si Javier no le hubiese interrumpido. –¿Y qué le digo? Te está esperando en el living. –Dile que estoy durmiendo. Yo no tengo problemas para conversa con ella toda la tarde si quiere, pero ella sabe que a esta hora yo no recibo a nadie y menos si me llaman y yo no contesto. –Ok. Eso le diré entonces –le dice Javier, cerrando la conversación.
Mientras baja la escalera se da cuenta de que le ha omitido a su madre que Angélica tenía la cara roja y los ojos llorosos. De todas formas no lo hice a propósito, piensa para contentarse. Baja al primer piso, camina hasta el living y no encuentra a nadie. Por inercia mira por la ventana hacia la calle y luego se dirige extrañada a la cocina y allí encuentra a Angélica sentada frente al plato de arroz que hasta hace algunos minutos era su cena. Espera cómodamente como si fuera la dueña de casa. Javier pien sa que el problema en realidad no Angélica. El problema es Noelia. Es ella quien, a pesar de sus aires de mujer fuerte que impone las reglas, ha mal acostumbrado a Angélica, al punto de que esta se pasee como dueña por la casa. –Noelia está durmiendo –le dice Javier, con la cara dura como una piedra–. Lo mejor es que regreses mañana–. Piensa que en vez de continuar hablando con Angélica, sería mejor tomarla del brazo y sacarla en andas, hasta afuera mismo del portón y ahí cerrarle la puerta en la cara. Angélica dibuja una sonrisa irónica, gira un poco la cabeza y luego hunde lentamente sus manos en el plato de arroz que hasta hace un par de minutos era la cena de Javier. En la televisión, justo tras el hombro de Angélica, un centenar de cebras y ñus cruza un río lleno de
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cocodrilos. Intentan correr pero se tropiezan entre ellos y sus patas son atrapadas por el fango, el cuál a ratos parece aliarse con los depredadores que flanquean la caravana. Cuando una presa es atrapada, en un par de segundos su cuerpo se pierde entre choques de agua. A veces sólo el azar marca la diferencia entre los que se salvan y los que son devorados por el barro. Aprisionados desde todos los flancos, así acaba su historia. * Una y cuarto de la madrugada. Le duele la mandíbula de tanto apretar los dientes por el frío y la rabia. Se detiene frente a la puerta de su casa y se queda pensando. Las luces están encendidas. Su madre debe estar esperándola para comenzar con la cháchara. Al momento de colocar la llave en la cerradura, se ilumina el fondo de su bolso y suena su celular. Siente como si las venas de su cabeza fueran un nudo a punto de reventar. Enciende torpemente la pantalla táctil y abre el buzón. Carlos acaba de responder el mensaje que ella le envió hace un par de horas. “No va mas xao” es su respuesta.
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LAS TA R D E S PARECEN SIEMPRE I G UA L E S -Matías Olivares7
Las tardes parecen siempre iguales, la misma alegría, idéntica luz, el mismo eco de los pájaros que cantan de lo alto. La bella sinfonía que lleva dentro el viento, los árboles frondosos con sus ramas abiertas, que abrigan a cualquier harapiento perdido en busca de un lugar. La casa ahora está vacía, pero llena de cosas bien arregladas para su buen uso doméstico. Muebles rústicos, sillones amplios, cuadros antiguos. Antiguo comedor, alcobas magnas y al fondo la suite principal. Donde se preparan los alimentos era un lugar especial: la cocina ubicada en un subterráneo era la más importante de todas, si no contáramos con su presencia, la vida hogareña, la de todos los días, ya no sería la misma. Todos los parientes, por largas generaciones, no hubiesen podido jamás subsistir o, lo menos, contar con la buena ayuda de esta noble construcción, junto con su inseparable amiga, la robusta señora mesa del comedor. ¡Esta robusta compañera de todos los santos días!... –exclamaba mi madre-.
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Cerca de esta se encuentra el hall de entrada, preparada desde otomanos tiempos para recibir a co mensales de grandes épocas aquellas, comerciantes de grande popularidad, familiares de herencias reales con todas sus vestimentas bien adornadas cumpliendo con el estilo de la época. No puedo dejar de mencionar, y porque no decirlo, está el más grande de todos, el más respetado, que decide excluir a algún extraño visitante o tolerar al más indigno repelente amigo de la familia.
¡El acceso principal!
se atreva a tocarla, sumergido en su propia tiniebla de esa zona norte árida de la casa, que a estas alturas es imposible arrancarla, y da la sensación de no poder regresar. Las noches también parecen siempre iguales, las mismas sombras en el oscuro pasillo, idénticos ruidos desde el aromático subterráneo, el aislado desolado de los legendarios dormitorios, la casa antigua con sus enromes jardines de pino y la enorme puerta de descomunal altura que sola se cierra detrás de mí.
Un lugar central bien escogido que une todos los espacios de la construcción antigua de esta casona, de accesos largos y complejos donde se ubica el extenso pasillo de quince metros de longitud, de línea recta, alfombrado con un suelo gris de baldosas macizas, decorado en sus murallas altas por retratos de personas antiguas que cruzaron y caminaron por ese extenso laberinto de bellas pinturas doradas con rostros gigantes, cuellos largos y dedos alargados sujetando sus armaduras de fierro reforzado de acero en las puntas, vestidos con bélicas armaduras, con un ánimo guerrero ya saliéndose de la pared que los sujeta. También se vislumbra claramente una puerta obscura de altura que regresa la vista a los ciegos de nacimiento, adornado con un círculo redondo rojo incrustado como cicatriz vertical de vida, deslizado en un movimiento discontinuo siempre desafiante al que
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PLACER ONANISTA - Fra n c i s c o R a m í re z -
Querido amigo: Te agradezco tu largo y atento correo. Realmente, fuiste el único que se tomó el tiempo –no voy a decir de “contestar”, que, al parecer, eso ya es mucho pedir en nuestros días- para mandarme un par de líneas de comentario de mi relato “Tres iglesias sin futuro”. Mi abrazo y gratitud van aún más allá, pues estoy cada día más solo y recibir tu respuesta me alegra. Fuiste el único en escribir, te lo repito. Eso me indica algo: mi entorno se está llenando de vacío. Hace sólo un par de años – cuando era “alguien simpático”- hubiese recibido no uno, sino que varios comentarios. Hoy, todos prefieren dedicarse a otra cosa. Es muy, claro. Hace unos días, vi un documental sobre Nietzsche. No, me equivoco: era una suerte de “biografía recreada”, con actores. Y ya casi al final le mostraban recluyéndose en una completa soledad para “escribir”. Picos brillantes de nieve en altas montañas: esa era la imagen que ilustraba la decisión. Silencio. Austeridad
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espiritual. Blancura inmaculada. Todo eso reunido en el espíritu de Nietzsche para dar vida a su resplandeciente obra. Como me sucede desde joven –soy un “eterno adolescen te”, creo- me identifiqué con aquello. Por supuesto, ninguna escritura vale tanta soledad. En cuanto a mí, me siento solo como nunca antes había estado en la vida. Si alguna vez podría haber dicho que me veía como un “ser maldito” es ahora. Todos mis proyectos están saliendo mal, pésimo. Por supuesto, no culpo a nadie de alejarse. He agredido –voluntariamente o no: eso da lo mismo- a todos a quienes quise y me quisieron. Eso da miedo y no los culpo. Se alejan porque quieren vivir la vida y yo estoy acercándome, cada día más, a la muerte, la negación de todo. No hay que ser genio para darse cuenta que eso apesta. Ahora, conversar y tener amistad con un posible suicida no tiene por qué ser una experiencia negativa. Si me viera enfrentado a ello, disfrutaría hasta el último segundo el acompañar a un suicida o a un condenado a muerte. Seguiría sus reflexiones, sus interpretaciones del mundo, las que, forzosamente, han de ser interesantes. No me cierro a ninguna clase de conocimiento. Lo que quiero es captar, conocer, abrazar el mundo en los pocos años de vida que me quedan. La vida es tan frágil como botar un peón enemigo en un tablero de ajedrez, a modo de broma una vez que has ganado la partida.
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Cuando la gente habla de la “soledad” como un lindo espacio a conquistar en donde ser “libre”, puedo entenderlo, pero tengo la certeza que nunca la han experimentado como el dolor que es, cuando llegas a conocerte tan íntegramente, cual un recluso que se mira al espejo día a día. Hablar así de la soledad es hacerlo sólo en términos teóricos. Lo mismo, respecto a la locura. Tanta gente se dice “loca”. Tantos se jactan de su “locura”. Es que es fácil “parecer” loco. Un par de tatuajes, piercings, pelo sucio… y ya: lo “pareces”. Tremendamente patético. En un mundo globalizado, todos tratan de mostrar rasgos de individualidad, y uno de los principales es la apariencia. “Marcar” individualidades mediante gestos externos. La locura – la verdadera- no es eso, ni mucho menos. Es lo contrario: el “loco” lucha por superar su “locura” pues le separa del mundo, le convierte en un ser esencialmente “extraño”. Nunca se verá a un enfermo mental acentuando sus males: lo que intentará es aminorarlos. La locura (real) es vergonzosa. Al contrario, lo que exige nuestro tiempo son SERES COMPLETAMENTE INTEGRADOS AL SISTEMA. Todo lo que escape a tal canon no merece sino que desprecio y aislamiento. Te “integras” a la usanza de todos… o estás fuera. Así, simple. Eso no desvirtúa lo que te escribo. Y te digo más: soy un adulto, pero tengo serios problemas para aceptar al mundo tal como nos los están dando. No te hablo de macro política. Me refiero a la vida individual. No tengo el más mínimo aprecio a la tecnología porque fue capaz
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de convertirnos en unos seres dependientes de los teléfonos e Internet. Todos estamos en el mismo círculo. Quien no tiene un teléfono de última generación queda pronto fuera del mundo. Y ese es un pecado grave. Acaba de salir el último Iphone –¿Iphone9, no? -. Quien no accede a estos artilugios está fuera de la vida. Es un mero “detalle”, pero socialmente muy importante. El acceso tecnológico es uno de los mayores –si no el mayor- símbolos de status hoy. Disculpa: es la soledad la que me hace escribir estos monólogos. Me escribes desde Londres. El doctorado te está haciendo bien. Escribes cada vez más “en complejo” – disculpa por el concepto tan pedestre- y eso me gusta. Te estás convirtiendo en un filósofo y agradezco tener tal tipo de interlocutor. Cuando dices: “formatos escriturales”, respecto a mi relato me pregunto de que hablas. Yo no escribo en un “formato”. Pero aprecio gastes líneas en analizar el texto. Te encuentro plena razón respecto a que no se sabe para dónde van mis escritos. Ni yo lo sé. “Cuesta ubicarlo como crítica social, expresión desesperada de un esquizoide o, simplemente, el ejercicio literario de vomitar contextos de angustia y desesperación.”, me dices.
Amigo, escribo por el placer mismo de ESCRIBIR. La Literatura, creo, es –o debería ser- eso: el agrado de buscar que ciertas palabras unidas con otras tengan un cierto sentido. Y que esas palabras sean recibidas con gusto por “cierta” gente: no se debería esperar más. Esa es mi visión de la Literatura. Nada de lo que escribo tiene un “sentido”, podría decirse. Escribo como puro ejercicio onanista. Creo que muchos escritores deberían hacer lo mismo. Escribir sin la más mínima finalidad. Contar historias o plasmar reflexiones solo por el placer de verlas plasmadas en el mundo. Un abrazo F. R.
Intentemos algo distinto: busco registrar un “estado de ánimo”, sin la más mínima “denuncia social”. Lo que antes –en nuestro tiempo- llamábamos de manera muy gentil el “Arte por el Arte”.
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