22 DÍA DE FIESTA / I!
EL DÍA, Tenerife, domingo, 6 de mayo de 1984
Desde el desembarcadero de «los platillos», así era a comienzos de siglo la estampa del puerto de Santa Cruz de Tenerife
Santa Cruz de ayer y de hoy
A la sombra de la vieja farola POCA de poco muelle y muchos barcos. Época de fondeos a la gira y, a banda y banda de los •vapores, gabarras y aljibes, todo el buen tráfico de Santa Cruz de Tenerife, el puerto carbonero del Atlántico. En la imagen, la vieja farola de la copla -aquella que con suave sombra protegió nuestra y pequenez™ y, también, las estampas marineras de veleros y vapores, el viejo pescante y la grúa de vapor que llegó hasta nuestros años niños. En la más antigua edad de nuestra vida, algo del puerto que aquí renace. Vapores con buena siembra de puntales, trasiego de carboneros fatigados, trasatlánticos apresurados y empenachados de humo y, con los correos de la Trasmediterránea, los rápidos fruteros —al aire las contraseñas de Fred Olsen, Pinillos, Yeoward, Oldenburguesa y Lloyd Norte Alemán— que operaban en el entonces solitario Muelle Sur. La imagen es de cuando los barcos andaban a vapor, devorando vapor por sus hornos y devolvían a las nubes negros y airosos penachos que quedaban tendidos sobre la estela. Moliendo espumas, rompiendo mares al ritmo cansino de
É
las alternativas triples, los vapores llegaban a Santa Cruz con llanto rojo de las planchas y portillos chorreando herrumbre sobre la obra muerta. Aquif a la buena sombra de Anaga, bebían luz y sol en sus estampas marineras mientras sus escobenes —sus ojos— parecían se empapaban de toda la costa. Época de poco muelle y muchos barcos. Ahí están los que con monótona constancia trillaron la línea de Tenerife, los que daban al aire la obra viva de sus lastradas, barcos todos de una marina casi romántica. Don Francisco Martínez Viera, buen periodista, alcalde que fue de Santa Cruz de Tenerife, en su obra «El antiguo Santa Cruz» —que debe ser reeditada— bien escribió, allá por jumo de 1954 y en las páginas de «La Tarde», sobre la vieja farola. Desde su calle de San Martín, en el entrañable barrio del Tose al, decía el señor Martínez Viera: «No se hizo centenaria la farola del mar o del muelle, que ahora cesa en su cometido después de 91 años de continuados servicios, alumbrando noche a noche la ruta de los navegantes que se acercaban a nuestro puerto. La farola del mar lanzó sus primeros destellos la noche del 31 de diciembre de 1863.
Era lo único que quedaba de la vieja estampa que conocimos, y también le llegó su hora». A la izquierda, el remolcador Santa Cruz, de Harnilton y Compañía, y, sobre los palos finos de las goletas, asoma la chimenea que, con ligera caída, destaca la presencia del cañonero Ardent, aquel que —de ruedas— desde Dakar venía a nuestro puerto para dar descanso a la tripulación agotada por los calores africanos. Con la grúa de vapor, la que, a la izquierda de la imagen, es movida a mano. No, no se trata del viejo pescante —fijo y de hierro— que de Londres trajo la Junta Provincial de Agricultura, Industria y Comercio, pescante que comenzó a prestar sus servicios en enero de 1881. Desde su base está tomada la imagen del puerto que, con bondad activa e infatigable, bien nos llega con la muda voz de su silencio. El proyecto de la prolongación del muelle que aquí revive fue del ingeniero don Francisco Clavijo y Pió, aprobado en 1864. Y una vez más, volvemos a la prosa —buena narración— de don Francisco Martínez Viera y su «El antiguo Santa Cruz» sobre la vieja farola que bien
muestra el documento gráfico: «Ya no son necesarios sus servicios y desaparece, como todo en la vida. Su desaparición deja algo así como un escozor en las almas sensibles, prontas a la emoción. Es algo que vivimos siempre, en el largo recorrer de nuestra existencia. Algo que nos era familiar,.. La echaremos de menos. La echarán de menos los asiduos paseantes del muelle y las gentes vinculadas a las faenas del puerto. Y luego, el estribillo ese... Esta noche no alumbra la farola del mar... ¡No, esta noche no alumbrará la farola, la farola del mar! ¡Pero la recordará siempre la copla...». Entonces, en la más antigua edad de nuestra vida, para la multitud infantilmente curiosa el puerto de Santa Cruz era el milagro inesperado, el fantástico y diario portento de toda la mar pintada de barcos. Aquello era la auténtica fiesta de todos en la ciudad que, de generosa y noble bondad, era —y es— un verdadero corazón de sol. En nuestro y bien querido Santa Cruz, los barcos que rompían su estela en la caricia de la buena ciudad marinera. Todos fueron muy fieles a la sombra de Anaga —los «blan-
cas» y «cristos» de la Houlder; los «verdinos» de la Aberdeen Line; los «mamarias» de la Shaw, Saviil and Albion; los «paquetes» de la Eider; los «indios» de la Clan Line; los «burras mansas» de la Rennie, los... ¿para qué seguir? Estos nombres, con otros bien recordados —«alemanes de la pólvora», «los del sobre», «castras», «competencias», «trompas de cochino», «colorados», «tórises», «los de la H» y «mamarias de cruceta»— eran los de los barcos que venían a Santa Cruz con la precisión de los correos de la Trasatlántica, de Pinillos, Tayá, Herrera Hermanos —naviera de La Habana— Navegación e Industria y, más tarde, la bu en a Trasmediterránea, Muchos encontrarán en el interesante documento gráfico el alma muerta de la infancia. Y es que a todos llega con la dulzura de la melancolía infinita e indefinida. Ahí está la ciudad de días cálidos, dilatadas serenidades de la inocencia, las del puerto de las sorpresas del cotidiano descubrir del mundo. En aquella época que bien refleja la imagen, los vapores que todo eran bodegas y alojamiento, vapores fieles a la luz de la farola que, en el arranque del Muelle Sur, a todos llamaba
—a todos avisaba— con las puñaladas de su luz. «Esta noche no alumbra la farola del mar,..». Sí, allá por 1954 la farola dejó de lanzar sobre la mar santacrucera sus dardos luminosos que, con los de Punta Anaga, bien señalaban la recalada del puerto de Santa Cruz. Allá por 1898, justo cuando el Maine volaba en La Habana aún española, el trasatlántico Flachat, de bandera francesa, se perdía por Anaga con casi un centenar de víctimas. En la niebla había perdido la luz de Anaga y, de la inmensa laguna de la muerte, hoy resurge la triste noticia del naufragio que, con más resonancia, hubo en aguas de-Santa Cruz de Tenerife. Vapores de línea precisa y preciosa; veleros de palos y masteleros de mucha guinda y en caída. Fueron, con otros muchos, la sal íntima de la vida marinera de nuestra ciudad. Arriba, en los montes, el mundo vertical de los pinos y, en la costa, el trueno marino, la conmoción que, hace muchos años, entró en nuestra vida a la sombra de la sencilla farola junto a la cual, en tiempo ido, todos fabricamos sueños.— Juan A. Padrón Albornoz
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