del domingo
DÍA
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N su obra «Santa Cruz visto por los grandes escritores», don Leoncio Rodríguez —el inolvidable e inolvidado periodista que fundó «La Prensa», periódico antecesor de EL DÍA— bien escribió que las impresiones, magníficamente recogidas y engarzadas en aquellas páginas, constituían todo un espléndido homenaje a la belleza de nuestra tierra, y con motivo de grata recordación para los insignes panegiristas, cuyos nombres, en la posteridad, quedarán espiritualmente ligados a la historia de Tenerife, como lo están en nuestra gratitud y nuestro afecto. Así era la ciudad que tenía y mantenía bondad activa e infatigable. Era ciudad que, en las afueras, tenía tierra sonora, envuelta en sombra y aroma. Con la imagen volvemos a la más antigua edad de nuestra vida, a cuando Santa Cruz —ciudad quieta, casi adormecida en el cerco de las montañas de Anaga— estaba poblada de criaturas llanas y a la buena de Dios, de criaturas contentas, amables y cordiales, que todas se conocían y querían. Años y años han pasado desde entonces y, con la evocación de la sencilla y magistral prosa de don Leoncio, retornamos a la ciudad que fue, que es y siempre será, a la vista de la antigua y buena estampa que, realmente, es casi todo un pasado reciente. En la imagen, las lecheras que, en el primer tranvía, casi al romper el día llegaban desde el interior de la Isla, pero en especial desde La Esperanza trabajadora, siempre envuelta en actividad constante y ejemplar. Por la antigua carretera de San Andrés llegaban al viejo y siempre nuevo Toscal las lecheras del valle de Tahcdio. Estas lo hacían en mansos y rebuznantes burros que, hasta la Marina, unos subían la empinada cuesta arriba, desde la confluencia de las calles de la Marina y San Francisco, realizar la venta de la leche y hacer sus compras diarias. Otras, desde el antiguo fielato subían la Cuesta de Los Melones —también llamada de los Camellos— para, a la entrada de El Blanco, establecer su sencillo y buen comercio. Por allí, la antigua panadería y las ventas de don Paco, don Lázaro y doña Peregrina y, más abajo, en la esquina de la calle del Saludo con Santiago, la de don Juan y doña Clara. Por entonces, la calle de San Francisco estaba empedrada con callaos de playa —todos con color y calor del océano— y, el final de la de la Marina, por la «placita» y hasta el fuerte de Almeida, aún era de tierra. Ambas lucían hierba alta y verde, todo un frescor extendido que, por la calle del Saludo —y por la de San Isidro— seguían hasta las de la Rosa y Santiago. ¿Qué nos queda de aquellos años? De la confluencia de las calles de la Marina y del Saludo hace mucho que desapareció el cañón —muy viejo cañón de campaña— que, justo a las 12 de la mañana, señalaba a todos el mediodía. Con él se fueron las dos piezas artilleras —que luego
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Las lecheras que, al romper el día, recorrían las calles de Santa Cruz. Con ellas llegaban las pescadoras desde las playas que ya no son en el litoral
Antiguas estampas de la ciudad pasaron al interior de Almeida— que hacían y contestaban las tradicionales salvas de ordenanzas a los buques de guerra extranjeros que por Santa Cruz recalaban. Las lecheras de la imagen se nos fueron para siempre y, con ellas, los viejos tranvías que, con las «jardineras» y furgones de carga pintados de gris, iban y venían desde Tacoronte y La Laguna. En ellos, las casi olvidadas gangocheras, personas que con su trabajo humilde y ejemplar —al igual que las lecheras y pescadoras— daban vida al antiguo mercado que se alzaba casi a la sombra del Teatro Guimerá. La antigua estampa nos lleva a la prosa de José María Salaverría cuando escribió que «al regresar a Santa Cruz de Tenerife, la carretera está transitada por esas mujeres hermosas, fuertes, erguidas y ágiles que forman uno de los buenos atractivos del archipiélago canario. Con su típico sombrerito y su gallardo caminar, llevando cargas increíbles sobre la cabeza, ellas animan el paisaje con su exuberante feminidad y parece que lo contemplasen y lo hicieran más dulce y a la vez más firme». Con las lecheras, las ya desaperecidas pescadoras —si bien Trino Garriga captó recientemente la imagen entrañable de una por la calle del Pilar— que, por la marquesina o las antiguas playas, recogían para su venta las capturas que llegaban con todo el latir y vivir de sus entrañas a las playas —Ruiz, La Peñita, San Antonio, Los Melones, Paso Alto, Valleseco, Bufadero, etc.— que han pasado a la historia de Santa Cruz. Con el cantar metálico de las cántaras de la leche, el humano de las pescadoras que anunciaban la frescura de los chicharros, sardinas y caballas, que acaba-
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ban de llegar a las playas con latir de olas sobre los callaos. Con ellos, las viejas, cabrillas y sargos, toda la buena pesca de los hombres ejemplares del litoral santacrucero, todos los pescadores de la mar profunda. CANTO Y ENCANTO Para Santiago Rusiñol, Santa Cruz de Tenerife era «un montón de casas que parece que bajan de la montaña y se paran al pie del mar. Es una villa completamente rosada; las casas, con tonos de pergamino; las azoteas, de encuademación; los muros de áncora oxidada. Por entre las casas se ven platanares, y entre los plantonares, las ventanas, todas pintadas de tonos de sol: verde, azul claro, azul marino, rosa de piel de grana, pero si como estos colores hubieran estado polvoreados con oro. Un pueblo con aquellos tintes que sólo los tienen las Islas». Así era la ciudad —nuestra antigua y buena ciudad— que tenía casas con patios amplios que, con verde extenso e intenso, eran verdaderos corazones del sol. En las azoteas, los gallos inventaban amaneceres de campo para, luego, dar paso al sonar y resonar de las ruedas aceradas de los carros de muías sobre los grises callaos. Así era la ciudad con casas antiguas y cargadas de recuerdos. Todas tenían su historia y su pequeña anécdota y eran nobles caserones con fachadas adornadas con la gracia insuperable —verdaderamente insuperada— del balcón canario, historiado alero y ancha y guarnecida portalada. Eran casas que, en lo alto, tenían gárgolas como gatos petrificados, rojez de tejas canarias y, desde luego, toda una sensación de vida plácida, de paz antigua, serena y dormida. Por los barrios que crecían, casas terreras entre las que, de cuando en cuando, se alzaba una que, con sus dos pisos, trataba de mirar a la mar alta y libre, a las aguas remansadas que —pintadas de vapores y veleros— se encontraban al redoso del Muelle Sur que crecía y crecía merced a la vieja «Titán», la grúa de vapor que murió en el Muelle Norte y, allá por los años 30, fue sustituida por la que recientemente fue desguazada en Los Llanos. En la imagen, evocación de calle tranquila, de calle hecha para el paso moroso y sensitivo de paseante y, en toda ella —con la imagen de las lecheras que ya no son— todo un espíritu pleno de sonrisas y piedades.
Sobre los muros llenos de siglos y de soles, todo el cielo azul que daba a las plazas y jardines su gracia y elegancia. Y, en toda la ciudad tranquila, campana de la Concepción y San Francisco que repicaban alborozadas de gloria. Entonces —eran años de niñez y pequenez— la mirada iba hacia los montes y los surcos, hacia los amaneceres de siembras y plataneras, hacia las noches de bosques altos, allá por donde nace el barranco de Tahodio. Hoy, a la vista de las imágenes que ilustran estas líneas, bien comprendemos que no se puede vivir sino muriendo, que no se puede ser sino dejando de ser. Ahora evocamos aquellos paisajes temblorosos de prados y atarjeas, el agua cantora y clara, el mar verde de las plataneras por Ventoso y, arriba —muy arriba— caseríos pegados a la cordillera, acurrucados en los azules flancos, alejados del aliento salino de la mar; abajo —después de los muros morados de buganvillas que domaban Las Mimosas—, la ciudad tendida como un vuelo blanco de gaviotas a la vera del Atlántico en siesta. Así era la ciudad que don Antonio Marti reflejó en su obra «70 años de la vida de un hombre y de un pueblo». El bueno de don Antonio mucho y bien escribió de la ciudad que fue, es y será; en su prosa plasmó recuerdos inolvidables y citó personajes —Manuel «Pajarito», Luis «El francés», etc.— que llenaron con su sencillez toda una época de la ciudad. Con ellos y otros mu-
chos, el inolvidable «Samburgo». De él, don Antonio escribió: «Nunca se supo en Santa Cruz nada concreto ni preciso de Domingo «Samburgo». Ni cómo había venido ni de dónde. Un día apareció en las calles de Santa Cruz. Era un domingo. Se le preguntó de dónde venía y contestó algo que sonaba a «Samburgo». Y Domingo «Samburgo» se quedó. Sin embargo, no procedía de Hamburgo. No era alemán. Hablaba muy poco, pero las palabras que pronunciaba parecían italianas». Y, añadía don Antonio, que «Samburgo» nunca pedía dinero. Si le daban algo lo aceptaba y muchas veces lo compartía con otros pobres. Tenía una mirada mansa y buena, era silencioso y no molestaba a nadie. Como un gran perrazo vagabundo andaba por las calles de Santa Cruz y, por lo que a mí respecta, lo recuerdo con su tradicional tranquilidad por la antigua carretera de San Andrés —a la altura de los varaderos de Hamilton y casi a la sombra de Almeida— en horas de la mañana. Un joven se le acercó y le pidió limosna y, con su voz serena, «Samburgo» le contestó que volviese más tarde, pues aún no le habían dado nada. «Como un gran perrazo vagabundo —escribió don Antonio Marti— andaba por las calles de la ciudad. Y como un perro vagabundo murió en ellas, desapareciendo como mismo había llegado, un día cualquiera». En la citada obra de don Leoncio Rodríguez, bien se recoge y refleja una crónica de Eduardo
Zamacois relacionada con «Samburgo»: «Una tarde, a la hora envolvente del anochecer, la ociosidad y el dilecto placer de andar solo, me habían llevado a la carretera que conduce a Taganana. El sol, moribundo, se deshacía en sangre magníficamente; sobre la superficie, teñida de violeta, del mar, oscilaban numerosos buques anclados: cruceros de guerra, vapores mercantes, veleros de ambiciosa arboladura, falúas de lujo y regateo, gabarras carboneras... Cerca de mí, sentado entre peñascos, comía un mendigo. Era viejo, y su colación, adquirida quizás a la puerta del vecino Cuartel de Ingenieros, probablemente estaba fría. Yo contemplaba el paisaje; y emocionado tal vez ante la belleza con que moría la tarde, dije algo en alta voz... Lo cierto es que el pordiosero no me quitaba ojo. Estábamos solos, absolutamente solos, como dos espectadores, del augusto teatro de la Naturaleza, y el sol, semejante a un divino comediante al final del drama de su vida diaria, parecía morir para nosotros solos y ofrendarnos la maravilla de su agonía. De pronto, el mendigo, olvidado de su miseria, exclamó: —Es hermosa la tarde, ¿verdad? —Muy hermosa —le respondí. Hubo un breve silencio; las olas iban y venían, como meciendo a la tierra. —¿Es usted forastero? —prosiguió el desheredado. —Forastero soy —contesté— y de muchas y lejanas tierras vengo... Y a estas palabras, que acaso fueran dichas con acento triste, con voz de desengaño, el «sin pan» replicó compasivo, mostrándome su plato de comida: —¿Quiere usted acompañarme?. .. Su ofrecimiento me llegó al alma; y de pena, de agradecimiento, se mojaron mis ojos. Aquel hombre que me ofrecía lo que de caridad recogió en los caminos, era el símbolo, el verbo del pueblo en que yo estaba; y su gesto, dictado por veinte siglos de Evangelio, tenía la grandeza y la serenidad de la tarde. ¡Santa Cruz de Tenerife! Tú dejas en el corazón de los errantes la dulce melancolía de mirar hacia atrás y de volver a ti...». Donde el Eterno puso playas, olas ardientes de blancura, montes altos y lejanía, nació y creció —crece y más lo hará— la ciudad de Santa Cruz de Tenerife. Es ciudad que siempre ha dejado hambre de recuerdos en el corazón de los hombres y, así, estas antiguas estampas nos tocan el alma con toda su luz profunda, con toda su dolorosa dulzura.
Juan A. Padrón Albornoz
En años idos, por la Marina y Almeida todo el barrio del Toscal se asomaba a la mar a través de las ventanas que —pintadas de tonos de sol— describió Santiago Rusiñol